La crisis financiera estadounidense no puede contenerse y ya ha empezado a extenderse a otros países. Desde la ralentización del comercio hasta la contracción crediticia, desde el frenazo del sector de la vivienda hasta la volatilidad de las bolsas, así se producirá el contagio.

Para saber quién ganaría y quién perdería en una posible crisis financiera mundial, consulte: ‘El eco de la recesión‘.

No cabe la menor duda. Estados Unidos se encamina hacia una recesión. George W. Bush puede presumir de su paquete de estímulos económicos de 150.000 millones de dólares (algo más de 100.000 millones de euros) y la Reserva Federal puede seguir recortando los tipos de interés a corto plazo con el objetivo de fomentar el consumo. Pero no parece probable que esas medidas vayan a detener la desaceleración de la economía. La grave crisis de créditos y liquidez desencadenada por el derrumbe de las hipotecas de alto riesgo (las famosas subprime) está extendiéndose a mercados de préstamo más amplios, los 100 dólares por barril de petróleo ahogan a los consumidores y el desempleo sigue creciendo. Y, con el colapso del mercado de la vivienda, los arruinados estadounidenses ya no pueden seguir usando sus casas como cajeros automáticos para salir de compras. Ha llegado la hora de la verdad: la economía de la hiperpotencia ha dejado de luchar contra un pequeño brote de gripe y se encuentra en las primeras etapas de una dolorosa y persistente pulmonía.

Mientras tanto, otras naciones observan con ansiedad y esperan no caer también enfermos. En los últimos años, la economía mundial ha estado desequilibrada: los estadounidenses gastan más de lo que ganan y la superpotencia sufre enormes déficit externos. Cuando la crisis de las hipotecas de alto riesgo llegó a los titulares, el año pasado, los observadores confiaron en que el resto de naciones tuvieran el empuje y la demanda interna suficientes para mantenerse firmes frente al descenso del ritmo de Estados Unidos. Pero compensar la demanda de Washington va a ser difícil, por no decir imposible. Los consumidores estadounidenses gastan alrededor de nueve billones de dólares al año. Los chinos, en cambio, gastan más o menos un billón de dólares anuales, y los indios sólo unos 600.000 millones. Incluso en los hogares acomodados de Europa y Japón, el escaso crecimiento de las rentas y la inseguridad sobre la situación financiera mundial han hecho que se tienda a ahorrar en lugar de a gastar. Al mismo tiempo, países como China dependen de las exportaciones para sostener su rápido crecimiento económico. Por consiguiente, existen pocos motivos para creer que los compradores de todo el planeta vayan a tomar el relevo del tambaleante consumidor estadounidense, cuyo gasto ya ha comenzado a disminuir.

Como EE UU constituye una parte tan importante de la economía global –representa alrededor del 25% del PIB mundial y un porcentaje aún mayor de las transacciones financieras internacionales–, hay serias razones para pensar que un virus financiero estadounidense podría señalar el inicio de un contagio económico global. Quizá no desemboque en una recesión de alcance planetario, pero, como mínimo, otros países deben esperar un fuerte empeoramiento económico. Sucederá así:

El comercio disminuirá. La vía más clara de propagación que podría tener una recesión estadounidense es el comercio. Si la oferta y la demanda de Estados Unidos caen –algo que, por definición, ocurriría en caso de recesión–, el consiguiente declive del consumo privado, el gasto de capital de las empresas y la producción llevaría a una disminución de las importaciones de productos de consumo, bienes de capital, materias primas y otros materiales del extranjero. Las importaciones de EE UU constituyen las exportaciones de otros países, además de una parte importante de su demanda general. Por lo tanto, una situación así significaría también el descenso de sus tasas de crecimiento. Varias economías importantes –entre ellas Canadá, China, Japón, México, Corea del Sur y gran parte del sureste asiático– dependen en gran medida de sus ventas a la superpotencia. China, en especial, corre peligro porque gran parte de su crecimiento anual de dos cifras se ha apoyado en el incremento de sus exportaciones a dicho país. Los estadounidenses son los mayores consumidores del mundo y China es uno de los mayores suministradores. Si los primeros se resisten a comprar, ¿dónde irían los productos de la segunda?

La República Popular es un buen ejemplo de cómo sufrirían los vínculos comerciales indirectos con una recesión en Estados Unidos. En otros tiempos, los centros de producción asiáticos como Corea del Sur y Taiwan fabricaban bienes acabados, como productos electrónicos de consumo, que se exportaban directamente a las tiendas estadounidenses. Sin embargo, con el aumento de la competitividad china en el campo de la fabricación, el modelo comercial en Asia ha cambiado: los países de Oriente fabrican cada vez más componentes, por ejemplo procesadores informáticos, y los exportan a China, que utiliza esas piezas, fabrica los productos finales –ordenadores– y los vende a Norteamérica. Por consiguiente, si las importaciones de EE UU caen, las exportaciones chinas a Estados Unidos caen. Y si esto ocurre, la demanda china de componentes del resto de Asia caerá, y los quebraderos de cabeza económicos se extenderán aún más.

