Hace 80 años, la Gran Depresión cambió nuestra forma de ver la pobreza. El mundo tardó decenios en recuperarse y recordar que, si a la gente se le da libertad, prosperará. Ahora, tras otra crisis inmensa, el miedo que nos hizo recurrir a los gobiernos para que remediaran la miseria está volviendo a extenderse y amenaza con deshacer muchos de nuestros logros.

 

Pasará a la historia Richard Fuld, el consejero delegado de la difunta Lehman Brothers, como el padre del socialismo boliviano? Si no sacamos las lecciones apropiadas de la crisis financiera mundial de 2008, podría ser que sí.

La razón es que llegó en un momento crucial en la lucha mundial para disminuir la pobreza. Para Bolivia –y muchos otros países–, la crisis representa bastante más que una mala racha temporal; podría significar el final de una de las mayores aperturas a la prosperidad en décadas. En medio del pesimismo actual, es fácil olvidar que acabamos de vivir medio siglo de la mayor salida continuada de la pobreza de toda la historia. La proporción de la población mundial que vivía en extrema pobreza en 2008 (los que ganan menos de 1 dólar al día) es la quinta parte de lo que era en 1960. En 2008, la renta del ciudadano medio era casi tres veces mayor que en 1960. Ahora esos enormes avances corren peligro. Porque esta crisis ha afectado a numerosos países pobres en Asia, África y Latinoamérica que todavía están experimentando con la libertad política y económica, que aún no la han asumido por completo y no disfrutan de sus beneficios. Esas  naciones luchan desde hace años para hacer realidad las posibilidades de creatividad individual frente a la mano asfixiante del Estado. Y parecía incluso que el poder de la libertad individual estaba ganando la partida.

No era porque los expertos hubieran proporcionado a los gobiernos un manual de instrucciones para alcanzar el crecimiento económico y éstos lo hubieran transmitido a sus poblaciones. Lo que ocurrió fue una revolución desde abajo, de los pobres, que tomaron la iniciativa sin que los expertos les dijeran lo que tenían que hacer. Vimos triunfos sorprendentes, como el del tendero de Kenia que se convirtió en un gigante de los supermercados, las nigerianas que se enriquecieron fabricando prendas de vestir teñidas en casa, el maestro chino que se hizo millonario exportando calcetines y el congoleño que puso en marcha una empresa de móviles y prosperó en medio de la guerra civil de su país. Tal vez no fue casualidad que el número de Estados que empezaron a gozar clara y simultáneamente de mayores grados de libertad económica y política se disparase.

Entonces llegó la crisis. Hoy, la catástrofe económica mundial amenaza con abortar esa esperanzadora revolución desde abajo. Como advirtió el primer ministro indio, Manmohan Singh, “sería una lástima que este apoyo creciente a las políticas abiertas en los países en vías de desarrollo se vea debilitado” por la crisis. Singh comprende que el riesgo de una reacción contra las libertades individuales es mucho más peligroso que el daño directo causado por una recesión mundial, la caída de los precios de las materias primas y la reducción de los flujos de capital. Ya estamos observando esta peligrosa tendencia en Latinoamérica. Evo Morales se ha congratulado por la quiebra de Lehman Brothers y otros gigantes de Wall Street. El socialismo, dijo, será la solución; en Bolivia, el Estado es el que “regula la economía nacional, no el libre mercado”. Los líderes de Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, Honduras, Paraguay, Venezuela e incluso la minúscula Dominica coinciden en distintos grados con estas pretensiones anticapitalistas y parecen vindicados por la crisis de 2008. Y no ocurre sólo en Latino?américa: Vladímir Putin culpó al sistema financiero estadounidense por su propia gestión populista de la crisis rusa, todavía más catastrófica. Si el incendio del centralismo estatal empieza a extenderse, se encontrará con mucha leña preparada en Oriente Medio, la antigua URSS, África y Asia. Y hay muchos expertos occidentales en desarrollo dispuestos a alimentar las llamas con sus ideas vagas y paternalistas.

