Turistas visitan las ruinas arqueológicas en Pompeya, Italia. Roberto Salomone/AFP/Getty Images

Lecciones desde la antigua Roma para reflexionar sobre nuestro presente: la importancia del entorno natural en la suerte de las civilizaciones.

The Fate of Rome, Climate, Disease & the End of Empire

Kyle Harper

Princeton University Press, 2017

El libro de Kyle Harper es fascinante porque demuestra que las enfermedades y las condiciones medioambientales no fueron decisivas para la caída final del Imperio romano, pero sí causaron serios problemas desde siglos antes. Las plagas y las fiebres asolaban con periodicidad a la población y producían más muertes que la guerra. Las cosechas echadas a perder por erupciones volcánicas en tierras lejanas y las breves eras glaciales causaban crisis económicas e impedían a los emperadores reunir suficientes tropas —la columna vertebral del poder romano—, sobre todo a lo largo del Danubio y en la frontera con el Imperio persa. Por todo ello, esta es una historia muy moderna. La tendencia a intentar abarcar demasiado es algo que debería hacer pensar a Occidente. El riesgo de pandemias es hoy bien conocido y el cambio climático, con sus catastróficas consecuencias, es un problema evidente para todo el mundo menos para el presidente de Estados Unidos.

El relato que nos presenta el autor es apasionante y muchas veces se lee como un thriller. Nos habla de la necesidad de alimentar a la vasta y emblemática capital, Roma, que, como otras grandes ciudades del Imperio, con sus extraordinarias calzadas y sus rutas navieras, ofrecía un entorno perfecto para la propagación de enfermedades. Harper cuenta cómo la bacteria Yersinia —la peste bubónica—, un organismo particularmente letal, causó estragos desde Oriente Medio hasta el Atlántico, redibujó el mapa del mundo, consolidó la supremacía de los reinos germánicos en Europa y abrió la puerta al triunfo del islam en Oriente Medio. La misma peste volvería a alterar el mapa de Europa 1.000 años después, sobre todo por sus repercusiones económicas.

La transformación del clima en las estepas asiáticas en los años 350 y 370 d.C. trasladó el centro de gravedad de Asia Central de la región de Altái (en la frontera entre las actuales repúblicas de Kazajistán y Mongolia) hacia el oeste y empujó a los hunos a atravesar el río Volga. El norte de África se volvió mucho más seco debido al avance del desierto. Las zonas que hoy son Túnez, el este de Argelia y Egipto eran los graneros de Roma, pero antes, en el siglo III, atravesaron una miniera glacial. Leer este libro al mismo tiempo que vemos en televisión, cada noche, las consecuencias de la sequía prolongada en África, que empuja a millones de personas a emigrar hacia el Magreb y Europa, de la fuerza cada vez mayor de los ciclones y del aumento de las temperaturas, es aleccionador y sirve para recordar que el cambio climático influirá mucho más en el estado futuro del mundo que las interminables crisis políticas que nos meten a cucharadas a diario. En comparación, el Brexit y los debates sobre si Cataluña debe ser independiente quedan como unas cuestiones absurdas e intrascendentes.

Con los años, se han propuesto innumerables teorías para explicar por qué un imperio aparentemente tan invencible como el construido por Roma se vino abajo. Los últimos descubrimientos de la ciencia del clima y de la genética proporcionan unas herramientas más precisas que van a permitir reescribir muchos relatos muy repetidos. Los romanos eran muy resistentes a los cambios, pero, al final, la situación pudo con ellos. El Imperio había sobrevivido a pandemias durante el reinado de Marco Aurelio. Pero la sequía, las plagas y la agitación política, los factores que forman la llamada “crisis del siglo III”, a partir del año 230, dejaron el Imperio muy debilitado. El fin comenzó algo más de un siglo después y una de las hipótesis más interesantes es que la enfermedad asesina fue el ébola. Los godos, los persas, los francos y, unos siglos más tarde, los árabes, invadieron los dos imperios romanos, primero el de Occidente y luego el de Oriente. La bondad del clima cuando Roma había construido la república y la había transformado en un imperio quedó derrotada por la tuberculosis, la lepra y la viruela, así como la enorme densidad de población urbana en más de 1.000 ciudades. El gran orgullo romano, la civitas, se convirtió en su gran debilidad, porque facilitó la propagación de gérmenes.

En las últimas etapas de la Edad Antigua, mientras se devaluaba la moneda y Aureliano construía murallas en torno a Roma, la burocracia creció de menos de 1.000 funcionarios a alrededor de 35.000. Las repercusiones de la caída del Imperio de Occidente en la vida intelectual fueron trascendentales, porque, en la era de Justiniano, “dos visiones de la naturaleza tradicionalmente opuestas se enfrentaron con nueva y señalada intensidad”. Una de ellas veía la naturaleza como un modelo de orden y regularidad. Esta visión benigna se dotó de una metafísica compleja gracias a la filosofía neoplatónica y se convirtió en una ideología práctica entre los altos funcionarios de la burocracia imperial. El Imperio que administraban era un reflejo del cosmos ordenado. En cambio, la visión opuesta de la naturaleza sostenía que el mundo físico era fluido y estaba lleno de diversidad y violencia. Y el más firme partidario de esta opinión era el propio Justiniano. Por primera vez en la historia, una concepción apocalíptica se extendió por una sociedad vasta y compleja que ofrecía las condiciones perfectas para la rápida difusión del cristianismo. A medida que los antiguos paisajes de pueblos y asentamientos se secaban, “el Estado se vio desprovisto de su energía metabólica, y se instaló una dolorosa atrofia”. La plaga de la guerra y el cambio climático “se aliaron para anular un milenio de progreso material y convertir Italia en un precoz páramo medieval, más importante por los huesos de sus santos que por sus logros económicos y políticos”.

En este contexto es en el que hay que situar el ascenso del islam. Kyle Harper explica que la misión religiosa de Mahoma no se vio “sencillamente precipitada por la atmósfera de sentimientos apocalípticos en el mundo del cercano oriente”. Tampoco estaba alejado de la koiné religiosa del final de la antigüedad. Fue una derivación peculiar del fervor apocalíptico que se asentó con la llegada de la pandemia de la peste y la era glacial. Las semillas del miedo escatológico habían volado con el viento más allá de las fronteras de Roma y habían echado raíces en tierra extranjera. Lo que diferenciaba la nueva religión era, más que sus elementos autóctonos de Arabia, su mayor margen de movimiento. “Si las escatologías judía y cristiana estaban restringidas por la tradición cerrada de la revelación, el nuevo profeta de Arabia aseguró que había recibido la revelación definitiva de Dios a través del arcángel Gabriel”.

Este extraordinario libro demuestra que, lejos de constituir la escena final de un mundo antiguo irremediablemente perdido, el encuentro de Roma con la naturaleza es quizá el primer acto de un drama nuevo que aún está desarrollándose a nuestro alrededor. La importancia del entorno natural en la suerte de esta civilización nos acerca más de lo que podíamos imaginar a los romanos, “reunidos para vitorear los espectáculos antiguos, sin ser conscientes del siguiente capítulo”.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia