Las promesas de auge turístico en países en guerra no acaban de cumplirse.

     
     
AFP/Getty Images
      Una turista pasea al lado de un soldado iraquí durante una visita al Castillo del rey persa Xerxes en el sur de Bagdad, Irak.

Tras las debidas advertencias, la web de la guía de viajes Lonely Planet de Afganistán describe el país como un destino “increíblemente gratificante" que brinda una visita “adictiva". En efecto, existe un puñado de intrépidos dispuestos a desafiar todos los avisos de seguridad e ir como turistas a este país centroasiático, pero sus parcos números (entre 3.000 y 4.000 vistantes anuales) constatan la práctica desaparición de una industria devastada por la guerra. En los 70, Afganistán era parada obligada del circuito hippy internacional y alrededor de 120.000 occidentales lo visitaban anualmente. Cuarenta años después, es noticia el simple hecho de que unos pocos centenares de individuos se atrevan a recalar en hogares afganos mediante la modalidad del coach surfing, que permite alojarse gratis en casa de una persona del país.

Entre las cicatrices afganas se esconden 5.000 años de historia que albergan tesoros arquitectónicos y naturales. En algunos puntos de interés que han sido borrados del mapa por los talibanes, como las estatuas gigantes de Buda en Bamiyán, la ínfima industria turística del país ha encontrado un nicho de mercado, convirtiendo ese espacio derruido en lugar de peregrinación. Pero el discurso eufórico sobre las posibilidades turísticas del Afganistán liberado languidece, la inseguridad disuasoria se impone y el país continúa plagado de insurgentes y minas en la misma medida en que carece de carreteras, aeropuertos y hoteles. El discurso oficial invoca el resurgir de esa industria turística que la guerra se llevó por delante, ya que generaría puestos de trabajo y prosperidad, apartando de las armas a muchos jóvenes que se encomiendan al yihadismo o al cultivo de opio ante la falta de perspectivas. Sin embargo, a pesar de las joyas que alberga esta nación herida, la amenaza que supone para los potenciales turistas ha vencido a las promesas de excelencia turística y al relato edulcorado de los progresos conseguidos por la ISAF.

Las promesas de renacimiento turístico en un país en guerra son más ambiciosas en Irak. Dado que el país árabe es receptor de inversiones mucho mayores, la llegada de una incipiente industria turística en paralelo a la apertura económica ha alcanzado un rango muy superior al de Afganistán. No obstante, los prometedores pronósticos sobre un despunte del turismo en el país no se han cumplido, o lo han hecho de manera mucho más modesta que la pregonada. La retórica de las promesas ha decaído, y los turistas que llegan son en buena medida peregrinos chíies procedentes de Irán y otros países cercanos. El desembarco sustancial de turistas occidentales es una realidad muy distante, pero es cierto que el país continúa especializándose en la atracción de visitantes de la región. La expansión de los vuelos internacionales es uno de los medios que más está facilitando la apertura de Irak a turistas procedentes de su entorno. Air Arabia, la mayor aerolínea de bajo coste de Oriente Medio, continúa expandiendo sus vuelos a distintos destinos irakíes desde su centro de operaciones en el emirato de Sharjah. Qatar Airways también está ampliando su oferta de vuelos al país y acaba de incorporar entre sus destinos la ciudad de Najaf, donde se encuentra la mezquita del Imán Alí, lo que dará un impulso al turismo religioso.

Sin embargo, mientras la actual situación de inseguridad prevalezca, Irak difícilmente va a ser capaz de ir más allá del mercado pío del entorno y de erigirse en un destino turístico internacional. Quizá el país tampoco lo necesite, pero la promesa de un futuro turístico estaba en la boca de muchos hace apenas tres años, y ahora la euforia ha remitido. La mayor frustración de expectativas se ha producido en los territorios kurdos del país, considerados los más seguros, donde se calculaba que una industria turística de cierta entidad podría florecer en paralelo a la resurrección de los inmensos yacimientos petroleros de la zona. Si bien el interés internacional en las explotaciones del crudo local no ha decepcionado, la promesa turística ha decaído, y hoy las imaginarias Marbellas del Irak kurdo son incapaces de competir con la vida nocturna, los centros comerciales y la laxitud de costumbres de sus vecinos en Líbano o Turquía.

Incluso Somalia coquetea con un discurso de esperanza turística basado en los encantos naturales del país, que cuenta con el litoral más largo de África, un legado arquitectónico considerable y un buen número de parques nacionales. Los más optimistas esperan que, tras la expulsión de las milicias de al-Shabaab de Mogadiscio, comenzará a fluir la inversión extranjera hacia el sector turístico. Por el momento, prácticamente los únicos que se han atrevido a visitar el país son extranjeros de origen somalí. La perspectiva de que Somalia pueda menoscabar la hegemonía turística de Kenia en el este de África es ya una realidad, pero lamentablemente se debe a los asesinatos y secuestros de turistas internacionales perpetrados en Kenia por la insurgencia somalí, lo que está haciendo que la potencia regional ceda preponderancia a competidores reales, como Tanzania o Uganda. La inciativa keniana de perseguir con sus tropas a al-Shabaab en el interior del país vecino se debe en parte a la amenaza que los radicales somalíes suponen para la industria turística.

Mientras que en Afganistán e Irak las promesas han demostrado ser quiméricas, Mali, que tradicionalmente ha albergado un turismo significativo, está experimentando ahora la deflagración de la que era una de sus pocas industrias prósperas. Tras el golpe de Estado de marzo y la caída de todo el norte del país en manos de insurgentes islamistas y rebeldes tuaregs, destinos prominentes como Tumbuctú sufren ya la autoridad de los radicales, que amenazan con destruir todos los mausoleos de la ciudad. El turismo nacional se ha paralizado, los hoteles han cerrado, se ha despedido a 3.000 empleados del sector y, mientras se negocia una intervención militar internacional, las embajadas advierten del peligro que supone visitar el país. Ese proceso podría repetirse en otros lugares, ya que el turismo de guerra es el destino de una minoría audaz y de principios cuestionables, pero no el fenómeno redentor ni el acicate económico de un país que sigue sumido en el conflicto.