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Una niña indígena observa un ritual mapuche durante la manifestación que se produjo el primer día de la convención constitucional en Santiago de Chile. (Felipe Figueroa/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

¿Podría servir la nueva constitución de Chile como guía para el mundo que resuelva los conflictos basados en la identidad?

El artículo original ha sido publicado en inglés en The Global Americans

Durante décadas, Chile ha sido un laboratorio que ha servido para ensayar tendencias internacionales. En los primeros años de la década de los 60 del siglo pasado, fue el modelo escogido por el presidente estadounidense John K. Kennedy para su Alianza para el progreso, un programa de ayuda a Latinoamérica dotado con miles de millones de dólares. Unos años después, el país intentó probar al mundo que era posible llevar a cabo una revolución socialista sin dejar de respetar las normas democráticas. Cuando el golpe militar de 1973 puso bruscamente fin a la vía chilena al socialismo que había tratado de implantar Salvador Allende, Chile se convirtió en un experimento neoliberal que se derrumbó de forma espectacular tras la crisis de la deuda de principios de los 80. Hacia el final de esos años, trató de demostrar al mundo cómo se podía llevar a cabo una transición democrática, pactada y pacífica. La transición fue un éxito y creó un modelo que disminuyó drásticamente la pobreza, amplió el gasto social, extendió la educación e incluso —en contra de la creencia popular— redujo ligeramente las desigualdades.

A pesar de la experiencia, una buena parte de la sociedad chilena se sentía olvidada o, aun reconociendo los avances logrados desde el regreso de la democracia, afirmaba que había llegado el momento de dar un paso más y recalibrar el equilibrio entre el mercado y el Estado. El objeto de las masivas —y a veces violentas— protestas de finales de 2019 era la regulación, más que la revolución. Sin embargo, fue la revolución lo que acabaron produciendo: no el derrocamiento del gobierno, pero sí el inicio de un proceso que, con el tiempo, abolirá el orden constitucional actual. El 4 de julio se inauguró en Santiago una Convención para empezar a redactar la nueva constitución. Una vez más, Chile ha emprendido un experimento sin precedentes en el mundo.

Varios países han celebrado convenciones constitucionales de este tipo en distintos momentos de su historia. Esas experiencias nos han servido para saber el valor que dan las sociedades a la representatividad. En Estados Unidos, en el siglo XVIII, lo más importante era la representación regional, mientras que en numerosas experiencias del siglo XX lo fundamental fue que estuvieran representados los partidos, las clases y las empresas. Ahora, en el siglo XXI, lo prioritario es la política de la identidad. Aunque los delegados chilenos se eligieron en función de las circunscripciones regionales, se reservaron 17 escaños para los 10 grupos indígenas oficialmente reconocidos en el país y la fórmula electoral se diseñó de manera que garantizara la paridad de género. La nueva constitución chilena será la primera del mundo concebida con esos criterios. Algunos dicen que esta convención refleja la composición de Chile mejor que cualquier categoría política anterior.

Si una de las críticas que se hace a la política es que demasiadas veces es producto de las reuniones a puerta cerrada de unos cuantos hombres, la representatividad de la Convención Constitucional de Chile debería garantizar la legitimidad del documento que salga de ella.

Suponiendo, claro está, que la convención sea capaz de elaborar la esperada norma. Uno de los problemas que afronta la Convención Constitucional es que la diversidad de sus 155 miembros se plasma en 155 programas muy diferentes. El hecho de que la mayor “agrupación” política esté formada por delegados independientes, no afiliados a ningún partido, da fe de la fragmentación y las divisiones presentes en la convención. Es razonable preguntarse cuál es el objetivo común, en qué principios, valores e instituciones coinciden los deseos de todos los participantes.

Cuando los representantes de las 13 colonias británicas en América se reunieron en el Primer Congreso Continental de 1774, reinaban la incertidumbre y la desconfianza. Para un representante de Nueva Inglaterra como John Adams, alguien de Virginia como George Washington era básicamente un extranjero. Pero se habían reunido con un propósito común: decidir qué hacer frente a las duras medidas tomadas por los británicos tras el motín del té en Boston. En ese momento ni siquiera estaban pensando en la independencia; eso llegó más tarde.

Los delegados chilenos comparten un objetivo evidente —redactar una constitución—, pero no está nada claro que tengan las mismas opiniones sobre nada más. Quizá eso es consecuencia de cómo se han seleccionado y de la importancia que tanto ellos como los votantes han dado a la identidad.

En cierto sentido, ese es un avance importante. Para un país como Chile, en el que los grupos indígenas llevan siglos oprimidos y marginados, la presencia de Elisa Loncón, la catedrática mapuche elegida recientemente presidenta de la Convención Constitucional, es un símbolo importante de visibilidad y representación.

Sin embargo, desde otro punto de vista, la identidad puede ser un problema. Como ha señalado el politólogo Francis Fukuyama, el problema fundamental al que se enfrenta cada vez más la democracia liberal es cómo mantener un intercambio racional de opiniones cuando la ciudadanía da más importancia a la experiencia vivida que a las ideas, es decir, cuando nuestras posiciones políticas no surgen de lo que pensamos, sino de lo que somos. Evidentemente, no se puede discutir una postura que se basa en la identidad. A Fukuyama le preocupa el efecto negativo que eso pueda tener en “el tipo de debate racional necesario para sostener una democracia” o, podríamos añadir, a la hora de asentar la piedra angular de la democracia: la Constitución.

Ese es el interés del experimento chileno. La constitución que se elabore será la primera del mundo en salir de un debate entre identidades contrapuestas. Fukuyama quizá no sea muy optimista al respecto. Por otro lado, si se redacta y se aplica como es debido, una constitución así podría servir de guía para el mundo entero sobre cómo resolver estos nuevos conflictos basados en la identidad, que no parece que vayan a desaparecer pronto.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia