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Personas leyendo periódicos falsos en Glasgow. (Christopher Furlong/Getty Images)

Es necesario estar atentos a la desinformación, pero si no se producen avances para detener una catástrofe climática, el problema de fondo no es este. ¿Cuál es? He aquí las claves.

En la película Don’t Look Up, un cometa de dimensiones catastróficas que se dirige a toda velocidad hacia la Tierra sirve de metáfora de la crisis climática. Los científicos interpretados por Leonardo di Caprio y Jennifer Lawrence dan la señal de alarma, pero a la presidenta de Estados Unidos que encarna Meryl Streep, un personaje de estilo trumpiano, no le conviene desde el punto de vista político que se sepa, así que decide desviar la atención de los avisos. Cuando la noticia llega por fin a oídos de la población, suplica a la gente que no haga caso, para lo que utiliza un eslogan: “Don’t look up” (No miréis hacia arriba). Es una forma entretenida de mostrar lo fácil que es para un líder explotar las divisiones entre grupos y corrientes políticas con afirmaciones simplistas o negacionistas, incluso ante una amenaza existencial. (¡Spoiler!) Al final, el cometa destruye la tierra y a todos los que están en ella.

También es una visión cínica de nuestra capacidad de distinguir entre realidad y ficción, que facilita el llamado efecto tercera persona: la tendencia que tenemos a pensar que los mensajes que transmiten los medios de comunicación ejercen más efecto en los demás que en nosotros. Ahora bien, si creemos que hay un número de personas suficiente como para inclinar la balanza de la opinión pública sobre el clima que se deja engañar con tanta facilidad por la información anticientífica, entonces la opinión pública es un mecanismo muy poco fiable para presionar a los que ocupan cargos electos a propósito de cualquier tipo de política. En especial, sobre las medidas para mitigar el cambio climático.

Decir eso equivale a condenar la democracia y el gobierno del pueblo. Pero es muy incómodo afirmar que la gente es demasiado estúpida para autogobernarse, de manera que no lo decimos así ni tampoco lo hace la película, desde luego. Es mucho más cómodo echar la culpa al mensajero, retorcernos las manos por el enorme volumen de desinformación que inunda las redes sociales, muchas veces de boca de los propios líderes. No cabe duda de que la desinformación es un problema difícil de resolver. ¿Pero de verdad esa desinformación engaña y hace negar el cambio climático a tanta gente que, como consecuencia, los responsables políticos son reacios a tomar medidas de peso?

El secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, utilizó este argumento el 21 de enero, cuando advirtió a la Asamblea General que “estamos ante cinco alarmas de incendio mundial”. Entre esos cinco, destacó la crisis climática y el caos digital provocado por la desinformación. Alegó que la desinformación hace aún más difíciles todos los problemas transnacionales, pero en particular el del clima, porque arroja dudas sobre el consenso científico y espolea a los negacionistas del cambio climático en todo el mundo.

La desinformación sobre el clima es persistente, se amplifica en las redes sociales y es muy difícil de controlar. Pero también es un chivo expiatorio muy cómodo para justificar la inacción climática. Un chivo que fomenta dos teorías: la primera, que la desinformación influye en tanta gente como para llevar a una mayoría, o al menos a una minoría considerable, al bando de los negacionistas; y la segunda, que la opinión pública influye de manera decisiva en la elaboración de políticas, tanto a nivel nacional como internacional.

El fallo de este argumento es que los datos no respaldan la idea de que la opinión pública es responsable de la falta de medidas sobre la crisis climática. Todo el mundo está muy preocupado por el cambio climático y quiere que los dirigentes actúen. Son ellos los que no están haciendo caso a la opinión pública, especialmente en la esfera internacional.

A pesar de las campañas de desinformación, las cifras de un sondeo del Pew Research Center llevado a cabo recientemente en 17 economías avanzadas de Norteamérica, Europa y Asia-Pacífico muestran que una sólida mayoría del 72% está muy preocupada por el cambio climático y cree que le perjudicará (frente al 27% que no está preocupado). Todavía hay más gente, el 80% de los encuestados, que está dispuesta a introducir cambios en su forma de vivir y trabajar para mitigarlo (frente al 19%). Sin embargo, solo el 56% (frente al 44%) cree que la sociedad está abordando el cambio climático de manera acertada y tiene más dudas de que las medidas tomadas por las instituciones internacionales vayan a servir de algo: el 52% dice que no tiene gran confianza y el 46% que sí.

En Estados Unidos, que destaca por tener una derecha llena de negacionistas del cambio climático y antivacunas, dos tercios de los encuestados por Pew Research creen que el gobierno debería hacer más por el clima. Este resultado coincide con lo que veo en mis amigos estadounidenses que votan a los republicanos e incluso a Trump, pero que están muy preocupados por el medio ambiente y la lucha contra la crisis climática.

A partir de los datos de opinión pública, es difícil llegar a la conclusión de que las campañas de desinformación están consiguiendo ser las más influyentes, y la investigación académica lo respalda. En un artículo publicado el año pasado en Social Media + Society, Andreas Jungherr y Ralph Schroeder señalan que, aunque sea habitual pensar que la desinformación es una amenaza para la democracia, los resultados empíricos indican que “es un problema limitado, que tiene un alcance limitado entre la población. Su protagonismo en el discurso público debe interpretarse, más bien, como un ‘pánico moral’”.

