Tras seis años bajo la égida de Néstor y la ahora presidenta Cristina Kirchner, el país ha perdido peso político y económico en Latinoamérica, mientras arrecian la crisis y la inseguridad. El poder del matrimonio más famoso de Argentina desde los Perón está cada vez más amenazado.

Cristina Fernández de Kirchner se calzó el traje de presidenta de Argentina el 10 de diciembre de 2007, tras heredar el poder de su marido y sin haber ejercido jamás un cargo ejecutivo. ¿Su promesa? Continuar con las políticas económicas que permitieron al país crecer a un promedio del 9% anual desde 2003, pero con un estilo más dialogante y más apegado a las reglas institucionales de la democracia. También, relanzar al Gobierno en el descuidado campo de las relaciones internacionales. Pero esas intenciones fueron rápidamente barridas por la realidad: a los pocos meses de su desembarco en el poder, comenzó a hacerse evidente que detrás de todas las estrategias y en la concepción de cada medida estaba Néstor Kirchner, quien, lejos de dedicarse a la literatura de café –como había asegurado en una humorada cuando renunció a pelear por un segundo mandato–, empezó a participar con indisimulado protagonismo de las entrañas de un Gobierno cerrado siempre sobre sí mismo e impenetrable aún para los desorientados ministros y dirigentes, que se ven obligados a defender políticas muchas veces decididas entre las cuatro paredes de un dormitorio. La oposición y la prensa comenzaron a hablar de un “doble comando”, o a referirse a los Kirchner como el “matrimonio presidencial”: la autoridad política de Cristina se fue desgajando en cada una de esas metáforas. Los vaivenes de este verdadero equipo de Gobierno se vieron reflejados en la sucesión de alianzas, peleas y acciones con las que los Kirchner condujeron a Argentina desde mayo de 2003, resueltas con el llamado “estilo K”: una mezcla de audacia, desconfianza, obstinación y poco cuidado por las formas.

UN LUGAR EN EL MUNDO En los primeros años del Ejecutivo de Néstor Kirchner, entre 2003 y 2005, los dos ejes centrales de la política exterior argentina pasaron, sin duda, por la intensa relación con Brasil y con España. Con Brasilia florecieron los desencuentros debido a las asimetrías que la tibia recuperación argentina afrontaba frente a la colosal potencia brasileña. Pero a pesar de ello la relación pasó la prueba de madurez. El vínculo con España también fue complejo. Poco después de asumir el poder, Kirchner declaró que las firmas españolas que habían invertido en Argentina bajo condiciones extraordinarias durante los 90 debían adaptarse a una realidad muy diferente. Este primer baldazo de agua helada fue entibiándose con el tiempo, gracias a la visión estratégica de los empresarios y del Gobierno español. Kirchner también sintonizó su retórica nacionalista de centroizquierda con la de otros dirigentes de la región. El inclasificable presidente venezolano Hugo Chávez fue uno de sus principales interlocutores, sobre todo en el terreno económico: remitió a Buenos Aires petróleo barato, imprescindible para la súbita recuperación económica, y cerró buenos negocios comprando bonos argentinos que Buenos Aires jamás podría haber ofrecido en el mercado internacional. ¿Las sorpresas? Un impensable y aún irresuelto conflicto diplomático con Uruguay, a causa de la instalación de una fábrica de pasta de celulosa frente a las costas del fronterizo río Uruguay, que derivó en una reclamación ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. La otra nota discordante con el discurso oficial de normalización del país fue la fuerte participación oficial en un acto contra la presencia del presidente George Bush y su plan ALCA (Area de Libre Comercio de las Américas) durante la Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata en 2005.

HACIENDO ENEMIGOS En el plano interno, el impetuoso Kirchner seguía forjando enemigos entre personas e instituciones poco populares en la opinión pública –los militares, la jerarquía eclesiástica, los dirigentes políticos de la década menemista y sus socios empresarios–, con más atención a las encuestas de imagen que a las consecuencias de sus llamadas “travesuras”. En las legislativas de octubre de 2005 postuló como senadora por Buenos Aires a su esposa Cristina, en abierta competencia con la dirigente Hilda González de Duhalde, mujer del ex presidente, consumando así su divorcio político. Cristina ganó con el 44,5% de los votos, despejando dudas sobre quién era el jefe en el peronismo y en el país.

Malos aires: manifestación en la plaza de Mayo de la capital argentina contra la inseguridad ciudadana, el 18 de marzo pasado.

