Es demasiado tarde para que se salve el régimen sirio.

 

ADEM ALTAN/AFP/Getty Images

 

 

Selmiyyeh, selmiyye”, “en paz, en paz”, fue uno de los eslóganes más contagiosos de la revolución tunecina. Lo gritaron en Egipto, donde, en algunos casos extraordinarios, los manifestantes contrarrestaron la violencia del Estado diciendo sencillamente a los policías que se tranquilizasen y no tuviesen miedo. En ambos países, las manifestaciones y huelgas, en su mayor parte no violentas, lograron separar al alto mando militar de la familia gobernante y sus acólitos, y se evitó la guerra civil. Además, las instituciones gubernamentales demostraron ser más fuertes que los regímenes que se habían apoderado de ellas. Aunque los opositores no tuvieron reparos en defenderse (con piedras, no con armas) cuando les atacaban, con el éxito de su movimiento de masas pacífico pareció que los árabes reivindicaban las estrategias de resistencia no violentas de Gandhi. Pero entonces llegaron otras rebeliones mucho más difíciles en Bahrein, Libia y Siria.

Pese a los más de 1.300 muertos y más de 10.000 detenidos, según los grupos de derechos humanos, todavía se oye selmiyyeh en las calles sirias. Es evidente por qué los organizadores de las protestas quieren que siga siendo así. El régimen, que controla las armas pesadas y tiene a los combatientes mejor entrenados, saldría victorioso de cualquier batalla campal. Además, la violencia alejaría de la oposición a las bases que la rebelión tanto está esforzándose en conquistar: la clase media alta, las minorías religiosas, los partidarios de la estabilidad ante todo. Quitaría la razón moral a los rebeldes y relajaría las presiones internacionales sobre el régimen. Y contribuiría a la propaganda de éste, que, en contra de todas las pruebas, presenta a los manifestantes desarmados como grupos muy organizados de infiltrados y terroristas salafistas.

El régimen exagera las cifras, pero no hay duda de que hay soldados a los que están matando. Las pruebas consistentes se pierden en la niebla, pero existen informaciones fiables y constantes, respaldadas por vídeos de YouTube, sobre militares amotinados contra los que disparan las fuerzas de seguridad. Otros que han desertado cuentan que los mujabarat se colocan detrás de ellos mientras disparan contra los civiles y observan si alguno desobedece. Después de un motín a pequeña escala en la región de Homs, se informó de un ataque con carros de combate y un bombardeo aéreo. Las tensiones dentro del Ejército aumentan.

Y ahora da la impresión de que una pequeña minoría de manifestantes ha decidido empuñar las armas. Los sirios –incluidos los partidarios del régimen y los apolíticos, igual que todos los demás—se ha dedicado a comprar armas de contrabando desde que comenzó la crisis. La semana pasada, por primera vez, los activistas contra el régimen dijeron que las poblaciones de Rastán y Talbiseh hacían frente a los carros de combate con cohetes lanzagranadas. Algunas informaciones contradictorias procedentes de Jisr al Shaghour, la ciudad asediada próxima a la frontera noroeste con Turquía, hablan de un combate armado entre habitantes locales y el Ejército. Y una muchedumbre destrozada por las muertes linchó a un agente de la mujabarat en Hama.

La violencia se alimenta a sí misma y da la impresión de que Siria se desliza hacia la guerra

El paso a la violencia es poco recomendable pero quizá inevitable. Cuando se lanzan ataques militares contra zonas residenciales, cuando se tortura a los niños hasta la muerte, cuando se detiene a jóvenes sin motivo y se les dan palizas, se les electrocuta y se les humilla, algunos sirios deciden defenderse. La violencia se alimenta a sí misma y da la impresión de que Siria se desliza hacia la guerra.

Existen dos posibles perspectivas de guerra civil. La primera comienza con una intervención turca. Desde la independencia de Siria en 1946, las tensiones se han desbordado y han alcanzado a la provincia turca de Hatay, que los sirios denominan Wilayat Iskenderoon y es la región árabe regalada injustamente por los franceses a Kemal Ataturk. En 1998 estuvo a punto de estallar la guerra porque Damasco había dado refugio al líder separatista kurdo Abdullah Ocalan, que hoy se encuentra en una cárcel turca. Pero, desde la ascensión del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en Turquía, con su primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, y la llegada de Bashar el Assad a la presidencia heredada en Siria, las relaciones han mejorado muchísimo. Ankara ha invertido un inmenso capital económico y político en su vecino sirio, ha creado una zona de libre comercio del Levante y se ha distanciado de Israel.

