En la prisión al aire libre de Eritrea.

 

El atardecer caía sobre Asmara y las anchas aceras arboladas de la avenida Harnet empezaban a llenarse de peatones. Era un precioso sábado de primavera, fresco, con una brisa ligera, y eritreos de todas las edades paseaban bajo las copas de las palmeras y se detenían a la sombra vespertina de los edificios art déco construidos por los italianos, para saludar a los amigos y beberse sus macchiatos en las terrazas de los cafés.

Mientras observaba el panorama desde uno de esos cafés me resultaba difícil imaginar otra ciudad más agradable en África. Y todavía más creer que ésta era la capital del Gobierno más agresivo del continente; y casi imposible comprender la dimensión de la tragedia nacional que se vive en uno de los países más deliciosos e impredecibles de la región.

Con una población de sólo cinco millones, Eritrea ha vivido choques con sus cuatro vecinos más cercanos desde que se escindió, hace 17 años, de Etiopía, país en cuya frontera sigue teniendo 100.000 soldados por si acaso. Antes de ese conflicto, luchó con Yemen por una cadena de islas que se encuentra entre ambos. Y hace sólo dos años lanzó un breve ataque surrealista contra su diminuto vecino Djibuti, en el que murieron unos 345 soldados de los dos bandos. Muchas de esas muertes se produjeron cuando las tropas de Djibuti se negaron a entregar a soldados eritreos que habían desertado con la esperanza de huir de las penalidades de su país o de obtener mejor formación en el extranjero, o simplemente de poder beber unos sorbos de agua potable.

Eritrea también ha patrocinado a rebeldes en Etiopía, Sudán y Somalia, y a veces ha dado refugio a sus líderes, sin pedir disculpas por ello. Se le ha acusado, con motivo, de apoyar a los rebeldes de Djibuti. Y su intervención en Somalia ha sido escandalosa. En diciembre, el Consejo de Seguridad de la ONU anunció sanciones para castigar a Eritrea por su apoyo al grupo islamista militante Al Shabab y a otras organizaciones similares. Era la primera vez que la Unión Africana respaldaba unas sanciones contra uno de sus miembros.

Pero, aunque Eritrea ha acumulado un historial sin igual de provocaciones internacionales, donde el régimen ha llevado a cabo su verdadera obra maestra de destrucción ha sido en casa, y ha conseguido imprimir a la antigua colonia italiana el aura de los últimos días de la Unión Soviética. Resulta irónico en un país cuya independencia se produjo tras su increíble y emocionante victoria, en 1991, contra la dictadura militar respaldada por los soviéticos en Etiopía. El popular líder militar de aquella revuelta, Isaias Afwerki, entrenado por los chinos, se convirtió en presidente en 1993, y siempre ha exhortado a mantener el mismo espíritu nacional de sacrificio y de independencia que impulsó a su disciplinadísimo movimiento rebelde. Casi dos decenios después, insiste en que las privaciones constantes de su pueblo son el precio de invertir en el futuro. Reservado y siempre a la defensiva, no recibe bien las críticas, ni nacionales ni extranjeras, y rechaza por completo la idea de que Eritrea pueda beneficiarse de la ayuda exterior. Nunca se ha enfrentado al voto popular y no tiene la menor intención de empezar a hacerlo ahora, y en diciembre declaró a The Washington Post que los eritreos no estarán preparados para tener elecciones hasta dentro de “mucho, mucho tiempo”.

Ahora, a los 64 años, ha cambiado su uniforme de camuflaje por un traje que cae a peso sobre su delgada figura. En realidad, se parece de forma extraordinaria al dictador del otro Estado paria, con el que se compara tantas veces a Eritrea: Corea del Norte. Sus supuestos delitos, más que los habituales en África –corrupción y sobornos–, consisten en que ejerce una tiranía calculada y contribuye a armar y a dar refugio a los militantes islamistas somalíes (una acusación que él ha negado). Si en otro tiempo se le consideraba la vanguardia de una “nueva generación” de líderes africanos responsables, hace mucho que se ha ganado la deshonra de ser uno de los más represivos del continente.

Por eso, aunque Asmara parece un pueblo encantador de los años 30 en una colina italiana, su aire soviético no acaba de desaparecer: tiendas llenas de estanterías vacías, ciudadanos que hacen cola con sus cartillas de racionamiento, escasez de bienes básicos y un Gobierno empeñado en sostener una maquinaria militar que no puede permitirse. Como la economía está estancada, no hay una divisa fuerte que permita importar. Todas las tiendas exponen la misma y pobre selección de artículos de mala calidad para el hogar: detergentes y productos de limpieza, frutas en mal estado, unas cuantas bebidas embotelladas y quizás algún alimento enlatado.

