¿Realmente puede este diminuto y rico emirato resolver los conflictos políticos más peliagudos de Oriente Medio?

 

El sultán Al Qassemi, comentarista y prolífico tuitero de los Emiratos, dice, en broma, que trata de colgar un artículo cada día sobre el ascenso de Qatar, el pequeño emirato del Golfo, en pleno corazón de la primavera árabe. Tiene una fórmula, explica. Casi todos los artículos contienen los mismos argumentos: Qatar es rico, pequeño, será anfitrión de la Copa del Mundo de fútbol en 2022, financia la cadena panárabe de televisión por satélite Al Yazira y jalea a los manifestantes de todo el mundo árabe; pero es poco democrático dentro de sus fronteras.

Con frecuencia, los titulares llegan a la hipérbole descarada. The Economist dijo que Qatar era “un pigmeo con la fuerza de un gigante”, y The New York Review of Books elogió su “extraño poder”. Varios medios han calificado al ambicioso emir del país, el jeque Hamad bin Khalifa Al Thani, de 60 años, como el “Henry Kissinger árabe”. El año pasado, en un momento fuera de micrófono con donantes políticos, el presidente estadounidense, Barack Obama, afirmó que el jeque era “un tipo muy influyente”.

 

Robert Cianflone/Getty Images

 

No hay duda de que la familia real qatarí ha transformado la  extraordinaria riqueza de su país en una capacidad de influencia desmesurada e inverosímil, y que sus miembros van de una zona de conflicto a otra e invitan a disidentes y diplomáticos a la capital, Doha, para conversar, negociar y conspirar unos contra otros, normalmente en el Sheraton, el hotel en forma de pirámide construido en los 80 que domina el paseo marítimo y sus palmeras. (Piensen en la escena del bar de La guerra de las Galaxias, llena de paracaidistas franceses que se pasean mientras rebeldes de Darfur con chilabas y ejecutivos de petroleras occidentales toman té en el gigantesco vestíbulo del hotel). Durante los últimos 10 años, protegido por una de las mayores bases aéreas de Estados Unidos en el mundo, Qatar se ha involucrado en los conflictos de Afganistán, Etiopía, Irak, Israel, Líbano, Sudán, Siria y Yemen, y se ha colocado como mediador desinteresado, en el confían –o al que por lo menos toleran– todas las partes.

Facilita las cosas el hecho de que tienen pocas preocupaciones internas. Qatar es el país más rico del mundo; sus alrededor de 250.000 ciudadanos nativos tienen buen nivel de vida, con una renta per cápita de más de 400.000 dólares al año (unos 300.000 euros). Otro millón y medio de inmigrantes de todo el mundo trabajan en sus enormes proyectos de construcción y sus grandes centros comerciales, y un grupo más pequeño de expatriados árabes y occidentales se encarga del papeleo y de que los trenes sean puntuales. Los sondeos de opinión dicen que los qataríes están poco interesados por la reforma política, y no es extraño: aparte de tener que vivir en la horrible Doha –un infierno polvoriento y abrasador durante la mitad del año–, les va bastante bien.

Hasta 2011, el emir parecía conformarse con su papel de mediador, aunque las críticas políticas que hacía Al Yazira (de todos los países menos Qatar y el resto del Golfo, por supuesto), a veces, irritaban a los demás dictadores árabes. Desde luego, su influencia había empezado a aumentar a medida que los líderes de las potencias tradicionales de la región, Egipto y Arabia Saudí, envejecían. Sin embargo, las ambiciones del jeque Hamad se dispararon aún más cuando su popular cadena de televisión por satélite se puso sin reparos del lado de las revueltas en Egipto, Siria, Túnez y Yemen (aunque no en el vecino Bahréin), y el minúsculo Ejército qatarí se unió a los combates contra el tirano libio, Muamar Gadafi. Incluso el poderoso Estados Unidos acudió a Qatar para que le ayudara a sumar el apoyo de la Liga Árabe a su programa de transformaciones, todo un hito, si se tiene en cuenta que, para Washington, durante mucho tiempo, Qatar había sido sobre todo el patrocinador de Al Yazira, con todo su vitriolo antiamericano y sus siniestros vídeos de Al Qaeda.

Muchas cosas que digerir para un diminuto “dedo pulgar” que sobresale de la Península Arábiga, como dijo una vez Gadafi. Al fin y al cabo, el país es poco más que una ciudad-Estado del tamaño de Connecticut (uno de los Estados en EE UU), y está rodeado por unos vecinos fuertemente armados. En su intento de llenar un vacío –e ignorar sus propias vulnerabilidades–, ¿había ido el emir demasiado lejos?