Al principio de las protestas, Erdogan consiguió que Al Assad le prometiera reformas, pero luego ha observado con una consternación cada vez más visible cómo se rompían esas promesas. Ha hecho repetidas advertencias a Siria contra las matanzas y sus consecuencias (el 9 de junio, dijo que la actuación de las fuerzas de seguridad eran “salvajes”). La reacción de Damasco recuerda a la de Israel tras el asalto mortal del año pasado al Mavi Marmara: difamar a su segundo aliado más importante y emprender una irascible ruta de autodestrucción.

La intervención militar turca es poco probable, pero, si los 4.000 refugiados que se calcula que han cruzado la frontera hasta ahora se convierten en una marea, sobre todo si los kurdos empiezan a exiliarse en masa, es posible que Turquía decida crear una zona segura en el norte o el nordeste de Siria. Ese territorio podría convertirse en el Bengasi sirio, un posible refugio para una oposición local y más creíble que los dirigentes en el exilio que se reunieron hace poco en Antalya, Turquía, y un destino para los soldados que quisieran desertar y sus familias. Desde allí, un consejo de oficiales desertores podría organizar ataques contra el régimen, lo cual añadiría la presión militar a la económica y la diplomática.

La segunda posibilidad es una guerra entre facciones, como las de los vecinos Irak y Líbano. Aunque la mayoría de la gente tiene amigos de todas las comunidades, el sectarismo sigue siendo un problema real en Siria. La familia gobernante pertenece a la comunidad alauí, históricamente oprimida. Los otomanos consideraban que los alauíes eran herejes, no “pueblos del libro”, y por tanto les negaban –a diferencia de los cristianos, judíos y la corriente mayoritaria de los musulmanes, los chiíes— todos los derechos legales. Antes del ascenso del partido Baaz y la revolución social que encabezó, las niñas alauíes trabajaban como criadas en las ciudades suníes. Ahora algunos temen que esos tiempos estén volviendo y están dispuestos a luchar para impedirlo. El estancamiento social de la dictadura ha hecho difícil hablar de los prejuicios sectarios en público, y eso, a veces, ha hecho que se acumule el resentimiento. En la mayoría suní hay quienes creen que los Assad representan a toda la secta alauí y, por extensión, odian a toda la comunidad.

Todo esto no quiere decir que el conflicto entre facciones sea inevitable. En la Siria actual, quizá son más importantes las divisiones de clase y regionales. Las familias empresariales suníes han sido absorbidas en la estructura de poder, mientras que los alauíes desfavorecidos han sufrido tanto como los demás grupos. Los manifestantes, conscientes del peligro, gritan sin cesar eslóganes de unidad nacional. Y, tanto en Líbano como Irak, los catalizadores de la guerra civil fueron intervenciones externas, no la agitación interior.

En Siria, puede que el catalizador sea el propio régimen. Simular la guerra entre facciones es una de las tácticas preferidas del Gobierno. En marzo, la milicia shabiha intentó crear una brecha social en Latakia fingiendo que eran un grupo de matones suníes que disparaban contra zonas alauíes y un grupo de matones alauíes que aterrorizaban los barrios suníes. Los sirios dicen que el régimen está armando a aldeas alauíes y confiando en que se repita la situación de los 80, en los que existió un auténtico problema de violencia sectaria representado por los Hermanos Musulmanes, a los que derrotó en la matanza de Hama en 1982.

El peligro del simulacro es que puede convertirse en realidad. Si el régimen no se desintegra a toda velocidad, el Estado desaparecerá poco a poco, y entonces es posible que tomen la iniciativa matones de los que se granjean la lealtad de las comunidades locales a base de garantizar los servicios básicos y vengar a los muertos. Si la violencia prosigue al ritmo actual mucho tiempo más, es fácil que se formen milicias locales y partidistas, y que los suníes reciban dinero del Golfo Pérsico.

Esta posibilidad sería un desastre para los sirios de toda condición. Las repercusiones se harían sentir en Líbano (que probablemente se vería arrastrado a la refriega), Palestina, Irak, Turquía y más allá. Asimismo podría dar nueva vida a los grupos nihilistas wahabíes que han perdido relevancia gracias a los nuevos aires democráticos en la región.

Confiemos en que el grano estalle antes de que se produzca ninguna de estas guerras. Puede que la economía sufra una caída catastrófica y, en ese momento, prácticamente todos los sirios tendrían que escoger entre la revolución y morir de hambre. Sometido a presiones constantes, el régimen puede autodestruirse a base de conflictos internos o rendirse cuando las deserciones en masa hagan imposible la opción militar. Todavía no está claro de qué forma estallará el grano. Lo que parece indudable es que el régimen no va a conseguir que Siria vuelva al redil.

 

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