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Universitarios se manifiestan contra el presidente Daniel Ortega en Managua, Nicaragua. (INTI OCON/AFP/Getty Images)

Reconstruir la democracia y recuperar la confianza social va a requerir tiempo y esfuerzo en Nicaragua, un nuevo diálogo entre sectores universitarios y organizaciones civiles con miembros del Gobierno tiene expectativas limitadas. Va a ser difícil para Ortega poder gobernar en un clima de inestabilidad política, crisis económica y hostilidad internacional. ¿Qué opciones hay?

Pronto hará un año que, de forma inesperada, estallaron protestas en Managua impulsadas en un inicio por miles de estudiantes que se manifestaban por una acumulación de agravios. Si bien las demandas iniciales se centraron en el rechazo de una reforma al sistema público de pensiones y por la mala gestión del Gobierno frente a un incendio que asoló la Reserva Biológica Indio Maíz, las movilizaciones rápidamente se transformaron en un rechazo a la forma autoritaria, patrimonial y plutocrática de ejercer el poder por parte de la pareja presidencial Ortega-Murillo. La respuesta gubernamental, sin embargo, fue, en primer lugar, desdeñar –e insultar- a quienes salieron a la calle y, en segundo lugar, reprimir.

Desde entonces, Nicaragua ha vivido inmersa en una crisis de gobernabilidad en la que se han alternado períodos de “calma chicha” con episodios violentos de gran intensidad emocional. Durante los 11 meses que han seguido a las protestas de abril de 2018 se han dado en el país negociaciones fallidas, grandes marchas, ocupaciones del espacio público, tanques en las calles, operaciones militares –y paramilitares- de desalojo, detención, asesinato y secuestro y el exilio de muchos opositores.

Esta crisis, si bien fue inesperada, era previsible. El control absoluto que ejerció Ortega durante una década sobre las instituciones y los actores políticos supuso la incapacidad del sistema político nicaragüense de canalizar el disenso. Y al no permitir una oposición organizada que pudiera hacer valer su voz de forma legal, cuando apareció una ventana de oportunidad para protestar, el descontento acumulado estalló de forma multitudinaria y desordenada en la calle, y supuso una enmienda a la totalidad al Gobierno. Ante ello el régimen respondió de la peor manera: primero ignorando lo que ocurría en las calles y después con una feroz represión, que también fue negada a pesar de que los reclamos de los opositores y las escenas de desorden y violencia callejera fueron filmadas y retransmitidas por las televisiones de todo el mundo. Es más, se puede afirmar que las manifestaciones de abril y mayo de 2018 en Nicaragua se convirtieron en las más importantes del país durante las últimas tres décadas.

Con todo, ni las manifestaciones en la calle ni la presión internacional han sido suficientes como para forzar la salida de Daniel Ortega. Esta constatación no es baladí pues durante las últimas décadas en diversos países de América Latina las protestas masivas han supuesto la caída de los presidentes en turno. Entre 1992 y 2016 en nueve países de la región han sido destituidos 15 presidentes antes de que concluyera su mandato. Hasta antes de la década de los 90, la forma de separar del cargo a los mandatarios fue mediante el golpe de Estado y rompiendo el orden constitucional. Sin embargo, desde hace más de dos décadas las “salidas presidenciales” han obedecido a diversos factores generando, tal como señala el profesor Aníbal Pérez-Liñán en Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, un nuevo patrón de inestabilidad política en la región.

Ramiro Sánchez Gayosso y Alberto Escamilla Cadena en La interrupción del mandato presidencial en América Latina distinguen las diferentes causas que han motivado la “salida” de los presidentes latinoamericanos y señalan las que siguen: actos de corrupción, escándalos mediáticos, presencia del narcotráfico en sus campañas, incapacidad mental, enfrentamiento con el poder legislativo, crisis económica, protestas en las calles, represión policial abusiva, la quiebra de una coalición electoral o una intervención militar. A pesar de esta nutrida lista, Aníbal Pérez-Liñán considera que deben cumplirse por lo menos tres condiciones para que se produzca una caída presidencial. La primera es que el presidente no cuente con la mayoría de su partido en el poder legislativo (condición que considera necesaria, pero no suficiente); la segunda es que los medios de comunicación promuevan un escándalo mediático en contra del presidente y la tercera es la emergencia de una amplia protesta callejera que exija la renuncia del mandatario. De acuerdo con este razonamiento, la existencia de un conflicto institucional entre el poder ejecutivo y legislativo es crucial, pues la movilización y el escándalo mediático son sólo detonantes que presionan en un contexto de enfrentamiento entre poderes.

