Inmigrantes Rohingya en una embarcación en aguas tailandesa. Christophe Archambault/AFP/Getty Images
Inmigrantes Rohingya en una embarcación en aguas tailandesa. Christophe Archambault/AFP/Getty Images

Las redes transnacionales de tráfico de personas se aprovechan de la situación desesperada de la población rohingya en Birmania, país donde esta minoría musulmana sufren una persecución sistemática desde hace años.

Mohammad Idiris, un refugiado rohingya procedente de Birmania, llegó el pasado 10 de mayo a las costas de Aceh, en el norte de Indonesia, tras haber pasado más de seis meses llevado de un barco a otro en el Mar de Andamán. Mohammad estuvo en manos durante meses de una compleja red transnacional de traficantes de personas que le había prometido ayudarle a huir de su país para encontrar una vida mejor en Malasia.

En lugar de llevarlo a su destino, los traficantes le encerraron frente a las costas de Tailandia en un barco-prisión en el que sufrió constantes malos tratos. Antes de partir de Birmania, le habían asegurado que podría pagar el viaje cuando encontrara trabajo en Malasia, pero cuando se hallaba en alta mar le secuestraron y exigieron que sus padres pagaran el equivalente a 1.700 euros, una auténtica fortuna para una familia rohingya, antes de desembarcarle en Malasia. “Si lo hubiera sabido, no habría emprendido el viaje,” nos contaba Mohammad recientemente en un campo para refugiados en el norte de Aceh.

Mohammad asegura que su familia vendió algunas tierras y pagó a los intermediarios de los traficantes en su pueblo del Estado de Arakan, en el oeste de Birmania, pero que los traficantes sostenían no haber recibido el rescate. Sus padres no pudieron reunir más dinero y Mohammad no fue liberado hasta que, a principios de mayo, los traficantes le embarcaron en otro barco con otros 329 rohingyas y 190 bangladesíes que dejaron abandonado a su suerte en alta mar sin tripulación. Algunos días después, la enbarcación llegó a las costas del norte de Aceh.

El barco en que Mohammad llegó a Aceh es una de las siete u ocho embarcaciones cargadas con ocho milpersonas, entre refugiados de la etnia rohingya procedentes de Birmania y emigrantes bangladesíes, que han estado flotando a la deriva en el Mar de Andamán durante las últimas semanas en la mayor crisis de este tipo que se recuerda en las aguas de la región desde que centenares de miles de vietnamitas se echaron al mar para escapar de su país a finales de los 70.

Los rohingyas llevan años tratando de escapar de la persecución a la que se ven sometidos en Birmania. Son un grupo marginado desde hace casi cuatro decenios, pero su situación empeoró considerablemente en 2012, cuando sucesivas oleadas de violencia sectaria entre musulmanes rohingyas y budistas arakaneses arrasó Arakan, el Estado en el que viven. La violencia dejó tras de sí centenares de muertes y unos 140.000 desplazados internos. La inmensa mayoría son rohingyas atrapados en auténticos campos de concentración que reciben ayuda a cuentagotas debido a los obstáculos que la población local y el Gobierno ponen a las agencias internacionales y ONG.

La situación de los rohingyas que no se hallan en los campos también ha empeorado. Es el caso de Mohammad, que no huyó de un campo, sino de su pueblo de Mangdaw, un distrito fronterizo con Bangladesh. Mohammad asegura que nunca tuvo ninguna intención de emigrar antes de 2012. “Antes éramos pobres, pero podíamos comer,” cuenta este pescador de 25 años. “Ahora hay toque de queda en nuestro pueblo y no podía salir a trabajar. Tenía demasiado miedo de los arakaneses y del Ejército; dos personas fueron asesinadas cuando salieron del pueblo a pescar,” explica. No en vano, según organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch, los rohingya son víctimas de una limpieza étnica por parte del Gobierno birmano y las autoridades locales arakanesas.

De ese modo, en 2012 comenzó un auténtico éxodo de rohingyas que pronto se convirtió en un lucrativo negocio para complejas redes de traficantes con agentes en Birmania, Bangladesh, Tailandia y Malasia. A los rohingyas no tardarían en unirse miles de jóvenes bangladesíes ansiosos por encontrar trabajo en Malasia y escapar de una de las naciones más empobrecidas y superpobladas del mundo.

Mientras tanto, Estados Unidos y la Unión Europea, tras años tratando a Birmania como un Estado paria se han ido acercando progresivamente al Gobierno birmano desde que inició su proceso de apertura democrática con la intención de poner coto a la influencia de China en la región. Y, más allá de declaraciones expresando su preocupación por la persecución de los rohingyas, ningún país parece estar dispuesto a aplicar ninguna medida de presión al Gobierno birmano para que reconozca los derechos de la minoría musulmana.

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calcula que unas 160.000 personas han emprendido en los últimos tres años ese peligroso viaje desde las costas de Birmania y del sur de Bangladesh. La cifra se eleva a 25.000 en el primer cuarto de este año, el doble que el mismo periodo del año pasado.

