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Protesta por el acuerdo alcanzado entre el FMI y el Gobierno argentino, Bueno Aires, 2018. Agustín Marcarian/AFP/Getty Images

El Presidente argentino podría tener que enfrentarse a la temida estanflación, el incremento de la tensión social y el rearme de la oposición peronista de cara a las elecciones del año que viene.

Hijo de uno de los hombres de negocios más poderosos de Argentina, Mauricio Macri siempre tuvo buena estrella en la vida. Cansado de ser sólo el hijo de Franco Macri en el mundo empresarial, se pasó a la política a principios de la década pasada y fue escalando posiciones hasta llegar a la Casa Rosada en diciembre 2015. Allí se rodeó de un puñado de ex directivos de grandes compañías y prometió un tiempo nuevo en el que los grandes males de la economía argentina -la inflación y la pobreza- quedarían enterrados para siempre. Pero transcurridos casi tres años desde su llegada al poder, la Argentina de Macri naufraga en un mar de incertidumbres. El país se encamina hacia la temida estanflación (recesión más inflación) y el mandatario renegocia in extremis un nuevo acuerdo con el FMI que implicará más ajustes y, probablemente, una mayor tensión social. Ante un panorama tan desolador, cualquier dirigente estaría en la cuerda floja. Macri, sin embargo, respira aliviado gracias a la anemia política de la oposición peronista, enfrascada en su propia crisis de identidad.

Ante la avalancha de estadísticas negativas, al Gobierno conservador de Cambiemos no le ha quedado más remedio que admitir que Argentina está en crisis. No se trata de una “tormenta pasajera”, como definió Macri la primera devaluación del peso a finales de abril. La crisis ha llegado para quedarse al menos hasta el segundo semestre de 2019, según los propios cálculos oficiales. Sin rumbo definido, el Gobierno de los CEO ha dilapidado su credibilidad internacional al incumplir el acuerdo firmado en junio con el Fondo Monetario Internacional. Dos meses ha durado la palabra dada. El desplome del peso no tiene fondo. Ha caído un 55% desde principios de año (un 25% sólo en agosto). Y lo más preocupante es que el blindaje de 50.000 millones de dólares ofrecido por la entidad que dirige Christine Lagarde no ha aplacado la desconfianza de los mercados en Argentina. El mayor rescate concedido por el Fondo en toda su historia estaba destinado a ser, según los voluntariosos dirigentes de Cambiemos, un cortafuegos de la crisis por sí solo. No haría falta siquiera utilizar los fondos. El sello dorado del FMI haría dar un paso atrás al vampirismo de Wall Street.

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Protesta en las calles de Buenos Aires en contra del Gobierno argentino, septiembre 2018. Iván Pisarenko/AFP/Getty Images

Pero la economía argentina sigue sangrando. La devaluación disparó los precios en una economía muy dependiente del dólar y el primer ajuste fiscal no fue considerado suficientemente profundo. El fantasma del default (suspensión del pago de la deuda) volvió a sobrevolar el cielo argentino. Y Macri tuvo que volver a hablarle a la nación. Le bastaron 100 segundos para comunicarle a la sociedad en un tono dramático que había acordado con el FMI un adelanto de los fondos previstos en el rescate de junio. Pero no era verdad. A esa hora de la mañana del 29 de agosto no había acuerdo alguno. De hecho, el Fondo se tomó nueve horas para emitir un comunicado en el que mostraba su respaldo a Argentina. Pero la renegociación todavía no había comenzado. Al día siguiente, los mercados salieron al campo de batalla con munición gruesa en un jueves negro que dejará secuelas. Ese día el dólar rompió la barrera de los 40 pesos con una apreciación del 21%. Y el Banco Central argentino se vio obligado a intervenir una vez más en el mercado para frenar un desplome mayor de su moneda. Buena parte del primer desembolso del FMI (13.000 de los 15.000 millones de dólares enviados en junio) se esfumó al aplicar esa política intervencionista que a Lagarde le provoca urticaria.

Para retocar el cronograma de pagos (estipulado trimestralmente hasta 2021 en función de determinadas metas económicas), el Fondo necesitaba nuevos compromisos por parte de la Casa Rosada. El nuevo ajuste fiscal anunciado cuatro días después del jueves negro incluía por fin la expresión mágica que llena de regocijo a los tecnócratas de Washington. Macri se comprometía a lograr el “déficit cero” en 2019 gracias a un nuevo impuesto a las exportaciones y a una sensible reducción del gasto en obra pública. Es, no obstante, una promesa de equilibrio fiscal engañosa que atañe sólo a lo que se conoce como déficit primario y que no tiene en cuenta los intereses de la deuda, la partida que más dinero se lleva en una Argentina altamente endeudada. Según el proyecto de Presupuestos Generales presentado en el Congreso esta semana por el ministro de Economía, Nicolás Dujovne, en 2019 está previsto destinar unos 600.000 millones de pesos al pago de intereses de la deuda (unos 15.000 millones de dólares), es decir, un 3,3% del PIB.