Para Jeffrey Sachs, tal vez el más destacado de estos expertos, la crisis es una oportunidad de obtener apoyos para los Objetivos de Desarrollo del Milenio en su propósito utópico de reducir la pobreza, lograr la igualdad y mejorar el estado general del planeta mediante un gran impulso de los gobiernos. “EE UU ha podido encontrar 700.000 millones de dólares (500.000 millones de euros) para salvar sus bancos corruptos y erráticos, pero no ha podido aportar una pequeña parte de ese dinero a los pobres y moribundos del mundo”, escribió en septiembre. “Los rezagados en la lucha por los [objetivos] no son los países pobres… Los rezagados son los países ricos”. Para Sachs y sus acólitos, los pobres no pueden prosperar sin planes elaborados por los países occidentales, y la crisis sólo sirve para hacer que los gobiernos de Occidente se vuelvan sobre sí mismos. El resultado es que los avances en la lucha contra la pobreza tienen que resentirse. Para los países menos desarrollados que no han dado a su gente la libertad necesaria para prosperar, el olvido de Occidente es una excusa fácil. De modo que el evangelio de Sachs y sus discípulos, pese a ser terriblemente paternalista y equivocado, podría atraer a muchos conversos en los próximos meses. Al menos ya hemos pasado por esto, y tenemos una posibilidad de evitar las trampas filosóficas en las que caímos tras el último desastre que tanto dañó nuestro sistema económico.

 

HISTORIA DE UNA DEPRESIÓN

Sin embargo, hasta ahora, las reacciones a las crisis de 1929 y 2008 han sido sorprendentemente similares. En ambos casos, cuando las acciones sufrieron varias de las caídas más fuertes de la historia, empresas muy influyentes y personas que habían apostado mucho utilizando complejos instrumentos financieros que pocos entendían lo perdieron todo. La quiebra de grandes empresas financieras causó el pánico. Las quejas contra la codicia y la imprudencia de los ricos aumentaron; el giro hacia el proteccionismo y la intervención del Gobierno pareció inevitable incluso donde, hasta entonces, habían reinado a sus anchas los mercados libres. Los populistas autoritarios se burlaron del sistema estadounidense. Y la catástrofe pareció poner en peligro el capitalismo democrático en todas partes.

La diferencia es que hoy sabemos que, tras una larga y temible Gran Depresión, el capitalismo democrático sobrevivió. Y la economía de EE UU recuperó exactamente la misma trayectoria a largo plazo que seguía antes de ella.

También sabemos que para otra parte importante del mundo el capitalismo democrático no resistió tan bien. En muchos aspectos, ese fracaso se debió a una reacción excesiva y equivocada de un campo de la economía, nuevo e influyente, escéptico al capitalismo, que estaba traumatizado por el desastre económico y consideraba que gran parte del mundo estaba “subdesarrollado”. Nacida después de la Depresión, la “economía del desarrollo” creció sobre una base de extraños errores e hipótesis peligrosas.

Este enfoque del desarrollo de los países pobres, promulgado por los economistas que adoptaron la causa en los 50, tuvo cuatro desgraciadas consecuencias de larga duración, cuyos efectos estamos viendo todavía hoy en medio de la última gran crisis.

En primer lugar, al ver un desempleo como el de la Depresión en todos los rincones del mundo, estos analistas supusieron que los países pobres tenían demasiada gente que no producía nada. Un informe de la ONU elaborado en 1951 por un grupo de economistas –entre ellos el premio Nobel Arthur Lewis– calculaba que nada menos que la mitad de la población agraria de Egipto no producía nada. La insultante teoría de que los pobres tenían una productividad “cero” les llevó a pensar que las libertades individuales no debían constituir la base de la creación de riqueza entre los pobres como lo habían sido durante la Revolución Industrial, en la que el Estado había desempeñado un papel secundario y de apoyo. Y, como los gobiernos parecieron asumir un papel más importante durante la Depresión, los economistas del desarrollo decidieron que la concesión de amplios poderes al Estado era la vía más segura para progresar. Un informe de la ONU sobre desarrollo hecho público en 1947 aprobó la acción estatal en países capitalistas democráticos, como Chile, y esclavizó a países satélites de la URSS, como Polonia, las colonias africanas de Francia y Gran Bretaña y la Suráfrica del apartheid, ignorando las enormes diferencias de libertades individuales entre unos y otros.