Durante la mayor parte de su corta historia, Qatar fue el último mono en la política mundial, un país pobre y atrasado que a menudo caía presa de los planes de otras potencias más fuertes, desde la lucha de los británicos y los turcos otomanos por el control del Golfo Pérsico en el siglo XIX hasta el ascenso de los wahabíes en la vecina Arabia Saudí durante el siglo XX. Como muchos dirigentes de Estados pequeños, la familia Al Thani posee cierto instinto de supervivencia que le hace, a veces, apaciguar a sus vecinos de más tamaño y, a veces, irritarles y buscar protección externa, como cuando Qatar construyó la gigantesca y multimillonaria base aérea de al Udeid en 1996, en previsión del cierre de las bases estadounidenses en Arabia Saudí y antes de que el emirato tuviera una fuerza aérea propia.

Qatar es el país más rico del mundo; sus alrededor de 250.000 ciudadanos nativos tienen buen nivel de vida, con una renta per cápita de más de 400.000 dólares al año

El descubrimiento de petróleo, en 1940, permitió a la familia Al Thani convertir una colección de tribus y pescadores de perlas en un Estado pequeño y asombrosamente rico. Pero fue en 1995, con el golpe no sangriento que permitió al jeque Hamad derrocar a su padre, cuando Qatar empezó a hacer de su pequeño trozo de desierto una auténtica fuerza en la región y en el mundo. Con él, el país se ha vuelto una potencia expansiva, una especie de Venecia de nuestros días, salvo que su poder no reside en el comercio ni las hazañas marinas, sino en las reservas de gas natural. En este sentido, el éxito de Qatar no ha sido solo cuestión de suerte: se ha atrevido a apostar por el gas natural licuado y ha reinvertido los beneficios en enormes proyectos de infraestructura nacionales y en comprar bienes de prestigio en otros países, como Harrods en Londres y el club de fútbol París Saint-Germain. El Gobierno confía en que, al final, los intereses de los 85.000 millones de dólares del fondo soberano de Qatar sirvan, por si solos, para financiar sus operaciones a perpetuidad.

Todo ese dinero del gas ha convertido Doha en un increíble centro de intrigas políticas, una especie de Turtle Bay en el Golfo Pérsico. Yo viví en Qatar poco más de un año, hasta el pasado diciembre, y la ciudad me proporcionó un asiento de primera fila desde el que observar el desarrollo de la primavera árabe, que a veces parecía orquestada  desde Doha. En octubre asistí en el Souq Waqif, el mercado en plan parque temático que ocupa el paseo marítimo de la ciudad, a una fiesta organizada por Qatar en honor de los expatriados libios. El zoco estaba adornado con pancartas que celebraban el reciente triunfo de los rebeldes sobre Gadafi, al que acababan de ejecutar de forma sumaria para luego exhibirlo de forma grotesca en un frigorífico de carne. El plato fuerte de la fiesta –una especie de foso lleno de libios que bailaban a los sones del himno revolucionario “Levanta la cabeza, eres un libio libre”– fue excesivo para las autoridades, y se sustituyó por una danza tradicional qatarí con espadas.

Doha llevaba meses llena de exiliados libios, subvencionados de forma poco secreta por Qatar, que alojó a los líderes rebeldes en lujosos hoteles y financió su televisión por satélite. Los aviones qataríes de carga transportaban de forma regular suministros humanitarios, armas y tropas de operaciones especiales, todo con un coste de decenas de millones de dólares, al cuartel general rebelde en Bengasi; la fuerza aérea entera de Qatar, casi en su totalidad, ayudó a vigilar la zona de exclusión aérea impuesta por la OTAN. En agosto, cuando los rebeldes libios irrumpieron en el complejo de Bab al Aziziya de Gadafi, izaron una bandera qatarí en señal de agradecimiento. Al preguntar en Al Yazira al primer ministro cuánto se había gastado Qatar en la revolución libia, él se limitó a contestar: “Mucho. Nos ha costado mucho”.

Qatar insistió en que su único interés en Libia era la libertad para el pueblo. Pero entonces se produjo una reacción nacionalista contra lo que consideraban intromisión qatarí en los asuntos libios. Abdel Rahman Shalgham, antiguo embajador de Gadafi ante la ONU, cuya dramática deserción había ayudado a sellar la suerte del dictador, apareció en televisión para denunciar que Qatar era una fuerza extranjera y maligna. “Qatar quizá tiene delirios de grandeza y quiere dirigir la región”, dijo. “Yo no acepto su presencia en absoluto”. Pronto se expulsó del Gobierno provisional libio a los aliados laicos de Qatar, y su principal representante islamista en Libia,  Abdel Hakim Belhaj, fue detenido y humillado en el aeropuerto de Trípoli por milicianos rivales. Un año después, es difícil ver qué obtuvo Qatar de su aventura norteafricana.