A partir de entonces, el Gobierno kirchnerista mantuvo su mirada puesta en la región, y sobre todo en Brasil y en Venezuela, cuyo ingreso en Mercosur como socio pleno fue apadrinado por Lula y Kirchner. El conflicto con Uruguay recrudeció en retórica y en acciones directas, con el corte del puente internacional que aún hoy se mantiene. Otra medida clave hacia América Latina fue el plan oficial de regulación inmigratoria, que extendió el permiso de residencia a casi medio millón de ciudadanos bolivianos, paraguayos y peruanos que se encontraban en situación irregular. En cambio, el romance de Kirchner con Cuba se enfrió ante la negativa castrista de permitir a una anciana médica cubana viajar a Argentina para visitar a su hija. Mientras, con sutileza diplomática, Estados Unidos y Europa empezaron a darle la espalda a un Gobierno que no concretaba sus promesas de normalización en el pago de deudas pendientes y otros compromisos comerciales. La España socialista siguió siendo la única voz amiga para Argentina, aunque el presidente Zapatero debió agudizar su imaginación para encontrar explicaciones a algunos desplantes provenientes de Buenos Aires. A fines de 2007, Kirchner redondeaba su mandato con varias de sus metas cumplidas, y el convencimiento de que otro periodo en el poder lo sometería a un desgaste que ya comenzaba a sentir. Sin aliados que atender, su dedo índice señaló entonces a su esposa, la senadora Cristina Fernández de Kirchner, como aspirante oficialista a la presidencia. Para barnizarla de alianzas extrapartidarias, el presidente concibió una Concertación que no era otra cosa que la suma a su rebaño de un puñado de dirigentes del partido radical. El principal referente de este grupo era el ex gobernador de Mendoza, Julio Cobos, anodino dirigente amante del orden y de las buenas formas, al que ofreció la vicepresidencia. El partido peronista no puso objeciones a su líder, y la senadora encaró una breve campaña –durante la que no respondió a ni una sola pregunta de los periodistas– antes de llegar a las urnas. Con la oposición fragmentada e impotente, la inercia de una economía en fuerte crecimiento y el agradecimiento por una coyuntura celestial en comparación con la de 2002, el trámite fue fácil: Cristina venció con el 45% de los votos y una diferencia del 23% sobre su inmediata seguidora. Después de cuatro años y medio en la Casa Rosada, Néstor Kirchner dejaba el poder, con un 75% de imagen positiva y una indudable cosecha de logros económicos. A su esposa le tocaría ahora cumplir la promesa formulada por su marido en su discurso de investidura: convertir a Argentina en un país serio.

UN CAMINO DE ESPINAS

Efecto tango: Cristina Fernández de Kirchner en la cumbre del G-20, celebrada en Washington en noviembre de 2008.

A pesar de su terminante victoria electoral, la flamante presidenta sintió más pronto que tarde la presión de las demandas y de las esperanzas insatisfechas durante el mandato de su marido, agravadas por su novedosa condición de mujer en el poder, su falta de experiencia en el manejo de los asuntos del Estado y por cierto irritante estilo docente en su trato con la clase política y en sus discursos públicos. Su debut fue traumático: apenas dos días después de jurar su cargo estalló un escándalo por la difusión de un suceso acaecido seis meses antes: la introducción en el país de una maleta con 800.000 dólares, en manos de un ciudadano venezolano- estadounidense –próximo a Hugo Chávez– y acompañado por funcionarios locales, que fue detectada y requisada en la aduana de Buenos Aires. Una investigación del FBI reveló que su destino era financiar la campaña presidencial de Cristina. Iracunda, ésta acusó a la justicia estadounidense de montar una “operación basura” contra su Administración. El caso mostró elementos que volverían a emerger en los meses siguientes: desconfianza internacional ante las sorpresas argentinas, una asociación opaca con el Gobierno venezolano y dudas sobre la honestidad de algunos funcionarios. El otro gran conflicto desatado por la impericia de Cristina –un error no forzado, según la jerga tenística– estalló tres meses después, cuando anunció un cambio en el régimen de retenciones impositivas a la exportación de granos, por el cual crecían con fuerza las tasas cada vez que los cereales subían de precio en los mercados internacionales. La reacción de las organizaciones rurales y de miles de productores agropecuarios de todo el país fue explosiva: huelgas de liquidación de cereales, movilizaciones masivas en decenas de ciudades, cortes de rutas y piquetes en todo el país. El Gobierno contraatacó con discursos incendiarios contra el “clima destituyente” y aseguró que el conflicto había sido instigado por los “oligarcas que saquearon al país”. Convencida de que controlaría la votación en las dos cámaras, y para acabar con la controversia, Cristina envió al Congreso el proyecto, pero las fortísimas presiones que los legisladores de las provincias agropecuarias sintieron por parte de sus electores hicieron que la votación terminara empatada en el Senado, trasladando a su titular, el vicepresidente de la nación, la responsabilidad de dirimir la cuestión. Pues bien, tras explicar que su deseo era lograr una salida consensuada y que tal proyecto no la ofrecía, un pálido Julio Cobos anunció su voto “no positivo”. Las retenciones móviles quedaban sepultadas, y el Gobierno comenzaba a vacilar sobre el filo de un abismo jamás pensado pocos meses atrás. El pulso contra los productores agropecuarios dejó huella. La ruptura de la presidenta con gran parte de sus votantes es evidente, pero el resultado más preocupante de la disputa fue el inmediato enfriamiento de la economía, justo antes de que se iniciara la crisis internacional. La señora de Kirchner intentó convencer a propios y extraños de que Argentina estaba lista para enfrentarse al tsunami financiero, que no sólo negó primero y minimizó después, sino del que también se aprovechó para devolver gentilezas a los gurús económicos que tanto habían criticado la imprevisión y la heterodoxia argentinas. En su discurso ante la Asamblea General de la ONU, propuso bautizar como “efecto jazz” las consecuencias de la crisis actual, ya que se había hablado de “efecto tango” durante la crisis argentina. La ocurrencia no sirvió para sumar amigos.