 

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Grupo de activistas protestando en contra de la desinformación vertida por grandes magnantes de la comunicación. (Belinda Jiao/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

Las últimas investigaciones de los politólogos Yanna Krupnikov y John Barry Ryan están en consonancia con esta conclusión, lo que indica que la creencia popular de que estamos irremediablemente divididos es una idea equivocada. Los datos que presenta su estudio muestran que hay un abismo mayor entre los estadounidenses que están profundamente involucrados en la política y los que no. Su argumento es que el tipo de personas que viven la política con intensidad, las que proclaman a voz en grito sus puntos de vista durante las cenas o en las redes sociales, solo constituyen el 15-20% del país. El otro 80% ni se molesta, porque está más dedicado a su vida cotidiana.

Sin embargo, esa minoría de fanáticos políticos es la que inspira nuestra interpretación de los temas divisivos y la política de partidos, porque sus voces, ya de por sí muy ruidosas, se amplifican. En primer lugar, por las redes sociales, que están diseñadas para que sus algoritmos dirijan el tráfico hacia los contenidos e ideas más espeluznantes. Aunque las empresas propietarias de esas redes protegen los algoritmos y se niegan a darlos a conocer, sí sabemos que están diseñados para ofrecernos unos contenidos cada vez más extremistas y empujarnos hacia una espiral de adicción.

Después, esas voces encuentran más eco en los medios de comunicación tradicionales, que buscan como sea tener más clics y más espectadores y, por tanto, prestan especial atención a todo lo conflictivo. Esta minoría extremista e hipersectaria con sus teorías enloquecidas es una prueba contundente de ese fascinante relato de divisiones profundas promovido por las redes sociales. Es un círculo vicioso que lleva a creer que el mundo se ha vuelto loco y las redes sociales a las que todos somos tan adictos están destrozando la democracia.

No está claro si la opinión pública puede o incluso debe influir en los responsables políticos a la hora de abordar la política internacional. Los politólogos llevan mucho tiempo preguntándose si de verdad la población tiene suficientes conocimientos o incluso interés por los asuntos internacionales como para justificar que se tenga en cuenta su opinión. A nivel nacional, la encuesta de opinión pública definitiva son las elecciones. En teoría, durante la campaña, los políticos deben presentar a los electores sus argumentos a favor y en contra de determinadas recetas políticas.

Pero no somos ordenadores, sino seres humanos, muy emocionales y tribales. El libro de Jonathon Haidt The Righteous Mind (La mente de los justos) expone ambos casos y, de hecho, explica las bases científicas de nuestra toma de decisiones emocional. La conclusión es que las elecciones no muestran una relación directa entre la opinión pública sobre cada tema y quién resulta elegido. Algunos temas desempeñan un papel más importante, como la economía, mientras que otros, como el cambio climático, pueden considerarse importantes cuando son el único ítem de una encuesta, pero pasan a segundo plano cuando se comparan con otros.

En las elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos, solo el 42% de los votantes decía que el cambio climático influía mucho en su voto; este tema ocupó el 11º puesto, muy por detrás de la primera preocupación, la economía, que atraía la atención del 79% de los votantes, la sanidad, con el 68% y los nombramientos para el Tribunal Supremo, con el 64%. Lo mismo está pasando en España, donde existe una gran consternación por la crisis del clima (ha pasado del 36% al 46% desde 2015) y, sin embargo, las encuestas muestran que los asuntos que más inquietan a la gente son el desempleo y la economía, seguidos en los últimos tiempos por la pandemia.

Si, en cada uno de nuestros países, las posiciones sobre el clima no son un factor para elegir a quienes van a gobernar y por tanto no se les presiona para que aborden este problema, nunca tendrá tanta prioridad como la economía. Si lo trasladamos al ámbito internacional, la cosa se complica aún más, puesto que los dirigentes de las instituciones multilaterales, en su mayor parte, están designados por las autoridades nacionales. Esto es lo que los politólogos llaman legitimidad indirecta. Es decir, que se considera que el nombramiento de los representantes y dirigentes internacionales tiene legitimidad democrática porque quienes los designan son líderes democráticamente elegidos. Aun así, este sistema hace que a los ciudadanos del mundo les sea verdaderamente difícil pedir cuentas a los dirigentes internacionales ante cualquier problema, y mucho más en la complicada tarea de abordar el cambio climático.

Es indudable que debemos estar atentos a la desinformación. Pero, en lugar de recurrir al “código de conducta global” que sugiere Guterres para luchar contra la infodemia, deberían dedicarse más esfuerzos a mejorar la alfabetización mediática, además de obligar a las empresas propietarias de redes sociales a que asuman responsabilidades por sus algoritmos. Tenemos que saber exactamente cómo se nos transmiten las opiniones extremistas y la desinformación para poder exigir un cambio. Culpar a la desinformación de la falta de avances para detener una catástrofe climática es una forma fácil de desviar nuestra atención del problema de fondo, que es la necesidad de reformar instituciones internacionales como la ONU para rindan cuentas ante la opinión pública mundial.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia