Un grupo de antiguos paramilitares llamados "Los Rastrojos" en Colombia. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

Con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la fase final de su desarme y con el Ejército Nacional de Liberación (ELN) sentado en una mesa de negociación en Quito, el fin de la guerra interna de Colombia parece más cerca que nunca desde hace seis décadas. Pero el paramilitarismo, uno de los actores históricos del conflicto, ha vuelto a hacer aparición, convirtiéndose en la principal amenaza para los lentos avances logrados en los últimos años.

Aunque el Gobierno rechaza otorgarles un estatus político y los denomina como bandas criminales, estos grupos armados han venido retomando un discurso político de extrema derecha, amenazando a líderes sociales, defensores de derechos humanos y guerrilleros desmovilizados a través de panfletos, mensajes y llamadas telefónicas. En muchos casos, las amenazas llegaron a término. 156 líderes sociales fueron asesinados entre enero de 2016 y marzo de este año por grupos armados ilegales, según la Defensoría del Pueblo de Colombia.

Tras la desmovilización en 2006 de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que englobaron a grupos paramilitares de todo el país a comienzos de siglo, se dio por cerrado el capítulo del paramilitarismo en Colombia. Sin embargo, los disidentes de aquel proceso de paz lograron atraer a una nueva oleada de jóvenes urbanos y reorganizar las estructuras armadas hasta conformar lo que el Centro Nacional de Memoria Histórica ha considerado la tercera generación paramilitar de la historia del país.

 

De la desmovilización de las AUC a la de las FARC

Un policía colombiano coloca las armas requisadas a un grupo paramilitar en Medellín. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

El origen del paramilitarismo se puede rastrear hasta la época de “la violencia”, a mediados del pasado siglo. Con una estructura mafiosa, fueron surgiendo servicios de seguridad privada en el entorno rural que hacendados y empresarios emplearon con fines políticos, atacando la actividad sindical en sus empresas y, posteriormente, la guerrillera. El fenómeno fue evolucionando a grupos civiles armados, consentidos, cuando no abiertamente apoyados por el Estado por su papel de aliados de las fuerzas militares en la lucha contra la insurgencia comunista.

Imbricados con el narcotráfico (grandes capos como Rodríguez Gacha fueron financiadores y otros, como Fidel Castaño, compartieron el rol de líderes del narcotráfico y comandantes paramilitares) estos grupos se fueron profesionalizando y ganando capacidad operativa a finales de los 80. El cénit de su organización llegó con las AUC, fundadas en 1996 y dirigidas por Carlos Castaño, que federaron a grupos paramilitares de todo Colombia y ejercieron control territorial sobre buena parte del país.

La estrategia de guerra paramilitar fue siempre atacar a quien el Ejército legalmente no podía, a la base social de la guerrilla. Durante los años de mayor actividad de las AUC (1998-2005), los paramilitares fueron responsables del 55% de las víctimas letales del conflicto, de las cuales, menos de un 1% eran combatientes, según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica. Las AUC se ensañaron con la población civil, tratando de evitar la colaboración de la misma con las guerrillas. Los paramilitares han protagonizado más de mil masacres por todo el territorio colombiano y han provocado el desplazamiento forzado de en torno a 1.600.000 personas desde 1975. Algunos de estos hechos ocurrieron en probada cooperación con las fuerzas militares, como en la conocida como Operación Génesis de 1997.

En 2002, la llegada a la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, con su discurso de guerra sin cuartel contra las guerrillas, creó un ambiente propicio para iniciar una negociación de desmovilización con los paramilitares. Bajo la ley de Justicia y Paz, las AUC se desmovilizaron en 2006 y los líderes paramilitares cumplieron condenas de hasta ocho años de prisión a cambio de esclarecer sus crímenes. La desmovilización paramilitar supuso el descenso de todos los indicadores de violencia con respecto a los años inmediatamente anteriores, si bien los datos simplemente regresaron a la situación previa a la conformación de las AUC.

Desde 2006, las estructuras paramilitares que sobrevivieron a la desmovilización sufrieron un proceso de atomización y posterior recomposición, centrando su actividad en el narcotráfico y la minería ilegal. Sin embargo, desde que el proceso de paz con las FARC entró en su fase final, se ha producido un regreso al discurso anticomunista y una actividad armada que va más allá de la habitual en el crimen organizado. El debate sobre si otorgar a estos grupos un estatus político o considerarlos como simples bandas criminales ha regresado a Colombia.

 

¿Delincuencia común o actor político armado?

Al contrario que las guerrillas, los grupos paramilitares no han tenido históricamente una vocación de adoctrinamiento de sus filas ni de implantación de un determinado modelo político-económico en el país. Esto cambió durante la comandancia de Carlos Castaño en las AUC, un periodo que Teófilo Vásquez, coordinador del informe Grupos Armados Posdesmovilización (2006-2015), considera “un momento excepcional en lo organizativo, en lo político, en la magnitud de violencia y en las pretensiones de control” del paramilitarismo. Buscando abrir la puerta a una negociación con el Estado al modo de las conversaciones de paz con las guerrillas, Castaño trató de dar una razón política a la lucha paramilitar con un discurso basado en el mantra “contra la oligarquía y el comunismo” y con una vocación de “refundar la patria”.

Si bien estos fundamentos políticos nunca se convirtieron en una ideología coherente a largo plazo, la ausencia de un discurso claro no excluye al paramilitarismo colombiano de un estatus político. La ausencia del Estado ha convertido a los grupos armados, también a los paramilitares, en autoridad reconocida y acatada en muchas zonas periféricas del país. En las zonas de control paramilitar sí se dieron -y se dan- unas características comunes más allá del discurso anticomunista, basadas en la limpieza social, la defensa de la propiedad privada y el autoritarismo, que representan la esencia de la política paramilitar.

