¿Dará el Gobierno estadounidense el visto bueno al polémico oleoducto Keystone XL?

 

AFP/Getty Images

 

“Nosotros, el pueblo, todavía creemos que nuestras obligaciones como estadounidenses solo nos afectan a nosotros, también a los que vienen detrás”. Con estas palabras arrancó Barack Obama su compromiso medioambiental en el discurso de inauguración de su segundo mandato. Y continuó asegurando: “Responderemos a la amenaza del cambio climático, sabiendo que no hacerlo sería traicionar a nuestros hijos y a las futuras generaciones. Algunos todavía pueden negar la abrumadora evidencia de la ciencia, pero nadie puede evitar el impacto devastador de los incendios forestales, de la paralizante sequía y de las más potentes tormentas”. Su apoyo teórico, dialéctico, a la lucha contra el cambio climático estaba ahí. En sus discursos de campaña el presidente estadounidense siempre había incluido referencias a la lucha medioambiental. Pero los hechos no lo han acompañado hasta ahora. En parte con la excusa de la crisis económica, Obama se ha olvidado esencialmente de de las iniciativas limpias durante sus primeros cuatro años.

Para muchos, ha llegado el momento de que el haga honor a sus palabras y reduzca el impacto sobre el medio ambiente del país más contaminante del planeta. Su primer reto se llama Keystone XL, un oleoducto que transportaría petróleo procedente de arenas bituminosas canadienses hacia las refinerías de Texas y desde ahí al resto del mundo. Se convertiría, de completarse, en el mayor de toda América. Problema: las arenas bituminosas contaminan en su extracción casi un quinto más que el petróleo estándar. Además, el trazado del oleoducto tendría un impacto medioambiental sobre el que nadie se pone de acuerdo. Y supondría un avance en la dirección contraria a la prometida porque se trataría de expandir la producción de combustibles fósiles frente a las energías limpias. Sin embargo, con o sin Keystone XL, Canadá va a explotar ese petróleo de todos modos.  Y el proyecto traería a Estados Unidos unos empleos en construcción, mantenimiento y explotación que el país necesita. El debate está servido: ¿economía o medioambiente?

La Casa Blanca debería responder en breve, probablemente antes del verano, al último trazado presentado por TransCanada, la empresa canadiense responsable del proyecto  que posee los yacimientos de arenas bituminosas de la región de Alberta que pretende explotar.

El último informe del Departamento de Estado estadounidense reconoce que ese tipo de petróleo es un 17% más contaminante que el normal, pero el lenguaje hace pensar a algunos que la Casa Blanca podría dar el visto bueno al proyecto. El estudio asegura que “es poco probable que [el oleoducto Keystone XL] tenga un impacto sustancial” en el ritmo al que Canadá desarrolla sus arenas bituminosas. Es verdad que, como se ha sabido después, está basado en análisis que han realizado dos consultorías con lazos con la industria petrolera y de oleoductos que se beneficiarían del proyecto (EnSys Energy, que ha trabajado con ExxonMobil, BP, las industrias Koch, que poseen refinerías, e Imperial Oil, una de las mayores productoras de arenas bituminosas y una subsidiaria de Exxon).

TransCanada ha lanzado una campaña mediática para promover las ventajas del oleoducto, al que califica como el mayor proyecto de infraestructura de Estados Unidos. La parte XL aún no construida costaría unos 5.000 millones de dólares (unos 3.800 millones de euros) y se extendería por unos 1.500 kilómetros, una distancia equivalente a la que existe entre Madrid y Ámsterdam. Aseguran que se crearían unos 16.000 puestos de trabajo directos entre construcción y manufacturas. Prometen que el oleoducto generará 5.000 millones de dólares de ingresos en forma de impuestos de propiedad para el Gobierno durante su vida operativa, y estiman en 20.000 millones el impacto económico total. Desde su puesta en marcha hasta 2035, destacan, añadiría 172.000 millones de dólares al PIB nacional.

