Lionel Bonaventure/AFP/Getty Images
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La victoria de los empleados de Coca-Coca Iberian Partners oculta y difumina la derrota de cientos de millones de personas que trabajan (precariamente) para empresas, ONG e instituciones públicas en todo el mundo.

El proceso de fusión de las siete embotelladoras oficiales de Coca-Cola en España culminó con la luz verde del regulador el 17 de febrero de 2013. En diciembre de ese mismo año avisaron de grandes cambios organizativos y el 22 de enero de 2014 anunciaron que esos cambios supondrían el despido de más de 800 personas y la recolocación de más de 300. La transformación afectaría en total al 30% de la plantilla de las embotelladoras en España y el margen de negociación era ínfimo. Los tribunales, por el momento, han forzado a la nueva embotelladora única, Coca-Cola Iberian Partners, a readmitir o indemnizar a los despedidos.

Los analistas han extraído dos tipos de conclusiones de lo ocurrido según su perfil ideológico: si son progresistas, inciden en la victoria del David de cuello azul frente al Goliat de corbata de seda; si son liberales, se indignan ante una ley laboral que permite interpretaciones imprevisibles y contradictorias dependiendo de la empresa, el juez y la intensidad del foco de los medios. Hay una tercera conclusión que muy pocos han acertado a distinguir: miles de compañías, administraciones públicas y ONG en todo el mundo llevan haciendo lo mismo que Coca-Cola durante las últimas décadas hasta haberse convertido en un motor de desigualdad tan poderoso como la tecnología o la educación.

Como describe el economista (y alto funcionario de la Administración Obama ahora mismo) David Weil en su último libro, los grandes empleadores han logrado subcontratar buena parte de su actividad a autónomos y proveedores con escasa capacidad de negociación. Esa subcontratación impone una fuerte sumisión a los deseos del empleador en muchos casos, unas condiciones laborales más duras para los trabajadores que no están en plantilla (de las que ya no tienen por qué hacerse siempre responsables) y una ruptura del viejo contrato social entre trabajador y empleador que desborda la regulación laboral para reducir derechos adquiridos.

¿Cuál es la relación entre la desigualdad y lo que llama Weil ‘la fisión del lugar de trabajo’? Si subcontratamos nuestra actividad a proveedores que dependen de nosotros para sobrevivir, podemos exigirles una reducción drástica de los costes y los tiempos de entrega sin preocuparnos de lo que ellos tengan que hacer para estar a la altura de nuestros deseos y necesidades. Coca-Cola exigió nuevas condiciones a sus embotelladoras socias, que no eran propiedad de la multinacional de Atlanta, y fueron ellas las que tuvieron que despedir, recolocar, extender jornadas y bajar salarios. La versión de la firma que creó el Instituto de la Felicidad era clara: no tenían nada que ver con las decisiones que tomaban sus socios; ellos sólo les habían pedido que fuesen más eficientes.

¿Culpables?

No se puede culpar de la situación ni a las grandes compañías, en general, ni únicamente a Coca-Cola. Con dimensiones y escalas distintas, algunas ONG internacionales también subcontratan, por ejemplo, sus labores comerciales a empresas que ofrecen condiciones precarias y despidos exprés a los jóvenes que les captan nuevos socios y subscriptores en la calle, y que parecen voluntarios. Del mismo modo, las instituciones públicas, desde universidades hasta ministerios y hospitales, negocian con dureza con unos proveedores a los que después las administraciones españolas van a pagar de media a más de 150 días. La situación laboral de los trabajadores de estas subcontratas puede ser extrema, pero ONG y sector público no tienen que asumir responsabilidad alguna, porque ellos no tomaron directamente las decisiones. Sólo les pidieron que fueran más eficientes.

Esos proveedores- empresas y autónomos- viven al filo muchas veces y la fragilidad de su contrato y su híperdependencia los vuelven totalmente remisos a la queja, la movilización e incluso a indisponerse con el empleador hablando mal de él en público, avisando a los inspectores laborales o llevándolo a los tribunales. Es verdad que, si son autónomos, la situación se agrava porque se convierten muchas veces en empleados de segunda con muchas dificultades para sindicarse y organizarse frente a la explotación tanto por cuestiones legales como porque o no se conocen entre sí o se consideran rivales. Cualquier empleador puede enfrentarlos, dividirlos aún más (por si hiciera falta) y vencerlos aprovechando su debilidad y a veces su desesperación.