Los restaurantes no pueden servir más que un puñado de platos, y Coca-Cola dejó de tener fabricación local hace varios años por falta de sirope. Las bicicletas que abarrotan las calles delatan la terrible escasez de combustible; para alquilar un coche es preciso avisar al menos con un día de antelación para que alguien pueda buscar la gasolina. Los hospitales, al parecer, se han quedado sin suministros esenciales; un amigo que trabaja para Naciones Unidas me pidió que le llevara a escondidas antibióticos básicos que ya no se encuentran. ¿Por qué estas espantosas carencias? Porque el Ejército se ha adueñado de todos los aspectos de la vida.

Pese a su pequeño tamaño, Eritrea posee el mayor ejército del África subsahariana, con 320.000 soldados. En número de uniformados per cápita sólo tiene por delante a Corea del Norte, un hecho posible gracias al servicio militar obligatorio para todos los ciudadanos, tanto hombres como mujeres. Una noche, una funcionaria de la ONU que reside allí me susurró mientras cenábamos que habían ampliado esa norma. Ahora, explicó, para obtener el título de bachillerato, los jóvenes tienen que asistir a un campamento nacional durante su último curso. Aunque el Gobierno afirma que no son más que una o dos semanas de entrenamiento militar, la verdad es que dura gran parte del año. El servicio en el que trabaja ella se ha enterado de que las amenazas de malos tratos físicos y abusos sexuales han hecho que cada vez haya más chicos que prefieren dejar los estudios que ir al campamento. Pero, al no cumplir el servicio obligatorio, corren peligro de que los detengan.

De hecho, las detenciones son una amenaza omnipresente en un Estado que se ha vuelto policial. Cada vez que me montaba en un vehículo fuera de Asmara nos paraban constantemente en controles, la policía examinaba los papeles y estudiaba los documentos de los jóvenes presentes con el fin de asegurarse de que tenían permiso para viajar. El Estado castiga a las familias de los que se escapan, pero aun así las deserciones están en aumento, en parte debido a una crisis alimentaria cada vez más grave. Basándose en la información limitada, las agencias internacionales creen que hay millones de personas en peligro de morir de hambre, después de las malas cosechas del año pasado. Sin embargo, Eritrea sigue rechazando la ayuda alimentaria. Una señal de lo desesperada que es la situación se vio en diciembre, cuando la selección nacional de fútbol entera pidió asilo en Kenia. Ese mismo mes, el embajador de Eritrea ante la Unión Europea declaró a la BBC: “La ayuda alimentaria extranjera demoniza a la población local y la vuelve perezosa”.

Los detalles concretos sobre lo que ocurre son casi imposibles de saber. Es el único país africano sin medios de comunicación privados, y los movimientos de los diplomáticos extranjeros y de los miembros de las organizaciones de cooperación están muy restringidos. Durante tres años seguidos, Reporteros sin Fronteras lo ha declarado el peor país del mundo para ser periodista, y, mientras estaba yo allí, detuvieron a todo el personal de una emisora de radio, unos 50 informadores. La disidencia política tampoco está tolerada; muchos que lo han intentado se encuentran en prisión indefinida, encerrados en una oscura red de campos de internamiento en el desierto.

Pese a todo, me encontré con eritreos que no querían reconocer lo mal que lo ha hecho su Gobierno. Sobre todo entre los mayores, que pasaron sus años jóvenes como rebeldes en la lucha contra Etiopía, vi una incapacidad de aceptar el derrumbe de sus sueños, al menos delante de un extranjero. Hablé con un anciano que había dedicado 18 años de su vida a combatir a los etíopes. Me dijo con orgullo e insistencia: “Eritrea no está en Europa, pero Eritrea no está en África”.

Tenía razón, pero no como él suponía. Aislada en el extranjero y desmoronándose por dentro, Eritrea ha entrado en un purgatorio solitario. Los más jóvenes encuentran escape en los entretenimientos de Occidente; la gente pasa horas en bares y cibercafés descargándose programas estadounidenses a través de una de las peores redes de Internet del mundo. Luego hacen proyecciones de los últimos episodios. Mientras paseaba por Asmara vi un número muy grande de anuncios de un programa concreto. ¿Cuál es la serie que más quieren ver los eritreos? Prison Break.