Si Libia representó la apoteosis del poder qatarí, Siria representa sus límites. Cuando ha pasado más de un año desde que comenzó la revolución, los sirios siguen desafiando las balas para protestar contra el poder del presidente Bachar al Asad y respondiendo con unos cuantos disparos propios. Hasta ahora, todos los esfuerzos externos para poner fin al conflicto han fracasado, incluidos los repetidos intentos de Qatar para lograr una solución diplomática. Si El Asad sobrevive, Doha habrá conseguido ponerse en contra al país que más apoya al régimen sirio, Irán –que comparte con Qatar el mayor yacimiento de gas del mundo y con el que, en teoría, tiene relaciones de amistad–, prácticamente para nada.

Mientras tanto, incluso los opositores sirios se quejan de que la cobertura que hace Al Yazira del conflicto es poco profesional, sensiblera, tendenciosa y, a menudo, poco fiable. Alí Hashem, un prestigioso reportero de la cadena, presentó en marzo su dimisión en protesta porque se habían suprimido sus informaciones sobre los combatientes armados para sustituirlas por el relato oficial de que se trata de un levantamiento pacífico. Y, dado que un miembro de la familia real qatarí ha pasado a dirigir la televisión, después del despido de su responsable de todos estos años, Wadah Khanfar, muchos ponen en duda la credibilidad y la independencia que va a tener Al Yazira a partir de ahora.

Los opositores sirios se quejan de que la cobertura que hace Al Yazira del conflicto es poco profesional, sensiblera, tendenciosa y, a menudo, poco fiable

Siria no es ningún caso excepcional. A pesar de la atención que atraen en los medios, son pocas las iniciativas diplomáticas de Qatar que han dado fruto. El acuerdo político de 2008 en Líbano, negociado en Qatar, es un triunfo poco frecuente, pero los demás casos están aún sobre el tapete. En mayo de 2011, Qatar se retiró de las negociaciones de paz que estaba supervisando en Yemen, y, ese mismo mes, Bahréin rechazó una oferta suya para mediar en su conflicto interno. Doha se ha ofrecido a albergar las conversaciones de paz entre los talibanes y Estados Unidos para acabar con más de 10 años de guerra en Afganistán, pero los talibanes todavía no han abierto sus oficinas en la ciudad y el Congreso estadounidense echó abajo un acuerdo de intercambio de presos que podría haber creado una base de confianza para futuras negociaciones. El acuerdo de Darfur, negociado en el Sheraton a lo largo de más de un año, ni siquiera incluyó a todas las partes beligerantes. Tampoco los prometedores esfuerzos de Qatar para alejar a Hamás de Irán le han granjeado la simpatía de sus vecinos: una reciente reunión de dirigentes árabes en Riad, dedicada a Irán, excluyó de manera deliberada al jeque Sheikh Hamad, que inspira desconfianza por sus (más o menos) buenas relaciones con Teherán.

Además, el grifo del dinero de Qatar –su gas natural– tampoco está totalmente asegurado. La saturación del suministro mundial ha hundido los precios. Está previsto que Australia supere a Qatar en producción de gas licuado de aquí a 2020, y la revolución del gas de pizarra en Estados Unidos y Europa del Este (para no hablar de lugares apartados como Mozambique y posibles actores nuevos como Libia) amenaza con prolongar el mercado bajista en el futuro.

En cuanto a la Copa del Mundo, tal vez la joya de la corona en el ascenso de Qatar a la primera división mundial, no está nada claro que, dentro de 10 años, Doha vaya a estar disfrutando de la gloria del fútbol. Además de las dudas que despierta la viabilidad de acoger un campeonato con unas temperaturas que alcanzan 49 grados centígrados en verano, con dificultades para comprar alcohol y los arriesgados diseños contra el calor de los estadios qataríes, es posible que la FIFA, el organismo que dirige el fútbol internacional, esté a punto de emprender una investigación sobre las acusaciones de que las autoridades de Qatar llevaron a cabo sobornos para vencer en el proceso de selección. En cualquier caso, para que el Mundial sea un éxito, el país necesita importar millones de toneladas de materiales de construcción; entre otras cosas, arena de Arabia Saudí, lo cual dará a este país vecino, con su retrógrada política exterior y su larga historia de inmiscuirse en la política qatarí, una ventaja que utilizarán durante años.

Así, pues, conviene no entusiasmarse todavía demasiado con Qatar. Si las ciudades-Estado, históricamente, no han querido provocar a sus vecinos, es por algo: tarde o temprano, estos les devuelven el golpe. ¿Y no le basta con ser increíblemente rico?

 

 

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