Un dólar débil empeorará las cosas. La ralentización económica en Estados Unidos y el recorte de los tipos de interés dictado por la Reserva Federal ya han hecho que el valor de su billete caiga en relación con muchas divisas flotantes, como el euro, el yen y el won surcoreano. Un dólar débil quizá estimule la competitividad de las exportaciones de EE UU, porque otras naciones podrán comprar más por menos. Pero eso, a su vez, también es perjudicial para otros países, como Alemania, Japón y Corea del Sur, que dependen en gran medida de sus exportaciones a EE UU. El fortalecimiento de sus monedas aumentará el precio de sus artículos en las tiendas estadounidenses, por lo que éstos serán menos competitivos.

Estallarán las burbujas inmobiliarias. Estados Unidos no es el único país que ha experimentado un boom del sector de la vivienda en los últimos años. El dinero fácil y los tipos de interés bajos y a largo plazo también han sido abundantes en otras naciones, sobre todo en Europa. Tampoco es el único país en el que el mercado inmobiliario ha sufrido un frenazo: Gran Bretaña, Irlanda y España están ligeramente por detrás de los estadounidenses en cuanto a la caída del valor de pisos y casas. Otros Estados con burbujas inmobiliarias menores pero también importantes son Francia, Grecia, Hungría, Italia, Portugal, Turquía y los países bálticos. En Asia y Oceanía, también han experimentado unos ligeros booms Australia, China, Nueva Zelanda o Singapur, e incluso en ciertas partes de India. Es inevitable que esas burbujas estallen, a medida que la crisis crediticia y unos tipos de interés más elevados vayan pinchándolas, y esa explosión desembocará en una desaceleración económica interna, en unos casos, y en una clara recesión en otros.

Los precios de las materias primas caerán. No hay más que ver el desmesurado encarecimiento del petróleo para comprender que la demanda mundial de materias primas se ha disparado en años recientes. Pero esos precios tan altos no durarán mucho. El debilitamiento de las economías de Estados Unidos y China –las dos locomotoras del crecimiento mundial– causará una brusca caída de la demanda de petróleo, energía, alimentos, minerales… El descenso de los precios de dichas materias repercutirá de forma negativa en las exportaciones y en el ritmo de crecimiento de los Estados que venden materias primas en Asia, Latinoamérica y África. Chile, por ejemplo, es el mayor productor de cobre, que se utiliza en procesadores informáticos y cables eléctricos. Cuando la demanda de EE UU y China disminuya, el precio de ese metal y, por tanto, las exportaciones chilenas, entrarán también en declive.

La capacidad de los bancos centrales de estimular sus economías y amortiguar el efecto de una crisis global con instrumentos monetarios es hoy mucho menor

La confianza financiera se tambaleará. Las consecuencias de la crisis hipotecaria en Estados Unidos se han transformado ya en una crisis de crédito y liquidez, más grave y más amplia, en Wall Street, que se ha extendido a los mercados financieros de otros lugares del mundo. Este contagio es imposible de contener. Una gran parte de los activos estadounidenses de riesgo que se han derrumbado –como los ahora denostados bonos respaldados por préstamos domésticos y las obligaciones de deuda con aval– se vendieron a inversores extranjeros. Por ese motivo, las pérdidas económicas de las hipotecas impagadas en ciudades como Cleveland, Las Vegas y Phoenix están apareciendo en Australia y Europa, incluso en pequeños pueblos de Noruega.

La confianza de los consumidores fuera de Estados Unidos –sobre todo en Europa y Japón– nunca ha sido muy sólida; ahora no tiene más remedio que debilitarse, con la desmoralización que representa la avalancha de malas noticias económicas procedentes de Washington. Y, a medida que las grandes multinacionales vean reflejadas en los libros las pérdidas de sus actividades en EE UU, quizá decidan reducir nuevas inversiones en fábricas y maquinaria, no sólo allí sino en todo el mundo. Las empresas europeas se verán especialmente afectadas, porque dependen más de los créditos bancarios que las norteamericanas. La incipiente crisis financiera global limitará su capacidad de producir, contratar e invertir.

La mejor forma de ver cómo se propaga esta gripe financiera es observar las bolsas mundiales. Los inversores se muestran más reacios a correr riesgos cuando parece que sus economías se debilitan. Por tanto, cuando hay malas noticias económicas en la hiperpotencia –por ejemplo, el aumento del paro o un crecimiento negativo del PIB–, preocupa que también vayan a sufrir otras economías. Los inversores venden sus acciones en Nueva York y el Dow Jones se viene abajo. Es de esperar una caída similar tras la apertura del Nikkei en Tokio, unas horas después, y la onda expansiva continuaría luego en Europa, cuando sonaran las campanas en Frankfurt, Londres y París. Es un círculo vicioso; la volatilidad del mercado culmina en una especie de pánico colectivo que hace que los inversores se deshagan en masa de los activos más arriesgados de sus carteras. Este contagio financiero se vio con total claridad cuando los mercados de todo el mundo se derrumbaron en enero.

