El gran escéptico alemán repasa con desdén los 20 años de unificación.

 

Cuando un joven se acercó a Günter Grass en la estación central de Hamburgo una fría mañana de invierno de finales de 1989 y acusó al escritor vivo más famoso de Alemania de ser un “traidor a la patria” (Va terlandsverräter), no hizo más que expresar de forma ofensiva lo que era entonces un sentimiento común. El muro de Berlín había caído hacía sólo unas semanas, la reunificación del Este y el Oeste del país se percibía en el horizonte y el público estaba entusiasmado porque las corrientes de la historia por fin parecían virar a su favor. Grass, sin embargo, no sólo se abstuvo de participar en el júbilo nacional, sino que hizo todo lo posible por aguar la fiesta, sosteniendo en discursos y artículos que Alemania Oriental debía conservar su independencia durante un tiempo antes de correr a los brazos de los occidentales. Para muchos alemanes, aquella apelación a la cautela fue un acto de traición.

Veinte años después, los diarios de Grass de aquel fatídico año, publicados en Alemania en enero con el título Unterwegs von Deutschland nach Deutschland (Viajes de Alemania a Alemania), provocan una reacción diferente. En el libro, Grass representa el papel de Cassandra, que alza su voz disidente ante una sociedad que la rechaza –o simplemente la ignora– mientras cabalga a velocidad de vértigo la cresta de la ola de los acontecimientos históricos. Hoy ya no le acusan de traición cuando relata sus esfuerzos por ralentizar la marcha hacia la reunificación. En cualquier parte de Alemania en la que se encuentre, sus lecturas públicas reciben ahora la aprobación general.

En realidad, el consenso nacional sobre la reunificación ha alcanzado al escepticismo de Grass cuando éste ya había recorrido más de la mitad del camino, y merece la pena destacar la larga distancia que tuvo que recorrer para cazarlo. Que la reunificación sería un éxito constituía la opinión común dentro y fuera de Alemania. Con una Alemania unida en el horizonte, en marzo de 1990, la portada de Time preguntaba: “¿Debería el mundo preocuparse?”. La [entonces] primera ministra británica, Margaret Thatcher, no dudó en responder en sentido afirmativo. Además de sus públicos intentos de parar la reunificación, se dedicaba en privado a reunir a los más destacados historiadores del mundo anglosajón para debatir si Europa debía prepararse para una manifestación renovada del carácter bélico nacional alemán. La opinión mayoritaria en Occidente era que la nueva Alemania superaría con rapidez cualquier sobresalto económico y que el verdadero desafío radicaría en asegurarse de que el fortalecido país mantuviera su actitud de cooperación en la escena internacional. Y ahí entra Grass, un candidato natural para desinflar aquellas predicciones. Grass ganó el Premio Nobel de Literatura en 1999, pero en Alemania se le identifica más con su carrera paralela como moralista de su sociedad y con su supuesta personificación de la conciencia nacional. En sus 50 años de vida pública, Grass ha abrumado a sus conciudadanos con innumerables jeremiadas, atacando todo, desde el militarismo hasta la lluvia ácida, desde el maltrato a los inmigrantes hasta la explotación de la clase obrera.

La sensibilidad literaria de Grass, su agudeza psicológica y su predisposición a la diatriba moral pueden haberle ayudado a percibir con claridad los muchos autoengaños de su país. Su tempranas críticas al canciller Helmut Kohl resultan ahora especialmente clarividentes. En un ensayo de 1990, A Bargain-Basement Deal Called East Germany” [Alemania: una unificación insensata], Grass afirmó que el Gobierno de Kohl estaba incitando a los occidentales a ver a la parte oriental no como una unidad política necesitada de justicia, sino como una devaluada propiedad que podían comprar barata y, previsiblemente, revender más cara. Incluso cuando Grass estaba escribiendo Viajes, las pruebas contra Kohl aumentaban. La paridad entre las monedas que ofreció entonces le granjeó muchos votos de los orientales, cuya capacidad adquisitiva se multiplicó de golpe, pero también multiplicó las deudas de las industrias orientales, lo que condenó a muchas de ellas a la quiebra de forma inmediata.

Como anota Grass en su diario, muchas personas [de la antigua RDA] lamentaron al poco tiempo haber apoyado con su voto el plan de Kohl, incluso algunos se quejaron de que sus conocimientos sobre las reglas del capitalismo y de la democracia eran demasiado escasos como para no sucumbir al encanto del atajo prometido por el entonces canciller.

Las críticas de Grass alcanzan también al mecanismo autoritario empleado por Kohl para sistematizar la reunificación. El Gobierno de Alemania Occidental decidió que el Este se uniría al Oeste sin modificar la Constitución occidental, renunciando a basar la reunificación en la cooperación entre dos partes iguales. El Este tuvo que adaptarse de la noche a la mañana a las leyes, a los controles y a las pautas del Oeste. El proceso no ofreció ningún espacio para articular la defensa de cualquier aspecto positivo de la vida en la Alemania Oriental, a pesar de que había gran cantidad de argumentos a favor de su sistema educativo y de cuidado de los niños, así como de su apoyo a la igualdad de sexos. Grass muestra una RFA que se siente cómoda mostrando su orgullo nacionalista y sus logros materiales: un retrato espeluznante. Pero Grass arremete sobre todo contra el perezoso triunfalismo de sus conciudadanos. Y no es un juicio meramente estético. Estaba seguro de que el frívolo discurso público que imperaba en 1990 era incapaz de abordar los poderosos problemas a los que el país se enfrentaba. El refrán del momento era: “El tren ha abandonado la estación”. Nadie podía parar la reunificación. En una carta al director publicada en Der Spiegel en 1990, Grass preguntaba con mordacidad si alguien más, aparte de él, se había dado cuenta de la calidad premonitoria de la metáfora. “Un tren que no puede pararse, que no responde a las señales, está condenado a tener un accidente catastrófico”, escribió.

¿Será posible que animales
políticos como los del Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos sobre
inmunidad?

Hoy, Alemania está recomponiéndose de los estragos del accidente que Grass vio venir. Los paisajes del Este no han florecido como Kohl prometió. Al contrario, su economía está estancada, sus perspectivas son dudosas y su estado de ánimo, deprimente. La región está atrapada en una espiral de emigración de personas y de empresas hacia el Oeste. Las menguantes ciudades de Alemania del Este han resultado ser un regalo no sólo para los urbanistas encargados de gestionar su colapso a cámara lenta, sino para los grupos extremistas neonazis y neocomunistas, que han reclutado muchos miembros de entre sus paralizados habitantes. No es que el Gobierno alemán no haya intentado impulsar la economía de su apéndice oriental. Durante los últimos veinte años, los habitantes de Alemania Occidental han transferido el 5% de su PIB anual a sus compatriotas como parte del proyecto de estímulo e infraestructuras denominado Construyendo el Este (Aufbau Ost). Y es verdad que las infraestructuras de la antigua República Democrática son ahora de primera calidad: el recorrido de Hamburgo a Berlín que a Grass le suponía cuatro horas de viaje en coche en 1990 se ha sustituido ahora por un trayecto de 90 minutos en tren interurbano de alta velocidad.

El argumento de Grass de que la reunificación fue motivada por el deseo del Oeste de fulminar el Este como si fuera un desvencijado edificio de apartamentos se ha convertido en una verdad de perogrullo, pero tan mal aceptada como antes. En realidad, el continuado retraso del desarrollo económico del Este tiene menos que ver con la calidad del hormigón que con la tensa solidaridad del país. Los habitantes del Este y del Oeste albergan una profunda desconfianza mutua. Los estereotipos están muy enraizados y son utilizados a la primera ocasión: los ossis son racistas y perezosos y se autocompadecen, mientras los wessis son egocéntricos y arrogantes y están obsesionados con el dinero. Las estadísticas muestran que se celebran pocos matrimonios entre habitantes de distintos lados de la antigua frontera, y que a veces unos y otros parecen esforzarse por no mezclarse.

No debería haber sido así. Los orientales tienen la suerte de que entre los pocos símbolos que testifican el potencial de su región está la actual canciller federal, Angela Merkel, que creció en Templin, una ciudad de la campiña de la antigua RDA. Incluso más allá de la elección de Merkel como canciller, que representó para los alemanes orientales algo así como la elección de Obama para los afroamericanos, los ossis se han ganado el respeto de sus compatriotas por forzar la caída de la dictadura de forma pacífica hace 20 años, proporcionando así a Alemania su único ejemplo de revolución democrática con éxito. A pesar de estas oportunidades para crear un relato de respeto mutuo y reconciliación, Grass no ha atemperado sus críticas; la gira de conferencias por las dos Alemanias que ha realizado este año para la promoción de su libro ha reforzado, si acaso, las apocalípticas predicciones que lanzó hace dos décadas. Tarde o temprano, alguien tendrá que atreverse a impulsar un debate sobre la reunificación que supere la dicotomía blanco/negro entre las fantasmadas de Kohl y la tortura de Grass, que vaya más allá de las recurrentes acusaciones de traición e imperialismo. Si Grass no es la persona adecuada para conducir ese tren, al menos es quien lo trajo a la estación.