En segundo lugar, estos pensadores perdieron la fe en el desarrollo económico iniciado desde abajo y “espontáneo, como en el modelo capitalista clásico” (según dijo después la historia), y prefirieron un desarrollo “logrado de manera consciente mediante la planificación del Estado”. Al fin y al cabo, los planes quinquenales de los años 30 en la URSS habían logrado eludir la Depresión, aunque con un coste espantoso –pero entonces desconocido– en vidas y en derechos humanos.

Hasta ahora, las reacciones a las crisis de 1929 y 2008 han sido sorprendentemente similares

En tercer lugar, estos economistas acabaron creyendo que el factor más importante en la reducción de la pobreza era la cantidad de dinero invertida en las herramientas para lograrlo. Después de todo, si había demasiada gente, alegaban, el obstáculo fundamental para el crecimiento debía de ser la falta de equipamiento físico. Como resultado, esta corriente de filosofía económica destacó el volumen de las inversiones por encima de la eficacia de utilización de esos recursos, mostró una terca indiferencia a que fueran el Estado o los individuos quienes hicieran las inversiones, hizo hincapié en el volumen total de la ayuda necesaria e ignoró el papel de un sistema financiero dinámico a la hora de asignar recursos de inversión a los usos privados en los que podían obtener el mayor rendimiento.

La cuarta consecuencia fue que el derrumbe del comercio internacional durante la Gran Depresión hizo que los economistas del desarrollo viesen con escepticismo el comercio como motor del crecimiento. Por eso, en África propugnaron fuertes impuestos sobre los cultivos para la exportación del cacao con el fin de financiar la industrialización nacional. En Latinoamérica, Raúl Prebisch propuso la industrialización para sustituir las importaciones en vez de un crecimiento basado en las exportaciones. Se suponía que la estrategia debía ayudar a los países en vías de desarrollo en África y en América Latina a huir de una supuesta “trampa de pobreza”. Pero la única “trampa” que les ayudó a evitar fue la mayor expansión del comercio mundial de la historia después de la Segunda Guerra Mundial, que alimentó un crecimiento sin precedentes en Asia, Europa y EE UU.

Al llegar a los 80, los planes estatales habían fracasado. El desastre de las empresas y los bancos públicos en quiebra y las industrias protegidas ineficaces detrás de los muros proteccionistas –que culminó en las crisis de la deuda africana y latinoamericana, que destruyeron el crecimiento– se volvió demasiado obvio para seguir ignorándolo. Estos factores, más el ascenso de Asia oriental, acabaron por impulsar una contrarrevolución en el pensamiento sobre el desarrollo que defendía el libre mercado y la libertad individual. Con el nuevo milenio, el largo historial de fracasos de los expertos en desarrollo desde arriba desencadenó una merecida caída de la confianza en la planificación de ese tipo. El mundo había tardado casi cincuenta años en reconocer el daño que las ideas sobre economía estatal, dirigida por los expertos y enemiga de las libertades, habían hecho a los pobres del mundo. Hoy, los únicos expertos partidarios del desarrollo desde arriba que quedan son tan utópicos que están, afortunadamente, aislados de la realidad.

 

UN PLAN DE 5(0) AÑOS

Ahora, justo cuando estábamos superando el largo y pernicioso legado de la Depresión y su equivocado énfasis en los planes estatalistas para luchar contra la pobreza, esta crisis financiera amenaza con devolvernos a los viejos tiempos. Para evitar ese paso atrás debemos tener presentes varios principios.

Primero, no debemos caer en el proteccionismo, ni unilateral ni multilateral, ni en los países ricos ni en los pobres. Sólo serviría para extender e intensificar más la recesión, como ocurrió durante la Depresión.

Segundo, al cambiar las normas financieras para reparar los excesos de los últimos años, no estrangulemos todo el sistema financiero en su conjunto. No se puede tener una revolución desde abajo sin él. Esta enseñanza es especialmente importante en el  momento en el que Washington está rescatando bancos de Wall Street e industrias en bancarrota, e interviniendo en el sector financiero estadounidense a una escala sin precedentes. El rescate podría acabar siendo la medicina amarga que salve el “capitalismo financiero” de una forma más fuerte de anticapitalismo, pero, en los países en vías de desarrollo, las economías abiertas son todavía una cuestión sin resolver.