Para Weil, esto es una tendencia global que se ha producido gracias a dos circunstancias. La primera que menciona en su libro es que el capital financiero internacional ha incrementado dramáticamente su poder en las últimas décadas frente a los legisladores y sindicatos de cada país. Esto quiere decir que los imperativos de la máxima eficiencia, menor coste y mayor rentabilidad para el accionista a corto plazo se han impuesto a otros como la mayor protección del mercado laboral o la distribución de esa rentabilidad entre los trabajadores mediante el aumento de los salarios. No debe olvidarse que el capital financiero lo integran no sólo banqueros malvados o perversos magnates del capital riesgo, sino también millones de ahorradores particulares que quieren pagar la universidad de sus hijos y gestores de fondos de pensiones que buscan asegurar un buen retiro a sus clientes en los años más vulnerables. No es fácil conciliar los intereses de todos y, muy especialmente, cuando el accionista de una empresa puede coincidir con el profesional que se siente explotado en otra… de la que otros profesionales explotados son accionistas.

La segunda circunstancia que identifica el economista estadounidense es el acelerón del cambio tecnológico, que ha permitido que puedan producirse subcontratas y deslocalizaciones que antes resultaban sencillamente inimaginables. El desarrollo de la técnica ha provocado que se expanda en Occidente la figura del autónomo y la microempresa gracias a que cada vez es más sencillo externalizar fracciones más pequeñas de trabajo y controlar su calidad. Por supuesto, esto también facilita la asociación de grandes empresas con productores locales en países como Bangladés.

Lucha de poderes

Sin embargo, el mecanismo para no asumir responsabilidades en el Tercer Mundo, sobre todo tras los desastres de relaciones públicas que han sufrido grandes marcas internacionales, tienen menos que ver con externalizar la producción y no hacer preguntas que con contratar auditorías sociales, es decir, especializadas en investigar el cumplimiento de determinados estándares como pueden ser los laborales, medioambientales y sanitarios por parte de los proveedores y socios. Una de esas auditoras expresa la finalidad de sus servicios con claridad meridiana en su página web: “Proteja su imagen de empresa. Asegúrese de que sus fábricas cumplen con las normas laborales y condiciones de trabajo locales e internacionales”.

A pesar de estas precauciones, se producen escándalos que dañan durante meses y años el prestigio y popularidad de la marca. Cuando estallan, los activistas de derechos humanos identifican a los socios con las grandes multinacionales como si fueran una misma cosa (normalmente son proveedores preferentes o joint-ventures), no mencionan que estos socios ofrecen pésimas condiciones laborales pero normalmente mejores que las de muchas de las empresas locales y, por último, afirman exageradamente que los auditores sociales son, como todos los auditores, poco menos que los mercenarios y portavoces de quienes los contratan. Así es cómo simplifican la comunicación de un problema tan complejo y hacen el mayor daño posible a una empresa que se benefició de la explotación y el abuso sabiéndolo o sin saberlo. Ahora que todo se sabe, los accionistas y consumidores escandalizados la castigarán porque… ellos sólo les pidieron que fueran más eficientes. Nosotros tampoco nos hacemos responsables.

Ese manual recuerda un poco al que emplearon los sindicatos y sus simpatizantes en los meses siguientes a los despidos de las embotelladoras de Coca-Cola. Coca-Cola Iberian Partners no era propiedad de la multinacional de los refrescos, pero la identificaron falsamente con ella como si hubiera seguido sus órdenes con los despidos. Lograron así que la firma de Atlanta perdiera prestigio en un mercado clave en Europa, que miles de sus consumidores jóvenes la boicoteasen y que sus millonarias campañas sobre la felicidad y los buenos sentimientos parecieran un ejercicio de cinismo extremo. Forzaron de este modo a la multinacional a implicarse en la solución del conflicto que había contribuido a crear presionando al límite a sus proveedores y Marcos de Quinto, presidente durante catorce años de Coca-Cola en España y Portugal, fue relevado en medio de la controversia y promocionado como vicepresidente mundial y jefe de márketing en la sede del gigante industrial en Estados Unidos. Se filtraron oportunamente las condiciones de su nuevo y fulgurante contrato a los medios para que se viera que su relevo era un premio a la buena gestión.

Si hay una cifra que capta la desigualdad a la que se refería Weil es ésta: los españoles creen que Coca-Cola es una de las diez empresas de más de 1.000 empleados con mejores condiciones económicas, perspectivas de futuro, facilidad para conciliar trabajo y vida privada, seguridad laboral a largo plazo o ambiente en la oficina. ¿Cuántos de ellos querrían trabajar en su embotelladora?