Aunque las arcas nacionales estaban sólidas, la falta de acceso al crédito, las dudas sobre la consistencia de la economía, la fuerte dependencia de los mercados externos, la desconfianza de los productores rurales –que aún hoy mantienen miles de toneladas de granos sin vender y otros miles de hectáreas sin sembrar– y las crecientes señales de descontento por el encogimiento de los salarios ante la inflación empujaron al Gobierno a tomar otras dos medidas, definidas más bien por la urgente necesidad de dinero fresco: la nacionalización de las administradoras de fondos de pensiones y la de Aerolíneas Argentinas. Ambas actuaciones causaron olas en el mar de dudas que el Ejecutivo argentino inspiraba en los mercados y gobiernos europeos. La suma de las dificultades llovidas a causa de factores externos y de errores propios agigantaron los rasgos menos populares del Gobierno, y empujaron a la presidenta a recostarse sobre el núcleo más concentrado del peronismo: el de los sempiternos líderes sindicales e intendentes de los municipios del gran Buenos Aires, duchos en prácticas clientelares aceitadas durante déca das. La promesa de una mayor calidad institucional naufragó así con la velocidad del Titanic. No existe diálogo con la oposición, el tenue papel del Congreso no da estabilidad al sistema, y el enfrentamiento con la Iglesia y la prensa completan un panorama político dominado por la crispación.

FUTURO INDEFINIDO –General, ¿cuáles son hoy las identidades políticas en Argentina?”. –Creo que debe de haber un 30% de radicales (socialdemócratas), otro 30% de conservadores, un 25% de socialistas y un 15% de liberales. –¿Y los peronistas? –Ah no, peronistas son todos. La risa socarrona de Juan Perón redondeó el sentido de su respuesta al periodista que lo indagaba sobre su percepción del mapa político argentino. Casi cuarenta años más tarde, la frase de Perón aún sirve para dibujar un estilo político más caracterizado por el pragmatismo y la ubicuidad que por la firmeza de sus postulados ideológicos. Autodefinido como un movimiento –término viscoso y resbaladizo, que permite la sorprendente convivencia bajo el mismo paraguas de conservadores como Carlos Menem, desarrollistas como Eduardo Duhalde o populista como Néstor Kirchner–, el peronismo contagió muchas de sus prácticas al resto de los partidos. Ninguno de estos frentes, sin embargo, es percibido aún por la opinión pública como una alternativa de poder al peronismo, cuyos caudillos provinciales ya están lanzados al diseño del poskirchnerismo. ¿Qué forma cobrará esa metamorfosis? ¿Alguna otra fuerza política logrará fraguar al punto de atraer a una sociedad escéptica? ¿Qué pasará con las legislativas previstas para el 28 de junio? Difícil anticiparlo. Sí puede preverse que a la presidenta le aguardan dos esforzados años de Gobierno, asediada por las demandas de una pronta respuesta para los problemas de inseguridad ciudadana, la inflación y la conservación de los empleos. Las masivas muestras populares de afecto por el viejo caudillo radical, Raúl Alfonsín, sirvieron para recuperar los valores del diálogo y el respeto por propuestas y voces disidentes. Sólo el tiempo nos dirá si aquel brote emotivo enraizó en alguna demanda más concreta. Sólo el tiempo despejará las dudas sobre su capacidad para sacar definitivamente del terreno del humor aquella afirmación según la cual “los argentinos encuentran un problema para cada solución”.