Las desastrosas consecuencias de la militarización de la ayuda en Afganistán una década después.

(AFP/Getty Images)

Veinte horas de enfrentamiento en pleno centro de Kabul, en las inmediaciones de la embajada estadounidense y del cuartel general de la OTAN el 13 de septiembre de 2011, demostraron de manera contundente la fuerza de los insurgentes en Afganistán. El momento no podría ser peor. Las tropas de EE UU ya iniciaron su retirada, mientras que España dejará el suelo afgano en 2012. Tanto los gobiernos europeos como también el estadounidense quieren zafarse de una vez por todas de esta guerra que cada día es más difícil de justificar ante el electorado en casa. E incluso ahora, a pesar de los últimos acontecimientos, la OTAN prevé la transferencia total de responsabilidades en materia de seguridad al Gobierno de Kabul en 2014. Pero las fuerzas de seguridad afganas se han mostrado incapaces de relevar a las tropas extranjeras,  incluso en las regiones con poca presencia insurgente y a pesar de recibir más de la mitad de los fondos de ayuda internacional dedicada al país.

El fracaso está confirmado. Una década de inversión en seguridad, de apoyo al desarrollo y de ayuda humanitaria y más de cuarenta billones de euros gastados entre 2002 y 2010, sin contar el dinero invertido en la guerra, no han sido suficientes para hacer de Afganistán un país políticamente estable y económicamente viable. Las instituciones del Estado permanecen frágiles, incapaces de asegurar una buena gobernanza. En 2010, Kabul y los países donantes acordaron que, hasta el 2012, al menos la mitad de la ayuda para la reconstrucción y el desarrollo pasaría por las instituciones afganas. Pero la pérdida de credibilidad, la corrupción y el nepotismo que gangrenan al régimen del presidente Hamid Karzai han hecho añicos este acuerdo. El 80% de la ayuda no va a manos del Estado afgano y por ende no pasa por las instituciones del país, que necesitan ser reforzadas en su legitimidad.

Encima, si la agenda de ayuda se adapta al repliegue de las fuerzas de la OTAN, los fondos dedicados a Afganistán disminuirán significativamente después del 2014. Al mismo tiempo, el Estado afgano permanecerá fuertemente dependiente de la ayuda internacional. El sistema político y administrativo es extremadamente centralizado, lo cual fue favorecido por la comunidad internacional desde 2001. Pero ahora, este mismo sistema muestra que no puede desarrollar la capacidad del Estado para generar sus propios ingresos y para responder a las expectativas de sus ciudadanos. La concentración de poder en Kabul impide que las instituciones locales consoliden su papel ante su población.

Desde la caída del régimen talibán, los objetivos militares de los países aliados y donantes han determinado profundamente la manera de invertir la ayuda internacional. En 2002 se crearon los llamados Equipos de Reconstrucción de Provincias (Provincial Reconstruction Teams, los PRT), que alían el esfuerzo de guerra con el de reconstrucción. Esto fue el presagio de una fuerte militarización de la ayuda. Le siguió la doctrina de contrainsurgencia, iniciada por los Estados Unidos y adoptada por la OTAN, que estipula que la ayuda debe sostener y consolidar los avances militares. Pero no pudo garantizar ni la seguridad ni la estabilidad.

Negociaciones de paz hechas a la rápida entre Estados Unidos, sus aliados y los insurgentes, amenazarían también las ganancias adquiridas con tanto esfuerzo

La inversión de fondos en las zonas recién recuperadas de los insurgentes tampoco ha contribuido a desarrollar la confianza de los afganos hacia las instituciones del Estado. Los problemas de seguridad en esas regiones impiden que los donantes aseguren la continuación de los proyectos de estabilización desarrollados allí e implementados por actores civiles o militares. Este escaso control afecta no solamente la eficacia de la ayuda, sino que también favorece a la multiplicación de subcontratación y los riesgos de corrupción. Da oportunidades además, a los insurgentes, para cobrar impuestos de los proyectos,  al chantajear a las fuerzas de seguridad.

Que la comunidad internacional haya favorecido una ayuda relacionada a objetivos estratégicos de corto plazo también ha socavado la capacidad de las organizaciones no gubernamentales de mantener su independencia y su neutralidad, indispensables para sus actividades en las zonas manejadas por los insurgentes. Con esta amalgama entre esfuerzo de guerra y ayuda, y cuando la inseguridad se expande a zonas consideradas hasta ahora relativamente estables, los desplazamientos de población y las necesidades humanitarias aumentan, mientras que el acceso a la ayuda humanitaria se reduce.

A fines de este año está previsto un encuentro de los países donantes en Bonn, Alemania. Es una oportunidad excelente para revisar de manera radical la estrategia del compromiso internacional en Afganistán. Para todos está claro que la OTAN no puede quedarse para siempre en el país. Pero una ruptura precipitada del compromiso por parte de los países donantes podría desestabilizar al Estado afgano hasta el punto de llevarlo al borde de una guerra civil. Negociaciones de paz hechas a la rápida entre Estados Unidos, sus aliados y los insurgentes, amenazarían también las ganancias adquiridas con tanto esfuerzo, sobre todo en las áreas de la educación, de la salud y de los derechos de las mujeres. Lo que se necesita ahora es un plan a largo plazo, uno que abarque la reconstrucción, las necesidades humanitarias y el desarrollo, uno que vaya más allá de las disposiciones actuales de la comunidad internacional y del régimen de Karzai.

La ayuda podrá contribuir a la estabilidad del país, pero sólo si el desarrollo del Estado de Derecho es la prioridad número uno. De esto debe darse cuenta la comunidad internacional. No hay duda de que hacer llegar una parte importante de la ayuda al presupuesto del Gobierno afgano es una primera etapa de esta colaboración. Pero ésta debe ser acompañada por un esfuerzo concertado para incrementar la capacidad de las instituciones y el control de los fondos dedicados al desarrollo. La Unión Europea, fortalecida por el Tratado de Lisboa, goza de la legitimidad necesaria para articular un mensaje político sin ambigüedad. Debe evitar una transferencia de responsabilidades precipitada en esta carrera por la salida de Afganistán.

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