Honduras no es más que el comienzo.

 

A mediados de los 80 llegó la democracia a Centroamérica, pero dejó bastantes burbujas de autoritarismo. Como confirma la agitación reciente, la transición de las dictaduras a sistemas democráticos en la región se interrumpieron o quedaron incompletas. Ahora, el golpe de Estado en Honduras, el fraude electoral en Nicaragua y los asesinatos en Guatemala son señales de futuros problemas.

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La crisis de la región es una crisis de liderazgo, de una clase dirigente que prometió la democracia pero no ha sabido proporcionarla. Los centroamericanos están hartos de las mismas élites políticas y los mismos partidos, que en muchos casos son restos de hace tres décadas. Hoy sólo pueden presumir de unas burocracias públicas abandonadas y unas economías arruinadas por las conmociones mundiales. Sin embargo, a pesar de sus fracasos y del descontento que no deja de aumentar, las formaciones gobernantes de la zona se niegan a marcharse.

Nadie se ajusta mejor a esta descripción que el depuesto presidente de Honduras, Manuel Zelaya, cuya expulsión siguió a sus intentos de permanecer en el poder más allá de lo que podía tolerar incluso la clase dirigente. Procede de las filas del Partido Liberal, en el que, al principio, se distinguió por ser diferente de la élite gobernante. Pero pronto dejó de ser tan diferente. No cumplió las promesas fundamentales de su campaña: controlar el crimen, proteger a los grupos de la sociedad civil de la intimidación de los conservadores e incrementar el crecimiento económico.

Los malos resultados, desde luego, dañaron la popularidad de Zelaya. Pero lo que verdaderamente le hizo perder puntos fueron sus intentos cada vez más frecuentes de consolidarse en el poder. Los problemas se intensificaron cuando conspiró con el tribunal electoral para apartar a Elvin Santos como candidato presidencial de su partido en favor de Roberto Micheletti (que ahora, irónicamente, ha ocupado el lugar de Zelaya tras el golpe). El presidente hondureño impulsó sus ambiciones utilizando los beneficios económicos de un acuerdo preferencial sobre petróleo negociado con el venezolano Hugo Chávez. Se aproximó también al líder izquierdista Daniel Ortega en Nicaragua y trató de ganarse a los movimientos sociales locales. Todo ese respaldo le dio la audacia necesaria para ordenar un referéndum informal sobre una posible enmienda de la Constitución, una medida considerada por muchos como un plan para volver a presentarse a las elecciones. Zelaya causó malestar entre las clases dirigentes, en los partidos que le habían llevado al poder, el tribunal electoral, el tribunal supremo y la élite empresarial, porque se las arregló para sortearlos a todos. Furioso, el Congreso nombró una comisión investigadora tres días antes de que comenzara el sondeo nacional y animó al Ejército a que le apartara del poder.

Hay muchos más ‘zelayas’ en toda Centroamérica, que tendrán que hacer frente a su incapacidad de lograr una verdadera democracia

Aunque hay muchas culpas que repartir entre las locuras de Zelaya y el golpe de Estado posterior, la crisis de Honduras es producto de un problema más amplio: una clase dirigente que inició la transición democrática pero no ha sabido ni ha querido consolidarla. Esta es la cadena de acontecimientos: un líder democráticamente elegido esquiva las instituciones democráticas para volver a presentarse a unas elecciones (democráticas). A su vez, el Congreso pide al Ejército que lo deponga de manera ilegal, con la aprobación generalizada de otras instituciones políticas legítimas. Ahora, el dilema con el que se encuentran los demócratas es: ¿debe el país devolver el poder a un presidente libremente elegido que no respetó las normas democráticas, o tiene que respetar su expulsión antidemocrática, muy apoyada por el sistema político legítimo?

El hecho de no haber abordado los fallos democráticos de Centroamérica ha generado no sólo este golpe, sino una región de sociedades polarizadas que no pueden o no quieren enfrentarse a la pobreza y el crimen ni fomentar el desarrollo económico. La situación es más grave que nunca, porque unas fuerzas externas temibles contribuyen a debilitar unos Estados frágiles. Por ejemplo, el crimen organizado internacional en Honduras ha elevado el número de asesinatos durante los tres últimos años a más de 15 al día.

Para abordar estos retos habrá que enfrentarse a las estructuras de poder de la región y renovarlas. Hay muchos más zelayas en toda Centroamérica, que tendrán que hacer frente a su incapacidad de lograr una verdadera democracia y la reacción que quizá se les venga encima. El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, por ejemplo, pertenece a una generación de líderes políticos acostumbrados a un viejo modelo autoritario y populista, cuando el mundo tolera cada vez menos a ese tipo de dirigentes. Óscar Arias, de Costa Rica, es un viejo cuadro del Partido de Liberación Nacional, socialdemócrata, y representa unos ideales similares. En vez de pasar el testigo a una generación nueva, hace poco designó a una persona de su partido, Laura Chinchilla, como favorita para sucederle.

En Centroamérica ha llegado el momento de la democracia, la hora de sustituir las viejas clases y los viejos partidos gobernantes por nuevas formas de abordar las realidades de las presiones internacionales y el estancamiento del desarrollo económico. Si las transiciones vuelven a fracasar esta vez, Honduras no será el último lugar con problemas.

 

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