Ética católica y justicia social en América Latina.

Dios en el nuevo mundo
John Lynch
535 páginas
Crítica, Barcelona, 2012

Algunas de las mayores manifestaciones de religiosidad popular del mundo tienen lugar en América Latina. Las multitudinarias peregrinaciones a los santuarios de la Virgen de Guadalupe en México, de la Virgen de Luján en Argentina, de Nuestra Señora de Copacabana en Bolivia y las procesiones del Señor de los Milagros en el Perú, dan testimonio de una sensibilidad religiosa a flor de piel.

En casi todos los países de la región, un pietismo de impronta medieval –marcado por la devoción católica a los santos y las ceremonias litúrgicas– ha subsistido casi intacto hasta nuestros días pese a sucesivas corrientes secularizadoras alentadas por gobiernos laicistas o a veces abiertamente anticlericales. Desde la independencia, las elites dirigentes criollas, atraídas por la masonería y el positivismo, intentaron equiparar la religión con el atraso y las supersticiones supuestamente promovidas por el antiguo régimen para mantener en la ignorancia a las masas. Pero todo fue inútil.

AFP/ Getty Images

Los liberales nunca lograron granjearse la lealtad de las poblaciones rurales campesinas, cuya vida cotidiana estaba articulada por las cofradías y las hermandades parroquiales e impregnada por los ritos y los dogmas católicos, que para el pueblo se manifestaban tanto en verdades metafísicas como en realidades tangibles: la religión respondía a sus preguntas y necesidades cuando todo lo demás fallaba.

La paradoja es que esas mismas muestras de apasionado fervor popular coexisten con una laxitud moral y una violencia cotidiana igualmente sorprendentes a los ojos de los extraños. Según un reciente estudio del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública de México basado en estadísticas oficiales, 40 de las 50 ciudades más violentas del mundo están hoy en América Latina.

Las urbes que ocupan los nueve primeros lugares se concentran en México, con cinco; Brasil, con dos; Honduras, con una y Venezuela, con una. Muchas veces esa violencia viene acompañada de incidentes de tortura, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas o de imágenes de gente siendo decapitada, colgando de puentes o asesinada en las calles.

En el informe Guatemala: Nunca más, publicado en 1998 por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, que detallaba las condiciones en las murieron las más de 50.000 víctimas de la guerra civil que se libró entre 1954 y 1996 es ilustrativo. El caso 4.761 (Chel, Chajul, Quiché) es solo uno más de los muchos consignados: “El 19 de marzo de 1981 llegó el Ejército a la aldea de Chel, sacó de la iglesia a 95 personas que estaban rezando, después se los llevaron al río que está a las orillas de la aldea y allí los masacraron con cuchillos y balas (…) la gente se asustó y salió huyendo a la montaña donde también fueron perseguidos con helicópteros…”

La violencia latinoamericana es un caso excepcional. En 2001 murieron en todo el mundo 557.000 personas víctimas de homicidios, frente a las 208.000 que murieron en guerras. Pero desde 2002 los homicidios han venido cayendo sostenidamente en casi todas partes. Ese año se produjeron 332.000 homicidios en 94 países que cuentan con estadísticas fiables, según Naciones Unidas. En 2008 fueron 289.000. Entre esos dos años, la tasa de homicidios descenció en 68 países y solo aumentó en 26, la mayoría de ellos latinoamericanos.

Algo similar ocurre con la moralidad pública. En los índices de percepción de corrupción de Transparencia Internacional, solo tres países –Chile, Costa Rica y Uruguay– tienen niveles de corrupción similares a los del mundo desarrollado. Todos los demás están por debajo de la media global.

Los primeros emisarios enviados por el Vaticano a las nuevas repúblicas ya quedaron impresionados por la laxitud moral que caracterizaba al catolicismo latinoamericano. La fe era segura; la conducta lamentable. Esa brecha entre la fe y la moral –es decir, entre la cara y la máscara de la religiosidad popular– escandalizaba a quienes consideraban que la religión es principalmente un código ético al servicio del progreso y la justicia sociales.

¿Cuál es la responsabilidad del catolicismo en ese divorcio? Es difícil saberlo: la religión es una cuestión de conciencia individual, por lo que no resulta fácil de juzgar o cuantificar. Otra cosa es la Iglesia como institución pública y, por ello, sujeta al escrutinio de la investigación histórica, como hace John Lynch en su último libro, una nueva obra maestra de uno de los más prestigiosos hispanistas y americanistas británicos.

Desde el inicio de la colonización europea, cuando la cruz llegó asociada a la espada del imperio, la Iglesia fue una fuente de jerarquías y privilegios, la más arraigada de las tradiciones. Hasta bien avanzado el siglo XX, en muchos países fue un gran terrateniente, una institución bancaria y una corporación dotada de un considerable residuo de fueros e inmunidades judiciales.