“No se conformaron con ser ricos y poderosos y darse la gran vida. Querían hacer política: acabar con el comunismo que amenazaba con quitarles las propiedades a las clases medias, pero también suplantar a la oligarquía tradicional local a la que despreciaban por corrupta e inoperante”, describe la periodista de investigación María Teresa Ronderos en su libro Guerras recicladas. Una frase de Carlos Castaño, citada en esa misma obra, es una buena muestra de cómo los paramilitares se ven así mismos dentro del arco político del conflicto colombiano: “En este país las autoridades están hechas para proteger a los ricos, a la alta clase social; la guerrilla protege a los de abajo, a la clase baja; y nosotros, los paras, protegemos a la clase media”.

Aun contando con una ideología básica, incluso con un proyecto político común durante un tiempo, no se puede obviar que el paramilitarismo colombiano proviene y es parte inseparable del mundo del narcotráfico. “Que antes eran políticos y ahora son más criminales y económicos es una dicotomía nos parece que es falsa, basada en categorías morales”, declara Teófilo Vásquez. “En el ADN del paramilitarismo está el fenómeno del narcotráfico, no se puede externalizar. Incluso en los tiempos de las AUC la mayoría de los jefes regionales funcionaban organizativamente como una mafia”, añade el investigador colombiano.

El hecho de que una organización de carácter mafioso tenga aspiraciones políticas tan marcadas sí es un elemento particular del paramilitarismo colombiano que le diferencia de mafias como la siciliana, japonesa o mexicana. Tanto Vásquez como Ronderos comparten la explicación a este fenómeno. La combinación entre un país en el que la movilidad social entre clases es una odisea generalmente inalcanzable y el surgimiento de una mega industria como el narcotráfico generó inevitablemente un desafío al sistema. “El paramilitarismo y el narcotráfico en Colombia han sido un factor de movilidad social en una sociedad absolutamente cerrada”, opina Vásquez y añade: “Ese proceso endógeno de formación de economías ilegales y de elites emergentes legales e ilegales tenían que tenía que tener el algún momento una expresión política”.

 

Los nuevos paramilitares y el proceso de paz

Una mujer sostiene el retrato de su hijo, desaparecido a manos de los paramilitares. Luis Robayo/AFP/Getty Images

Tras la desmovilización de las AUC aparecieron nuevas marcas como el Clan del Golfo, la Oficina de Envigado o las Águilas Negras, que el Gobierno englobó bajo el acrónimo Bacrim, bandas criminales. La actividad de estos grupos varió ostensiblemente respecto a las de las AUC tanto en forma como en distribución geografía. Las masacres y los asesinatos selectivos disminuyeron y aumentaron las amenazas y se reforzó su presencia urbana, relacionada fundamentalmente con el microtráfico.

No ha sido hasta el último año cuando se ha detectado un aumento significativo en los asesinatos selectivos, aunque aún no se ha podido establecer una responsabilidad clara sobre los mismos. Mientras las organizaciones sociales y de defensa de los derechos humanos y las mismas guerrillas denuncian una estrategia paramilitar, el Gobierno sigue achacando las muertes a motivos no políticos. “Hay un patrón sistemático de acción contra los líderes sociales que están de acuerdo con el proceso de negociación o bien son rezagos de inercias de violencia de políticos y hacendados locales que ven con malos ojos el proceso de paz y pagan a las Bacrim para que actúen como sicarios. Yo me inclino más por lo primero”, declara el profesor Vásquez.

El paralelismo entre estos últimos asesinatos y los que en los 80 dieron comienzo al exterminio del partido político Unión Patriótica han sido recurrentes. Entonces, la negociación entre Gobierno y FARC acabó siendo dinamitada por el reguero de ejecuciones a miembros del partido en el que la guerrilla tendría que aterrizar en la política legal. Un mínimo de 1.500 personas fueron asesinadas en este genocidio político orquestado por el Estado profundo colombiano y un paramilitarismo aún en fase de conformación.

La preocupación tanto de las FARC como del ELN a posibles represalias por parte de grupos paramilitares tras su desmovilización se evidenció en el punto de los acuerdos que establecía la creación de una comisión de esclarecimiento sobre el fenómeno paramilitar que aún no se ha puesto en marcha. Algunas voces dentro del paramilitarismo llamaron, en la fase final de las negociaciones con las FARC, a unirse al proceso de paz para obtener beneficios penitenciarios, pero el Gobierno lo rechazó. Por ahora la apuesta del Estado frente a las Bacrim sigue siendo un accionar puramente militar, sin contemplar la posibilidad de abrir un nuevo proceso de negociación como el de las FARC o el que se encuentra activo con el ELN.

La solución, sin embargo, no parece que pueda ser alcanza simplemente por medio de la negociación, de la represión militar y policial o por una estrategia combinada de ambas. La nueva generación paramilitar se ha nutrido fundamentalmente de jóvenes provenientes de los cinturones de miseria de ciudades urbanizadas por un conflicto armado que se ha desarrollado esencialmente en el campo. Las desigualdades estructurales del sistema, la casi nula movilidad social y el inmenso flujo de capitales provenientes del narcotráfico siguen tan vigentes ahora como al inicio del conflicto. Mientras persistan esas condiciones sociales, habrá todo un ejército de jóvenes sin mayor salida que integrar organizaciones armadas que caminen en la estrecha línea que separa lo político de lo criminal en Colombia.