Las redes de tráfico han actuado con impunidad hasta ahora. A finales de 2013, una investigación de la agencia Reuters reveló que las mafias tenían campos en el sur de Tailandia donde mantenían prisioneros a los rohingyas y bangladesíes hasta que sus familias pagaban un rescate.

Hubo sospechas desde el principio de que algunos funcionarios de inmigración, agentes de la policía y oficiales de la Marina tailandesas podían estar implicados en el tráfico de personas y el Gobierno hizo pocos esfuerzos para desarticular las redes. Pero a lo largo del último año, la Unión Europea y Estados Unidos han hecho sonar la voz de alarma sobre el problema de la trata de personas en Tailandia y la imposición de sanciones económicas que podrían dañar gravemente su economía se ha convertido en una posibilidad real.

En los últimos meses, el Gobierno tailandés ha emprendido una campaña para desarticular las redes. El hallazgo más espectacular se produjo a principios de mayo, cuando una fuerza conjunta de la policía y el Ejército tailandeses descubrió un campo abandonado con tres supervivientes y una fosa común con 26 cadáveres. Después serían hallados nuevos campos con más fosas y serían detenidoslos presunto cabecillas de las redes en Tailandia, incluidos algunos funcionarios locales. Fue en ese momento cuando las tripulaciones de los barcos los abandonaron a su suerte en alta mar.

La crisis ha puesto a prueba la capacidad de respuesta de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN, en sus siglas en inglés), sobre todo de los países directamente implicados: Birmania, Tailandia, Malasia e Indonesia. Al principio, los gobiernos tailandés, malasio e indonesio anunciaron que no dejarían acercarse a sus costas a ningún barco y, en al menos un caso, las marinas tailandesa y malasia empujaron en repetidas ocasiones una de las embarcaciones de vuelta a las aguas territoriales del otro país en lo que algunos calificaron como un “juego de ping pong humano”.

Los gobiernos malasio e indonesio no decidieron recibir los barcos a la deriva hasta el 20 de mayo, cuando llevaban casi tres semanas abandonados en el mar, y los países implicados no se reunieron a debatir la crisis hasta el 29 de mayo, fecha en la que se celebró en Bangkok una cumbre sobre trata de personas con 17 países y algunas agencias internacionales. A petición de Birmania, nadie empleó la palabra rohingya en la cumbre y, pese a las declaraciones de aunar fuerzas para poner fin a la trata y el tráfico, no se debatió el problema de raíz: la persecución de los rohingya en Birmania.

Mientras tanto, los únicos que actuaron con la rapidez que la situación requería fueron los pescadores de Aceh, una provincia en el norte de Indonesia que ha sufrido años de conflicto entre fuerzas separatistas y el Gobierno de Yakarta y cuya costa occidental fue devastada por el tsunami de 2004.

Pese a la oposición de la Marina Indonesia, los pescadores acehneses rescataron dos barcos cuando la política de su Gobierno consistía en "SMS diciéndonos que no rescatáramos los barcos si los veíamos, pero nuestra obligación es llevar a tierra a cualquiera que encontremos en el mar. Incluso si lo que encontramos es un cadáver o un animal, tenemos la obligación de salvarlo”, nos comentaba Teungku Tahe, el líder comunitario de la ciudad acehnesa que coordinó las operaciones de rescate.

Unos 2.000 refugiados rohingyas y emigrantes bangladeshíes permanecen ahora en tres campos de Aceh. Los bangladesíes, todos hombres excepto tres mujeres, esperan mientras se tramitan sus deportaciones. Pero el futuro de los rohingyas, entre los que se cuentan muchas mujeres y niños, es mucho más incierto. Ni los que están en Aceh ni los que finalmente desembarcaron en Tailandia y Malasia pueden volver a su propio país porque el Gobierno birmano no los reconoce como sus ciudadanos.

El 20 de mayo, Malasia e Indonesia accedieron a recibir a los entre 7.000 y 8.000 refugiados rohingya y emigrantes bangladesíes. Los dos países de la ASEAN también acordaron “ofrecerles asilo temporal, siempre y cuando la comunidad internacional lleve a cabo el proceso de reasentamiento y repatriación en un año.” Estados Unidos anunció que estaba dispuesto a acoger a los rohingyas en su territorio, pero aún no está claro cómo se va a realizar ese proceso y son pocos quienes creen que se pueda completar en un año.

Mientras tanto, los acehneses han recibido a los rohingyas con los brazos abiertos. Teungku Tahe afirma que están dispuestos a acogerlos permanentemente: “Tenemos suficientes tierras y recursos para albergarlos. Podemos darles trabajo y mantenerlos,” asegura. Para muchos rohingyas, Aceh es el primer lugar en el que no han sido rechazados por su etnia o su religión. “Nos sentimos felices aquí, porque esta gente nos está tratando como a hermanos, pero nos siguen preocupando nuestras familias,” cuenta Mohammad Idris.