Tercero, hay que seguir recortando la burocracia que aún queda como resto de insensatos intentos anteriores de dirigir la economía por parte del Estado. Aprendamos del patético historial de las empresas de propiedad estatal, pero también de los éxitos inesperados: a los empresarios se les da mucho mejor que al Gobierno escoger sectores que pueden triunfar.

Cuarto, no acudamos a los economistas para que creen “estrategias de desarrollo” ni respaldemos a los expertos de ese tipo con instrumentos de coacción impuestos por el FMI y el Banco Mundial. Jeffrey Sachs puede atribuirse la responsabilidad del ascenso de dos gobernantes hostiles a las libertades individuales –Evo Morales y Putin–, después de que sus consejos resultaran contraproducentes en Bolivia y en Rusia. Si otros expertos similares no pudieron lograrlo en los 50 años posteriores a la Gran Depresión, no van a hacerlo en los próximos 50. No hay nada en la crisis actual que altere estos principios de sentido común.

 

EN LA BUENA DIRECCIÓN

En los meses y años que se avecinan, es posible que a los economistas, a los políticos y a los consumidores les resulte increíblemente fácil volver a caer en las políticas equivocadas del pasado. Pero, si verdaderamente queremos continuar el milagroso éxodo desde la pobreza que estaba en marcha antes de esta crisis, deberíamos recordar historias como la de Chung Ju-yung.

Chung, hijo de unos campesinos norcoreanos, tuvo que dejar el colegio a los 14 años para mantener a su familia. Trabajó como obrero de la construcción en el ferrocarril, estibador, contable y mensajero para una tienda de arroz en Seúl. A los 22 años, se quedó con la tienda de arroz, pero ésta quebró. Entonces puso en marcha un taller mecánico, pero también quebró. En 1946, a los 31 años, Chung volvió a abrir otro taller de coches en Seúl. Por fin, esta empresa prosperó, sobre todo gracias a los contratos que consiguió para reparar los vehículos del Ejército estadounidense. A medida que su éxito aumentaba, se diversificó en construcción y su empresa no dejó de crecer. En 1968 empezó a fabricar automóviles.

Su empresa, a la que llamó Hyundai, se convirtió en una de las que más contribuyeron al ascenso de Corea del Sur. Su primer intento de exportar coches a EE UU, en 1986, fue objeto de ridículo por la mala calidad de los vehículos. La crisis asiática de 1997-1998 hizo que el Grupo Hyundai se dividiera en parte, pero la Hyundai Motor Company continúa su trayectoria de éxitos. Chung murió en 2001, pero sus sueños sobre el mercado estadounidense se hicieron realidad. En 2008, los coches de Hyundai ya habían obtenido en EE UU premios al máximo nivel de calidad concedidos por los estudios de consumo.

Por aterradora que pueda ser esta última crisis, no olvidemos nunca que son los Chung del mundo quienes acabarán con la pobreza, no un retroceso al centralismo inspirado por la Gran Depresión.

 

 

¿Algo más?
El último libro de William Easterly, The White Man’s Burden: Why the West’s Efforts to Aid the Rest Have Done So Much Ill and So Little Good (Oxford University Press, Nueva York, 2006), critica las estrategias occidentales para abordar la pobreza mundial. En ‘La ideología del desarrollo’ (Foreign Policy edición española, agosto/septiembre, 2007), Easterly advierte sobre los peligros del “desarrollismo”.

Los principales adversarios económicos de Easterly, Jeffrey Sachs y Paul Collier, adoptan un enfoque más orientado hacia la ayuda. La obra de Sachs Economía para un planeta abarrotado (Debate, Barcelona, 2008) y la de Collier El club de la miseria: qué falla en los países más pobres del mundo (Ediciones Turner, Madrid, 2008) ofrecen soluciones políticas a los problemas más acuciantes del mundo.

Para descubrir a uno de los primeros y más proféticos economistas (ahora olvidado), que defendió las posibilidades del libre mercado como herramienta de desarrollo, lean la obra de S. Herbert Frankel Some Conceptual Aspects of International Economic Development of Underdeveloped Territories (Princeton University, Princeton, 1952). Una crítica temprana del desarrollo más conocida es la de P. T. Bauer, Dissent on Development (Harvard University Press, Cambridge, 1976).