Las semillas del proselitismo católico cayeron en un terreno fértil. Los pueblos indígenas ya contaban con una historia religiosa que se manifestaba en cosmologías y rituales en los que los mundos del espíritu y de la carne se fusionaban estrechamente. Con la conquista, los imperios y reinos precolombinos sintieron una duda íntima y lacerante: los dioses –que les habían dado el agua, la lluvia, el maíz y el poder– les habían abandonado. Octavio Paz describe así la tragedia: “Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era”.

Los indígenas, al convertirse masivamente al catolicismo, desde la base de la pirámide social a las castas nobiliarias, fusionaron a los ángeles, santos y a la Virgen madre con sus antiguos dioses. El dios creador andino -el Apu Viracocha que el Inca Garcilaso describe “como un dios invisible que hace con el Universo lo que el alma con el cuerpo”- fue identificado con el inefable YHW, Dios-Uno de Israel. Por otra parte, el sacrificio redentor de Cristo era un drama escatológico perfectamente comprensible por las teogonías prehispánicas: en su mundo cada guerrero, cada víctima escogida para el sacrificio, alimentaba al cosmos y a la naturaleza para que siguieran prodigando sus dones a quienes quedaban en la tierra.


Lynch abriga esperanzas en que la Iglesia desempeñe un papel crucial para propiciar el tránsito entre la pobreza y el desarrollo


Ese traumático nacimiento dejó una huella indeleble en toda la historia religiosa posterior. En muchos aspectos, las misiones religiosas eran casi completamente autosuficientes económicamente, un proceso que habían emprendido dominicos, franciscanos y jesuitas para proteger a los nativos de la rapacidad de los encomenderos.

Durante las revoluciones independentistas, fueron los jesuitas y el bajo clero criollo quienes formulan el nuevo patriotismo que daría origen a las modernas naciones latinoamericanas. En palabras del historiador de la Iglesia Charles Minguet: “Víctimas de una campaña de denigración, los jesuitas criollos desarrollan argumentos ditirámbicos no solo para defenderse contra los ataques de los peninsulares, sino también para tratar de recobrar o definir su propia identidad negada por el Otro e incluso volver a definirla frente al Otro”.

La jerarquía eclesiástica nunca olvidó que las creencias populares tenían sólidas raíces en las que podrían sustentar la legitimidad de su nuevo rol institucional en las naciones independientes. Pero la lealtad del clero a una autoridad supranacional como la que representaba el Vaticano fue percibida por los liberales radicales como un obstáculo para el desarrollo de la conciencia nacional, lo que añadió una nueva dimensión a las fricciones Iglesia-Estado. Limitar el poder de la Iglesia se convirtió en la gran tarea histórica de los liberales; pero en esa lucha contra el clero fortalecieron su propio poder. Como consecuencia, la intolerancia se secularizó, desplazándose de la esfera religiosa a la ideológica.

En el siglo XX, los católicos conservadores buscaron orientación en ideólogos antiliberales como Joseph de Maestre o Donoso Cortés, extraviándose así en posiciones autoritarias y antidemocráticas, lo que los llevó a aliarse con dictaduras militares en la defensa de una concepción caduca y anacrónica de la Iglesia y del Estado confesional.

El Concilio Vaticano II cambió radicalmente las actitudes políticas de los católicos frente a dictaduras que tuvieron –y pretendieron seguir teniendo– el apoyo de la Iglesia. Gracias a la influencia de teólogos y filósofos como Jacques Maritain sobre los padres conciliares, la defensa de los derechos humanos pasó a convertirse en una prioridad indiscutible de la doctrina social católica según la Constitución Gaudium et Spes.

En uno de los capítulos clave del libro, Lynch describe cómo en Brasil, bajo el liderazgo de obispos como Paulo Evaristo Arns, Aloísio Lorscheider y Luciano Mendes de Almeida, la archidiócesis de Sao Paulo se convirtió en una institución líder de la resistencia ecuménica contra lo abusos de los derechos humanos del régimen militar. Algo similar ocurrió en Chile con la Vicaría de la Solidaridad creada por el cardenal Raúl Silva Henríquez y en Guatemala con el obispo Juan José Gerardi.

Tras el reflujo de las versiones más radicales de la teología de la liberación, en años recientes se ha alcanzado un consenso que sostiene que los católicos no tienen porqué optar por un único movimiento sociopolítico, que tienen un derecho legítimo a la libertad de elección y el pluralismo en asuntos temporales en los que la fe no exige una solución unívoca.

Por su mismo prolongado protagonismo histórico, Lynch abriga esperanzas en que la Iglesia, como en su momento lo hizo en Francia, Italia, España o Alemania, desempeñe también un papel crucial para propiciar el tránsito entre la pobreza y el desarrollo. Si es fiel a esa vocación evangélica, la cara y la máscara podrían disolverse para revelar el rostro de su verdadera misión en América Latina.

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