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El periódico La Prensa muestra una noticia con declaraciones de Alianza Cívica quién dice no negociará la amnistía. (MAYNOR VALENZUELA/AFP/Getty Images)

En el caso de Nicaragua, queda claro que el elemento crucial que señala Pérez-Liñán no está presente debido a que Ortega controla totalmente el poder legislativo y ha des-democratizado el país a lo largo de la década en que ha sido presidente. En este sentido si bien existen algunos factores presentes en los episodios de caídas presidenciales -como son los de la recesión económica (con la disminución del apoyo de Venezuela y las sanciones de la Administración de Estados Unidos), las sospechas de enriquecimiento ilegítimo en la gestión de los recursos de la empresa Albanisa (propiedad de la petrolera estatal venezolana PDVSA) y las protestas en la calle- el control de la institucionalidad por parte del régimen hace bastante impredecible una caída rápida. En este sentido, el elemento central en esta crisis es el rol del Ejército, pero en Nicaragua los cuerpos armados han sido progresivamente controlados por el presidente y han tenido una posición distante en el período más álgido de las protestas. Muestra de ello es que la intensa represión realizada ha sido tarea de la Policía Nacional y, sobre todo, de batallón de paramilitares oficialistas cuyo origen es incierto.

Otro elemento explicativo acerca de las caídas presidenciales, es la actitud presidencial ante ellas. Y en este caso de Nicaragua el presidente Ortega, el FSLN y sus organizaciones afines han enarbolado un discurso totalmente acrítico. Desde el oficialismo se ha acusado de vándalos y golpistas a las personas que han salido a las calles y se ha anunciado que esta crisis ha supuesto para Nicaragua el comienzo de la “tercera fase” de la revolución popular sandinista a partir de la participación de los leales y de la depuración de los arribistas y traidores. El discurso oficial también ha señalado que se había terminado la alianza con los socios estratégicos (en referencia a los empresarios y a la Iglesia católica) y que se ahondaría en la participación de la militancia sandinista. Además, se apeló a la reactivación de los Comités de Defensa Sandinistas (CDS), una vez terminada la oleada de represión desplegada con el operativo Operación Limpieza.

Otro factor clave para entender esta crisis es la (incierta) fortaleza de la disidencia. En el caso de Nicaragua el proceso de desdemocratización impulsado desde el Gobierno a lo largo de una década, también afectó a la capacidad de la oposición, que fue disminuida con el fin de que nunca llegara a convertirse en una alternativa al Gobierno. En este sentido se comprende la dificultad que han tenido, hasta la fecha, quienes han retado a Ortega más allá de convocar protestas.

Los opositores en Nicaragua articulan una amplia coalición –en su mayoría formada por jóvenes- poco cohesionada, que se sostiene por su rechazo al régimen y se caracteriza por ser “autoconvocada”, pero carecen de líderes. Los discursos y manifiestos contrarios a Ortega que hasta ahora han salido a la luz dan cuenta de la existencia de una gran pluralidad de sensibilidades ideológicas y políticas. En este sentido, una cosa es la protesta en la calle y el rechazo al régimen y otra muy diferente la capacidad de crear una plataforma organizativa consistente que pueda competir en la arena electoral y en las instituciones. A ello también debe agregarse que la dura represión desplegada por Ortega ha supuesto el encarcelamiento de centenares de activistas y el exilio de otros miles más, a la par que las propuestas (sinceras o no) del Gobierno a abrir nuevas mesas de diálogo han pretendido –y pretenden- dividir a la oposición y ganar tiempo.

Con todo es importante señalar que la regeneración de la vida política nicaragüense no va a ser rápida. El proceso de reconstruir la democracia y recuperar la confianza social va a requerir tiempo y esfuerzo, si bien los medios de comunicación que no controla el gobierno han mantenido una posición firme. La involución democrática de la última década y la represión desplegada por el Gobierno durante el último año no se enmienda de un día para otro. Muchos creyeron que el día 16 de mayo de 2018 iba a iniciarse una dinámica negociadora con la organización de una “Mesa del Diálogo Nacional” en la que participaban miembros del gobierno, sectores universitarios, sindicatos, patronal y organizaciones civiles, con la mediación de la Conferencia Episcopal de Nicaragua. Pero el diálogo fracasó debido a que el Ejecutivo no puso fin a la represión y por su nula voluntad de avanzar en una agenda democratizadora. Diez meses después se ha propuesto un nuevo diálogo, pero con menos interlocutores y con unas expectativas mucho más limitadas. Es difícil que este avance mientras haya presos políticos, exiliados y represión en la calle. Aunque también va a ser difícil para Ortega poder gobernar en un clima de inestabilidad política, crisis económica y hostilidad internacional. Por ahora todo indica que la estrategia del presidente se limita a resistir, el peligro es que el desgaste de un empate entre adversarios es fatal para el país.