Los Estados fallidos son principalmente una amenaza para sus propios habitantes, pero deberíamos ayudarles de todos modos.

 

 

 









GIANLUIGI GUERCIA/AFP/Getty Images

 

 

Los últimos 20 años —bautizados con el anodino calificativo de la era post Guerra Fría— podrían igualmente ser conocidos como la era de los Estados fallidos. Tras décadas de enfrentamiento con el poder soviético, sucesivas administraciones estadounidenses  se vieron de repente enredadas en la plaga de problemas de los países más disfuncionales del planeta. Aunque persiste la competencia ente las grandes potencias, son a menudo los casos desesperados del mundo —de Somalia a Afganistán, de Haití a Liberia, de Pakistán a Yemen— quienes dominan la agenda de política exterior de EE UU. Esta tendencia comenzó a principios de los 90, cuando una sobrecogedora oleada de colapsos de Estados y violencia interna —incluyendo, aunque desde luego no únicamente, los episodios de genocidio en la antigua Yugoslavia y Ruanda— pareció anunciar un nuevo desorden mundial, en palabras del diplomático británico David Hannay.

Para los analistas que se preguntan dónde se producirán los próximos casos, el Índice de Estados fallidos (IEF) que Foreign Policy y Fund for Peace elaboran cada año, se ha convertido en lectura obligatoria. Tras su lanzamiento en 2005, el Índice ha dado origen a muchos imitadores (incluyendo uno que yo creé en 2008 con Susan E. Rice, ahora embajada de Estados Unidos ante Naciones Unidas) pero sigue siendo la marca de referencia. Cada año, funcionarios del Gobierno y analistas políticos escudriñan sus rankings buscando pruebas de un drástico deterioro en la posición relativa de los países del mundo más aquejados de problemas. Esta atención refleja la extendida convicción de que el colapso de los Estados plantea graves riesgos a la seguridad internacional, una visión adoptada por la secretaria de Estado de EE UU, Hillary Clinton, que ha advertido del “caos que emana de los Estados fallidos”, y por su homólogo en el Pentágono, Robert Gates, que los ha llamado “el mayor desafío de seguridad de nuestro tiempo”. Puede haber llegado el momento, sin embargo, de reexaminar nuestras suposiciones sobre el preciso grado en que estos problemáticos países realmente son importantes para el resto del mundo.

La verdad brutal es que la amplia mayoría de Estados débiles, fallidos y en proceso de fracasar presentan riesgos fundamentalmente a sus propios habitantes. Cuando los gobiernos no pueden cumplir con las funciones básicas, son sus ciudadanos quienes pagan el precio más alto. Los países en los puestos más elevados de la clasificación del IEF se enfrentan a un riesgo mucho mayor de conflictos internos, violencia civil y catástrofes humanitarias (tanto provocadas por la naturaleza como por el hombre). Ellos son el escenario de los peores abusos a los derechos humanos, la incontenible fuente de los refugiados del mundo y los lugares a los que la mayoría de las fuerzas de mantenimiento ...