Mientras los lobistas de las petroleras en Washington tocan tambores de guerra, la oposición al proyecto hace lo imposible por pararlo. Casi cincuenta activistas de Stop Keystone XL Pipeline, Tar Sands Action fueron detenidos recientemente en la Casa Blanca. Esta organización, una de las muchas que luchan contra el oleoducto, interpreta la pelea como una batalla contra el lobby de los combustibles fósiles, contra el pasado, contra la contaminación y la dependencia de la energía sucia. “Keystone XL no reducirá la dependencia estadounidense del petróleo extranjero, sino que transportará crudo canadiense a las refinerías de EE UU para que se exporte a otros países”, aseguran desde la organización. A Europa y América Latina, atravesando suelo estadounidense. Si tantas ganas tiene Canadá de amortizar esa riqueza natural, piden los detractores de Keystone XL, que construya el oleoducto en su territorio. También emplean argumentos destinados al consumo interno, como que el precio de la gasolina se encarecerá, un argumento al que el país es muy sensible, porque el crudo barato canadiense que se utiliza en ciertas regiones de Estados Unidos se destinará a la exportación. Por otra parte, el oleoducto no es seguro,  afirman, y comparan el impacto en los acuíferos ante una eventual ruptura con el desastre medioambiental del vertido de BP en el Golfo de México, una especie de trauma nacional. Y, quizá más importante Keystone XL se convertiría esencialmente en una bomba de carbono en lo que a la contribución de Estados Unidos al cambio climático se refiere.

¿Realmente sería tan dañino? La contribución del oleoducto al número total de barriles diarios bombeados sería de tan sólo 830.000, un tercio del total de 2.3 millones que ya provienen de arenas bituminosas en el país estadounidense y sólo un pellizco de los 19 millones de barriles diarios subsidiados por el Gobierno, según apunta Andrew Revkin en el diario The New York Times.

El mismo periódico editorializaba contra el proyecto porque “un presidente que repetidamente se ha identificado con el cambio climático como uno de los peligros más acuciantes para la Humanidad no puede en buena conciencia aprobar un proyecto que –incluso con los cálculos más precavidos del Departamento de Estado– sólo va a agravar el problema".

La política medioambiental de Obama ha dejado mucho que desear, según sus detractores. Es cierto que ha apoyado con créditos algunos proyectos de energías limpias. Pero la mayoría no ha proporcionado resultados, y en algunos el tiro le ha salido por la culata. Solyndra, un fabricante de paneles solares californiano, tuvo que presentar la bancarrota en septiembre de 2011. Se había convertido en el poster boy de las renovables para la Casa Blanca: tecnología avanzada, puestos de trabajo de calidad… el futuro.  El departamento de Energía respaldó créditos a la compañía por valor de 535 millones de dólares bajo los auspicios de la Ley Estadounidense para la Recuperación y la Reinversión. El Estado perdió todo el dinero, salvo unas pocas decenas de millones de dólares que todavía está peleando.

Muchos presionan para que la Casa Blanca se ponga de una vez manos a la obra contra el cambio climático. Por ejemplo, haciendo que la Agencia Medioambiental de la Energía haga uso de su poder para controlar las emisiones de carbono. Es cierto que ha negociado con los mayores emisores, como las plantas de carbón más contaminantes, una reducción drástica de las emisiones, pero la implementación sigue siendo escasa.

La Casa Blanca se defiende de estas acusaciones. Aseguran que han “aumentado dramáticamente la eficiencia del combustible en los vehículos, doblado la generación de energía renovable en el primer mandato y lanzado programas para minimizar el impacto climático y de meteorología extrema”. Con ello ha conseguido, entre otras cosas, marcar un récord en la independencia energética de Estados Unidos. Pero existen bestias negras contra las que Obama está prefiriendo no luchar, como los subsidios a las empresas petroleras estadounidenses para mantener bajo el precio de la gasolina. Una y otra vez el Presidente sigue prometiendo en sus discursos que eliminará 4.000 millones de dólares de subvenciones anuales que reciben las grandes empresas del oro negro, pero hasta la fecha eso no ha ocurrido.

 

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