 

DINERO A CAMBIO DE NADA

Los optimistas quizá crean que los bancos centrales pueden ahorrar al mundo los dolorosos efectos secundarios de una recesión en Estados Unidos. Quizá citen la recuperación de 2001 como motivo de esperanza. En aquella ocasión, la Reserva Federal redujo los tipos de interés del 6,5% al 1%, el Banco Central Europeo bajó su tipo del 4% al 2% y el Banco de Japón lo redujo a cero. Hoy, sin embargo, la capacidad de los bancos centrales de emplear instrumentos monetarios para estimular sus economías y amortiguar el efecto de una desaceleración mundial es mucho menor. No tienen tanto margen de maniobra, porque están limitados por una inflación más elevada. La Reserva Federal ha vuelto a recortar los tipos de interés, pero tiene que preocuparse por la posibilidad de que la caída desordenada del dólar haga que los inversores extranjeros retiren su financiación de la enorme deuda estadounidense. Un dólar más débil es un juego de suma cero en la economía mundial; puede beneficiar a Estados Unidos, pero daña la competitividad y el crecimiento de sus socios comerciales.

La política monetaria también será menos eficaz en esta ocasión porque existe un exceso de oferta de viviendas, automóviles y otros bienes de consumo. La demanda de estos artículos es menos sensible a los cambios de tipos de interés, porque hacen falta años para asimilar los excesos. No es de esperar que una mera desgravación fiscal cambie la situación, sobre todo cuando la deuda de tarjetas de crédito está aumentando y llega el momento de pagar las hipotecas y los préstamos para la compra de coches.

Washington se enfrenta a una crisis financiera que va mucho más allá del problema de las hipotecas de riesgo y afecta a áreas de la vida económica que están fuera del alcance de la Reserva Federal. Los problemas que afronta la economía estadounidense ya no consisten sólo en la carestía de efectivo; son problemas de insolvencia, y la política monetaria está mal preparada para resolver esas cuestiones. Millones de familias están a punto de no poder cumplir los plazos de sus créditos inmobiliarios. No sólo han ido a la bancarrota más de cien instituciones hipotecarias de alto riesgo, también hay casos de morosidad en hipotecas más normales. Los problemas se han extendido incluso a los préstamos para adquisiciones empresariales demasiado arriesgadas y propiedad inmobiliaria comercial. Cuando la economía caiga más, las quiebras aumentarán enormemente y se producirán más pérdidas. Existe, además, un “sistema bancario fantasma”, formado por instituciones que no son bancos y que piden prestado dinero o inversiones en líquido a corto plazo, pero prestan o invierten a largo plazo en forma no líquida. Por ejemplo, los fondos de mercado monetario, que pueden retirarse de la noche a la mañana, o los de gestión alternativa, que en algunos casos pueden redimirse con sólo un mes de aviso. Muchos de estos fondos se invierten y se bloquean en activos de riesgo y a largo plazo. Como consecuencia, las instituciones de este sistema fantasma están sujetas a mayor incertidumbre porque no pueden acudir a la Reserva Federal como prestamista de último recurso, por lo que quedan al margen de la ayuda que podría ofrecerles la política monetaria.

Más allá de Wall Street, también existe hoy mucho menos margen de maniobra para los estímulos de política fiscal, porque Estados Unidos, Europa y Japón tienen déficit estructurales. Durante la última recesión, EE UU experimentó un cambio de casi el 6%  en la política fiscal, desde un excedente de aproximadamente el 2,5% del PIB en 2000 a un déficit del 3,2% del PIB en 2004. Ahora, sin embargo, la superpotencia ya tiene un gran déficit estructural, y el margen para el estímulo fiscal no es más que del 1% del PIB, tal como se acordó recientemente en el paquete de medidas de Bush. Lo mismo ocurre en Europa y Japón. Ese conjunto de estímulos fiscales es demasiado pequeño para suponer una gran diferencia, y lo que la Reserva Federal está haciendo ahora es demasiado poco y llega demasiado tarde. Harán falta años para resolver los problemas que han causado esta crisis. Mala regulación de las hipotecas, falta de transparencia en productos financieros complejos, programas de incentivos equivocados en la compensación bancaria, clasificaciones de créditos erróneas, mala gestión de los riesgos por parte de las instituciones financieras… La lista es interminable.

Al final, en el mundo plano de hoy, cuando todo va bien, la interdependencia estimula el crecimiento en todo el planeta. Por desgracia, esos vínculos comerciales y financieros significan también que el empeoramiento de la economía en un país puede arrastrar a todos los demás. No todos seguirán a Estados Unidos a una recesión, pero ninguno puede decir que es inmune.

 

 

¿Algo más?
Para un análisis actualizado de la recesión en Estados Unidos y cómo está afectando a la economía mundial, véase el blog de Nouriel Roubini en RGE Monitor (www.rgemonitor.com/blog/roubini). Si quiere conocer las limitaciones que sufre la Reserva Federal al crear una política monetaria, lea ‘The Education of Ben Bernanke’, de Roger Lowenstein, en el número del 20 de enero de 2008 de The New York Times Magazine. Para ver un mapa multimedia de la propagación de la crisis estadounidense de las hipotecas de alto riesgo en todo el mundo, veáse ‘The Credit Crunch Goes Global’, en la web de la revista Fortune.