 

Otro fantasma: la dolarización

Pero, ¿será suficiente ese ajuste fiscal para que Argentina salga de la crisis y para que Macri revalide la presidencia en las elecciones del año que viene?  Algunas voces se muestran escépticas. La que más ruido ha hecho en los últimos días ha sido la de Larry Kudlow, presidente del Consejo Económico Nacional de Estados Unidos y uno de los principales asesores de Donald Trump. Sin pelos en la lengua, Kudlow declaró a la cadena Fox News que el Tesoro de su país está trabajando “profundamente” en la dolarización de la economía argentina, una tesis que también defendió The Wall Street Journal a través de una de sus principales columnistas, Mary Anastasia O’Grady. Así, en pocos días los argentinos pasaron del temor a que les cayera encima un nuevo default a recordar las graves consecuencias sociales que trajo consigo la denominada “convertibilidad” (un peso igual a un dólar) en los 90.

La primera prueba de fuego que tendrá que afrontar Macri a corto plazo será la respuesta de la calle a unos ajustes que han debilitado el poder adquisitivo de las clases medias y bajas. Con una inflación interanual del 34%, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), y una subida salarial que en promedio no supera el 25%, el consumo se retrae mes a mes y la actividad económica se resiente (se prevé una caída del PIB del 2,4% este año, según el Ministerio de Economía). Precavido, el Gobierno ha anunciado un aumento del gasto social para que no le explote en la cara uno de esos “diciembres calientes” que tanto temen los políticos argentinos. Pero la calle ya está subiendo de temperatura. El centro de Buenos Aires es un piquete casi constante. Un día marchan los menospreciados maestros y al día siguiente se manifiestan los médicos de algún hospital cercenado por los recortes. Y la ciudad vuelve a oler a las ollas populares organizadas por los movimientos piqueteros. Una huelga general convocada por los sindicatos coronará un mes de septiembre repleto de protestas contra la política económica de Macri y el acuerdo con el FMI. Algunos dirigentes sociales, como Juan Grabois, de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), y Daniel Menéndez, de Barrios de Pie, han alertado a la Casa Rosada de que están jugando con fuego. Los líderes piqueteros, que no han roto el diálogo con el Gobierno, no pueden asegurar la paz social en el empobrecido Conurbano bonaerense (el bolsón de pobreza que rodea la capital argentina) si la inflación y el desempleo van en aumento.

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La ex presidenta de Argentina Cristina Fernández de Kirchner saliendo de los juzgados en Buenos Aires, septiembre 2018. Eitan Abramovich/AFP/Getty Images

La crisis ha devaluado también la propia imagen de Macri (con un 60% de percepción negativa, según la mayoría de los sondeos, frente a la popularidad del 65% con que llegó al poder en 2015).  Si hace sólo cinco meses nadie dudaba de que el ex presidente del Boca Juniors lograría la reelección en las elecciones de octubre de 2019, el escenario político ha cambiado sensiblemente. Su permanencia en la Casa Rosada depende ahora de los movimientos que haga la oposición. Y de momento, esa baza juega a favor de Macri pues no hay en Argentina un líder opositor que pueda beneficiarse de ese derrame de la popularidad del Presidente. Su principal rival, la ex mandataria Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015), se encuentra acorralada por la justicia. Esta semana el juez Claudio Bonadio, bestia negra del kirchnerismo, ha procesado a la líder peronista acusándola de haber encabezado durante su mandato una asociación ilícita gigantesca que presuntamente recaudaba sobornos millonarios entre empresarios que accedían a contratos de obra pública. Aunque el magistrado ordenó su prisión preventiva, Kirchner no pisará la cárcel de momento por su condición de senadora, a no ser que la Cámara alta le retire los fueros, algo altamente improbable. Pese a la ofensiva judicial (seis procesamientos por corrupción y otras denuncias), Kirchner retiene todavía un gran apoyo popular, alrededor del 30% de potenciales votantes, según las encuestas.

En el otro lado de la balanza, la crisis económica tampoco incide en el votante más fiel de Cambiemos. La coalición conservadora conserva un tercio del electorado. El tercio restante de la tarta electoral lo pretende el denominado peronismo moderado (no kirchnerista), inmerso en la búsqueda desesperada de un líder nacional. Sin Kirchner en la palestra, cualquier líder peronista ungido por todo el movimiento derrotaría a Macri en 2019 si la economía no se endereza pronto. El dilema del peronismo estriba en que esos dos sectores parecen hoy irreconciliables. El sistema electoral argentino contempla una segunda vuelta si en la primera el ganador no alcanza al menos el 40% de los votos y más de diez puntos de diferencia sobre el segundo candidato. Según una reciente encuesta de la consultora Synopsis, Macri se impondría a Kirchner por cinco puntos en una hipotética segunda vuelta electoral. Pero el mandatario conservador caería derrotado ante cualquier otro líder peronista. Entre los que alzan la cabeza estos días figuran Sergio Massa, del Frente Renovador, y los gobernadores Juan Manuel Urtubey (Salta) y Juan Schiaretti (Córdoba).

Macri confía en su buena estrella para salir airoso de la crisis y llegar a octubre de 2019 sin sobresaltos. Pero su futuro político está más comprometido que nunca. Su errática política económica ha dado alas a un peronismo que siempre ha sido pragmático a la hora de buscar el poder. Y actualiza aquella paternalista visión de una Argentina en la que sólo los hijos de Perón están capacitados para conducir la patria.