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Edificio del Parlamento Europeo de Estrasburgo, Francia. (Patrick Hertzog/AFP/Getty Images)

He aquí dos libros que analizan por qué la Europa liberal está fracasando y cuál es el papel de Estados Unidos en la región.

Counter- Revolution, Liberal Europe in Retreat

Jan Zielonka

Oxford, (2018)

The Marshall Plan, Dawn of the Cold War

Benn Steil

Simon and Schuster, (2018)

Counter-Revolution, Liberal Europe in Retreat ofrece un provocador diagnóstico de la contrarrevolución que amenaza al liberalismo europeo. Ahora que celebramos el hecho de que el Muro de Berlín lleva caído más tiempo del que estuvo en pie, Jan Zielonka afirma que “Europa no ha sabido adaptarse a los inmensos cambios geopolíticos, económicos y tecnológicos que han barrido el continente durante los últimos 30 años. Los modelos europeos de democracia, capitalismo e integración no están en sintonía con las nuevas y complejas redes de ciudades, banqueros, terroristas y migrantes. Los valores liberales que permitieron prosperar a Europa durante muchas décadas han sido traicionados. La escalada de emociones, mitos y mentiras han dejado escaso hueco a la razón, la deliberación y la conciliación”. La acusación de Zielonka es aplastante, formulada en una serie de cartas dirigidas al difunto Ralf Dahrendorf, que fue uno de los principales pensadores liberales de la Europa de posguerra, un alemán que fue comisario en Bruselas y al que el Reino Unido otorgó el título de lord vitalicio. El libro es una expresión de amor despechado, en la que responsabiliza a los liberales. Es demasiado fácil, explica, culpar de la contrarrevolución a la gente corriente e incluso a los políticos populistas.

Dahrendorf escribió su libro justo después de la caída del muro de Berlín, cuando el sueño de una Europa unida, liberal y democrática estaba en su apogeo. Han pasado muchas cosas desde entonces, y Zielonka responsabiliza a “las instituciones no elegidas por mayoría, como bancos centrales, tribunales constitucionales y organismos reguladores” y, más en general, a la UE, el “prototipo de una institución no elegida dirigida por expertos ilustrados”, del ascenso de los partidos populistas. En los últimos tiempos ha habido demasiados perdedores, y los que carecen de las aptitudes necesarias para competir en el mercado o se ven arrinconados por la mano de obra móvil de los inmigrantes estaban listos para “cambiar su voto a los emprendedores políticos opuestos al orden dominante”. El autor tiene razón el preguntarse si “el liberalismo ha sido secuestrado por banqueros codiciosos o ha sido caldo de cultivo de la complacencia”. Asegura con rotundidad que son las minorías —políticos profesionales, periodistas, banqueros y expertos en la élite mundial— las que están diciendo a las mayorías qué es lo que les conviene. Al traspasar cada vez más poder a instituciones que nadie ha elegido, los liberales han arrebatado a los votantes la posibilidad de tener voz en política.

Cuando dice que “el proyecto liberal ha dejado a las personas perdidas en el laberinto de los poderosos mercados internacionales”, el libro se convierte en una curiosa mezcla de crítica liberal del populismo y crítica populista del liberalismo. Resulta persuasivo cuando alega que los pilares institucionales de la representación política se han derrumbado. La política en Francia, Reino Unido y Alemania, por no hablar de Estados Unidos, se ha vuelto oligárquica. Los medios han dejado de ser proveedores serios de información para dedicarse a entretener y agitar el miedo, lo cual ha degradado la política y ha abierto la puerta a las fake news, las “falsas noticias”. Como consecuencia, la democracia se ha “convertido en un estilo de ingeniería institucional con poco margen para la participación de los ciudadanos. Se celebran elecciones, pero estas no generan verdaderos cambios políticos, y las decisiones fundamentales las toman unos organismos no elegidos, como los bancos centrales, los tribunales constitucionales y la Comisión Europea”. Los partidos políticos están desconectados de la sociedad y envueltos en una forma de rivalidad tan falta de significado que ya no parecen capaces de sostener la democracia en su forma actual. Recurren a los canales de comunicación y las instalaciones del Estado para hacer funcionar sus infradotadas organizaciones, y recompensan a sus partidarios y activistas con privilegios y recursos también del Estado.

Lo que no dice el autor es cómo pueden las democracias nacionales controlar una economía de mercado transnacional. Los mercados están bastante libres de controles democráticos, y son ellos los que imponen sus normas a las democracias. El gasto público no puede ni siquiera mantenerse en el nivel actual con medidas tan oportunistas como la inflación o la deuda pública, así que los compromisos electorales, por definición, se quedan vacíos. Si las empresas amenazan con llevarse las fábricas al extranjero cuando se encuentran con presiones de los sindicatos o subidas de impuestos, los gobiernos democráticos ven reducido su margen de maniobra. Todo esto es verdad, pero las causantes son fuerzas económicas más amplias de las que Zielonka no se ocupa. El ascenso de China, el impacto de la tecnología y la desindustrialización tienen más influencia, seguramente, que el neoliberalismo contra el que arremete. Esas son las cosas que han dejado incluso a los ricos Estados de bienestar de Europa casi sin recursos. Las desigualdades son reales y cada vez mayores, y despiertan tanta ira como la inmigración en masa.

Zielonka critica a Bruselas por no haber reaccionado ante la Primavera Árabe, por seguir apoyando a dictadores, por no haber apoyado a Túnez, y tiene razón. ¿Pero acaso él podría haber previsto mejor que la mayoría de los expertos las revueltas árabes antes de 2011? Los especialistas no están de acuerdo en cuándo empezaron a torcerse las cosas en Europa, pero el autor no resulta convincente cuando afirma que “la mayoría de los problemas que afronta hoy Europa los ha creado la propia UE”. Es posible que el euro se concibiera “de manera deficiente”, pero su propósito no fue nunca desafiar al dólar. La Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión no solo carecía de medios diplomáticos y militares, sino también de una moneda común, que se pensó que podría ser un instrumento crucial para ejercer influencia en el ámbito internacional. La culpa de muchos de sus fracasos la comparte también, como mínimo, Estados Unidos. Al definirse como la mayor zona comercial del mundo y un modelo de democracia, la Unión Europea se olvidó de que las naciones-Estado no se andan con tonterías.

¿Es inevitable la desintegración de la UE? No necesariamente. Hay muchas Casandras, pero volver a la nación-Estado no es precisamente la solución, como cualquier polaco como Zielonka debe de saber. Su libro es un grito a la desesperada, pero no ofrece soluciones. Para comprender en qué se equivocaron Occidente y la UE, es mejor recurrir a la historia del Plan Marshall escrita por Benn Steil. No solo The Marshall Plan, Dawn of the Cold War proporciona la descripción más completa de cómo el Plan Marshall y la OTAN se convirtieron en los dos pilares fundamentales de la arquitectura de la Europa de posguerra y las relaciones transatlánticas, sino que cuenta la historia de uno de los triunfos más duraderos de la diplomacia estadounidense: el plan para ayudar a la reconstrucción de los aliados europeos, que estaban al borde de la descomposición tras la Segunda Guerra Mundial. El libro combina la historia económica y la historia política y, en una época en la que los expertos no dejan de exigir “Planes Marshall” en todo el mundo, muestra cómo el Plan aplastó las esperanzas soviéticas de que Estados Unidos se retirase de Europa. Nos recuerda cuánto le costó a Washington construir alianzas en todo el mundo, unas alianzas que el Gobierno de Trump está encargándose ahora de destrozar.

La obra está llena de retratos detallados de los principales intervinientes: el presidente Truman, Dean Acheson y George Marshall en Estados Unidos, dirigentes franceses como Georges Bidault, el ministro de Exteriores del Reino Unido, Aneurin Bevin, Josef Stalin y sus acólitos, Konrad Adenauer y muchos otros personajes parecen desbordar las páginas de un libro que explica los detalles de la concepción del plan y cómo evolucionó durante sus diferentes fases: elaboración, aprobación por parte del Congreso y los aliados y ejecución. Hoy, vuelven a estar en juego el futuro europeo y el papel estadounidense en la región, y por eso el último capítulo resulta tan interesante. Los líderes que gobernaron Estados Unidos y Europa después de 1989 no fueron tan inteligentes como sus predecesores. Los gobiernos de Clinton y Bush no entendieron que llenar un vacío político y económico en Europa del Este con un pacto militar “podría no ser prudente”. La OTAN siempre había sido una alianza defensiva, pero “pasó a la ofensiva al mismo tiempo que se expandió hacia el antiguo pacto de Varsovia”. Se había sentado un peligroso precedente, dijo Gorbachov, “de emprender una acción militar contra un país soberano sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, en violación de la Carta de Naciones Unidas y el derecho internacional”. El autor observa que “Putin iba a aprovechar pronto ese precedente para llevar a cabo sus propias liberaciones”. Insiste en que George Marshall y Dean Acheson “nunca habrían sido partidarios de usar la OTAN en lugar de una estrategia política y económica”.

Richard Holbrooke, firme defensor de la expansión de la OTAN y embajador en Alemania en aquella época, alegó que Estados Unidos podía “nadar y guardar la ropa”. Pero nada indica que pudiera; la teoría de que la ampliación de la OTAN era la consolidación de la victoria de las ideas occidentales estaba equivocada. Permanecer fuera de la OTAN no ha debilitado las ideas occidentales en Suecia, y estar en ella no ha impedido que Turquía retroceda bajo la presidencia de Erdogan. Polonia, que también es miembro, empezó a alejarse de la democracia con el Gobierno del partido Ley y Justicia elegido en 2015. En 1997, George Kennan, que tenía 101 años y había sido el principal arquitecto de la política de contención de la URSS en 1945, afirmó en The New York Times que “ampliar la OTAN sería el error más desgraciado de la política exterior estadounidense en toda la era de posguerra”. Merece la pena revisitar la historia, y estos dos libros se complementan. Hace 70 años, Estados Unidos desarrolló un “marco de contención soviética para salvaguardar sus intereses sin apaciguamiento ni guerra”. Se mezclaron democratización y los objetivos de seguridad, y se dejó de lado la estrategia en favor de la “improvisación para pacificar intereses contradictorios”. Si el libro de Zielonka es un grito de angustia, el análisis de Steil sugiere una serie de motivos importantes por los que la Europa liberal está fracasando. Concluye su libro con estas sencillas palabras: “Los grandes actos políticos se apoyan en el realismo tanto como en el idealismo. Es una lección que tenemos que volver a aprender”.

En 1989, el presidente George Bush y el canciller Helmut Kohl pudieron pensar estratégicamente. También pudo hacerlo Jacques Chirac cuando se opuso a la invasión de Irak dirigida por Estados Unidos. Hoy tenemos la desgracia de que ni Europa ni Estados Unidos cuentan con estadistas capaces de ejercer el pensamiento estratégico. La bola de demolición que ha puesto en marcha la diplomacia de Trump en Irán no puede sino hacernos añorar a Harry Truman, George Marshall y George Kennan.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia