La única excepción democrática en la primavera árabe se ha convertido en el mayor exportador de combatientes extranjeros merced a las desigualdades heredadas del régimen. Hacer frente a la amenaza a largo plazo significa corregir la brecha entre norte y el sur del país.

Tunez_yihadismo
Walid Amri, hermano de Anis Amri, el autor del atentado en Berlín, con un retrato de su hermano en la puerta de la casa familiar en el pueblo de Oueslatia. Fethi Belaid/AFP/Getty Images

Los avances realizados en el último año contra Daesh y la retirada de sus combatientes de los principales bastiones en Siria, Irak y Libia ha revelado una cuestión: ¿qué hacer con los 5.700 combatientes que han regresado a sus países tras haber luchado en Oriente Medio? En Túnez, el debate ha alcanzado niveles de shock. El país mediterráneo, cuna de la primavera árabe, figuraba a finales de 2015 como el mayor exportador de yihadistas a nivel mundial, en términos absolutos y relativos.

A finales de 2017, el último informe de Soufan Group rebajaba la cifra a los 2.926, de acuerdo a los cálculos de las autoridades tunecinas (el número real podría alcanzar los 7.000, según el informe). Túnez, con 11 millones de habitantes, abandonaba así el infame podio dejando paso a Rusia, Arabia Saudí y Jordania. Entre los 800 retornados se encontraban los responsables de los ataques de Sousa y el Bardo, en 2015, entrenados en Libia. Tunecinos eran también los autores de atentados en suelo europeo, en Berlín y Niza, en 2016.

A esa diáspora yihadista se suman, según el informe, otros 12.500 detenidos en las mismas fronteras de Túnez. Es un asunto controvertido. Aspirantes a combatientes, migrantes laborales y contrabandistas utilizan las mismas rutas de entrada y salida al país, sobre todo en ciudades como Ben Guerdane, junto a Libia, pero también en la frontera occidental con Argelia, en las provincias de Kef o Kasserine. En ocasiones, según denuncian activistas tunecinos, trabajadores que se encontraban en Libia de forma irregular han sido detenidos y acusados de pertenecer a organizaciones terroristas en el país vecino, solo por ser tunecinos. Tal es la lacra.

El fenómeno se nutre desproporcionadamente en las provincias del sur y el oeste del país. Un informe publicado por el Centro de Investigación y Estudio de Terrorismo, dependiente del Foro Tunecino de Derechos Económicos y Sociales, revela que el 30,5% de los presos con cargos de terrorismo proviene de cuatro provincias, la mitad (14,32%) de Sidi Bouzid, donde se prendió fuego Mohamed Bouazizi en 2010 dando origen a las revueltas que tumbaron el régimen de Zine el Abidine Ben Alí. La cifra solo es superada por el 32% residente en el área del Gran Túnez (que abarca la capital y los distritos circundantes de Ben Arous, Manouba y Ariana), donde se asientan muchos estudiantes universitarios o adonde se desplazan los jóvenes en busca de empleo.

Sidi Bouzid (en el sur del país), Jendouba y Kasserine (al oeste, en la frontera con Argelia) y Medenine (al sureste, en la frontera con Libia) comparten características que dibujan el mapa de la desigualdad en Túnez, donde riqueza y empleo se concentran en la franja costera que acumula la inversión pública y privada, con un 90% de las empresas privadas, un 95% de la producción y una tasa de inversión privada por habitante que llega a duplicar en la costa central las cifras de la mitad oriental, según datos recogidos por Faycel Zidy en su estudio sobre las políticas económicas y disparidades regionales en Túnez.

Tunez_protesta
Menores tunecinos protestan en el pueblo de Ben Guerdane por la decisión del Gobierno libio de cerrar la frontera. Fathi Nasri/AFP/Getty Images

Ni un solo indicador se salva: el desempleo se sitúa en las provincias del sur y el oeste entre cinco y diez puntos por encima de la media nacional (en torno al 15% en 2015); lo mismo ocurre con las cifras de analfabetismo (19% de media en 2010) o la tasa de vulnerabilidad (10,9% de media). En 2005, Kasserine y Sidi Bouzid superaban el 27% de población en situación de pobreza extrema frente al 11,5% de la media nacional.

La falta de inversión en las regiones del sur y las fronteras con Libia y Argelia ha sido crónica, como lo ha sido la marcha de combatientes a conflictos internacionales desde los 80. Entonces, y según un trabajo sobre combatientes extranjeros del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, Ben Alí instó tácitamente a los salafistas a abandonar el país, mientras en territorio nacional lanzó una auténtica caza de brujas contra la oposición política de tendencia islamista.

Tal persecución acabó por crear un vacío religioso que ha dejado especialmente vulnerable a toda una generación de jóvenes menores 30 años y que se apresuró a llenar el proselitismo salafista a partir de 2011, tras la revolución y con una recién estrenada libertad religiosa y de expresión. En Medenine, cruce de caminos y centro neurálgico del tráfico con la frontera libia, familiares y conocidos de jóvenes que murieron en Siria o Libia entre 2012 y 2014 culpan a esa “ignorancia” de la pérdida de sus allegados, capaces de creer que cualquier cosa que predicara una persona de apariencia piadosa.

Aquella represión tuvo su efecto bumerán en el revival salafista cuyo máximo exponente fue Ansar Sharia, organización radical fundada en 2011 y que abogaba por la islamización de la educación o el comercio. En solo un año pasó de los 1.000 asistentes a su primer congreso, a los 10.000 afiliados del segundo, hasta que fue vetada como grupo terrorista en 2013 tras los asesinatos de dos líderes de izquierda.

Las poblaciones del sur, donde ganó Ennahda las primeras elecciones tras la huida de Ben Alí, se declaran conservadoras, pero también miserables, aisladas y olvidadas por el Gobierno central. Esa percepción convertida en autonarrativa contribuye tanto como los indicadores socio-económicos a la problemática del exilio, no solo yihadista, también laboral. En 2017, Túnez se colaba entre las 10 primeras nacionalidades según el número de migrantes que alcanzaron Europa en barco. Casi 6.000 tunecinos llegaron a Italia, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones, frente a los 1.064 de 2016.

El aumento de la emigración irregular de tunecinos a Europa ha despertado temores de que posibles yihadistas se infiltren en las barcazas fletadas desde el mismo Túnez o la vecina Libia para evadir la persecución en su país. La alerta se hacía viral a principios de 2018, después de que el diario británico The Guardian publicase una lista elaborada por la Interpol de 50 tunecinos sospechosos que podrían haber llegado a Italia.

La amenaza ha puesto sobre alerta a la Unión Europea, que colabora con dinero y entrenamiento en la vigilancia fronteriza. El acento colocado en la seguridad carece, en Túnez, de réplica rehabilitadora, esencial en un país donde el sistema penitenciario es visto como un posible desencadenante de la radicalización.

Según el propio ministro de Justicia, la población carcelaria en 2017 (23.553 personas) excedía en un 217% la capacidad de sus centros de detención, donde entre un 50% y un 60% de los detenidos están a la espera de juicio. Al menos 2.000 presos que conviven con criminales comunes responden a acusaciones de terrorismo, según el Observatorio Euro-Mediterráneo de Derechos Humanos.

tunez_grafiti
Tunecinos caminan al lado de un grafiti en árabe que dice "¿A qué estamos esperando?" en relación a la subida de los precios, enero de 2018. Fethi Belaid/AFP/Getty Images

La aplicación sin contemplaciones de la ley antiterrorista y otros recursos (como la Ley de Pasaportes utilizada durante la dictadura y que permite, por ejemplo, parar arbitrariamente a jóvenes en el aeropuerto para impedir que viajen sin permiso paterno) en este contexto puede convertir las prisiones en una bomba de relojería.

Las medidas restrictivas y la mayor vigilancia sobre la frontera ahondan, además, en la brecha socioeconómica de las poblaciones fronterizas, donde el mayor beneficio se obtiene del comercio y tráfico con los países vecinos.

En Ben Guerdane, donde su gran mercado de productos manufacturados, especialmente textiles, da fe de que el comercio es el motor económico de la ciudad, los comerciantes se quejan de las dificultades que afrontan para traer mercancía desde Libia, legal. Los procesos para cruzar la frontera se han alargado y dificultado, la policía es más exigente en los registros, los pasos cierran de forma imprevista, lo que afecta a la rama transparente del negocio. El contrabando, tradicionalmente consentido y operado con la connivencia de las patrullas fronterizas, ahora se identifica con el tráfico de armas o combatientes y debe hacer frente a la mayor vigilancia del perímetro, muro de arena incluido. Para los jóvenes de la región, el comercio es cada vez menos una alternativa laboral.

Pero hablar de rehabilitación genera una profunda controversia. Sectores de la sociedad tunecina han llegado a pedir que se retire la nacionalidad de aquellos que salieron de Túnez para luchar en Siria, Irak o Libia, algo contrario a la Constitución. Agrupaciones como la Asociación de Tunecinos Atrapados en el Extranjero (RATTA, en siglas en inglés) y activistas como Mostafa Abdelkebir, de la Asociación Tunecina de Derechos Humanos, instan a las autoridades a poner en marcha programas de reinserción y a colaborar con las autoridades extranjeras para permitir la repatriación de quienes han sido detenidos en Turquía o Libia.

Ni la vía de la represión ni la de la integración ofrecen soluciones a largo plazo para hacer virar una tendencia (la del exilio yihadista en países extranjeros) que hunde sus raíces en la desigualdad sobre la que se sustenta Túnez. Con la transición democrática como telón de fondo, el único éxito de la primavera árabe debe centrar sus esfuerzos en construir un sistema capaz de redistribuir en términos políticos, sociales y económicos la caída de la dictadura.