Una mujer rohingya en el campo de refugiados Kutupalong, en Bangladesh. (ED JONES/AFP/Getty Images)

La crisis de los rohingyas ha entrado en una fase nueva y peligrosa, que amenaza la transición democrática tan penosamente forjada en Birmania, su estabilidad, la de Bangladesh y la de toda la región.

Un atentado cometido en agosto por el Ejército de Salvación Arakán Rohingya (ARSA en sus siglas en inglés), un grupo terrorista del estado de Rakhine, en Birmania, provocó una respuesta militar brutal e indiscriminada contra la maltratada comunidad de los musulmanes rohingyas. El asalto desencadenó un éxodo masivo de refugiados, que llevó a un mínimo de 655.000 personas a Bangladesh. La ONU calificó la operación de “ejemplo de manual” de limpieza étnica. El Gobierno ha impuesto duras restricciones a la ayuda humanitaria en la zona y la buena prensa de la que disfrutaba entre la comunidad internacional Aung San Suu Kyi, consejera de Estado y Premio Nobel de la Paz, se ha disipado. Su Gobierno mantiene una postura inflexible hacia los rohingyas y se resiste a hacer concesiones incluso en cuestiones humanitarias inmediatas. Y en ello cuenta con el apoyo de la población, que ha adoptado la retórica nacionalista y antirohingya de los budistas, difundida a través de los medios estatales y las redes sociales.

Las presiones del Consejo de Seguridad de la ONU son críticas y los gobiernos occidentales se encaminan hacia la aprobación de sanciones selectivas, que son una señal clave de que estas acciones no pueden quedar sin castigo. Por desgracia, no parece que las sanciones vayan a repercutir de manera positiva. La prioridad es, con razón, el derecho de los refugiados a regresar de forma voluntaria, segura y digna. En la práctica, y a pesar de un acuerdo de repatriación firmado a finales de noviembre entre Bangladesh y Birmania, los refugiados no volverán mientras el país no restablezca la seguridad para todas las comunidades, conceda a los rohingyas libertad de movimientos, acceso a servicios y otros derechos, y permita un acceso sin restricciones a las organizaciones humanitarias y de refugiados.

Aunque, en público, el Gobierno de Bangladesh está tratando de convencer a Birmania para que vuelva a acoger a los refugiados, en privado reconoce que es un empeño imposible. No ha definido políticas ni ha tomado decisiones operativas sobre cómo administrar a más de un millón de rohingyas en la parte sureste del país, junto a la frontera birmana, a medio y largo plazo. Los fondos internacionales para sufragar una operación de emergencia infradotada se agotarán en febrero. Todos estos elementos, empezando por la presencia de una vasta población de refugiados sin Estado, crea enormes peligros para Bangladesh. El riesgo inmediato es el conflicto entre los refugiados y una comunidad de acogida que en algunas zonas está tremendamente sobrepasada y que sufre la subida de los precios y la caída de los salarios. Además, la presencia de los refugiados podría alimentar las divisiones comunitarias y políticas antes de las elecciones previstas para finales de 2018.

También existen riesgos para Birmania. El ARSA puede reagruparse y lanzar, incluso con la ayuda de grupos internacionales dispuestos a aprovechar la causa de los rohingyas o a reclutar militantes entre los desplazados, ataques al otro lado de la frontera que intensificarían las tensiones entre budistas y musulmanes en el estado de Rakhine y las fricciones entre Burna y Bangladesh. Cualquier ataque fuera de Rakhine provocaría más tensión y violencia entre budistas y musulmanes en todo el país. El reconocimiento de la crisis, la puesta en práctica de las recomendaciones de la Comisión Asesora dirigida por Kofi Annan sobre el estado de Rakhine y el rechazo de los relatos divisivos servirían para enderezar el rumbo del Gobierno y el pueblo birmano.

 

Este artículo forma parte del especial Las guerras de 2018

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia