Ellen Johnson Sirleaf es tal vez la mejor presidenta que ha tenido jamás Liberia. Pero ahora también ella se enfrenta a críticas por no haber acabado con la corrupción.

Si se atraviesa hoy la capital de Liberia, una de las primeras cosas que se advierten son los nuevos desarrollos urbanísticos que salpican la ciudad, incluidas algunas extravagantes mansiones de cemento. Hace sólo siete años, las paredes de Monrovia estaban llenas de balas, y había zonas enteras de la ciudad en ruinas por el ataque rebelde que expulsó del país a su tristemente famoso dictador, Charles Taylor. Cuando dejó su cargo y se fue exiliado a Nigeria, Liberia llevaba 14 años de conflicto y habían muerto unas 250.000 personas, una parte importante de la población del país, que es de sólo 3,8 millones de habitantes.

Hoy en día, por el contrario, la república más antigua de África es una de las niñas bonitas de la comunidad de donantes. Y muchos creen que la presidenta del país, Ellen Johnson Sirleaf, es la máxima responsable de ese cambio tan espectacular. Sirleaf, la primera mujer elegida jefa de Estado en África, ha sido objeto de elogios internacionales por estabilizar la economía política de Liberia y, entre otros, ha expresado su admiración por ella la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton. Ex funcionaria del Banco Mundial, la presidenta liberiana ha convencido a Naciones Unidas para que levante las sanciones contra el lucrativo sector de los diamantes y la industria maderera del país, ha obtenido el apoyo del FMI para cancelar los últimos 4.900 millones de dólares (4.100 millones de euros) de deuda exterior y ha aumentado el volumen del presupuesto nacional de 80 millones de dólares en 2005 a 350 millones de dólares en la actualidad. Se han arreglado carreteras y ha vuelto la electricidad a varias zonas de la capital.

 
 
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Ésta es la parte buena; y no hay duda de que lo es, dado de dónde se partía. Pero en los últimos meses, la imagen intocable de dama de hierro de Sirleaf, un apodo que se ganó durante sus difíciles años en la oposición, ha empezado en empañarse. Sus detractores, entre los que hay miembros de su propio Gobierno, la acusan de haber hecho demasiado poco para abordar la corrupción generalizada en el país; la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Liberia recomendó que se le impidiera ocupar un cargo público durante 30 años debido al apoyo pasajero que prestó a Taylor, el cual se enfrenta a cargos de crímenes de guerra en La Haya; y ella ha decidido presentarse a un segundo mandato pese a prometer que no lo haría cuando tomó posesión. No son, ni mucho menos, las peores acusaciones imaginables en un Estado que ha sufrido una guerra, pero han perjudicado su reputación.

Sirleaf es la primera en reconocer que su promesa de utilizar una estrategia de tolerancia cero con la corrupción, el mayor problema de Liberia, se quedó incumplida por las exigencias políticas de obtener el respaldo para su paquete inicial de reformas económicas. “La agenda que debe abordar el Parlamento es tan amplia que tuve que calcular dónde poner más empeño. Tuve que cortar por lo sano”, dijo en una entrevista con FP. Tenía miedo de una rebelión de diputados contra su programa general de reformas si trataba de imponer unas leyes anticorrupción demasiado pronto. Por eso, dice, va a necesitar a sus 71 años una segunda legislatura para terminar la tarea de limpiar el Ejecutivo.

Desde luego, Sirleaf lucha contra los elementos; la corrupción posee una profundas raíces históricas en Liberia que se remontan a la fundación de la República. Las familias de los esclavos americanos liberados que volvían al continente para crear Liberia en el siglo XIX no establecieron una forma de gobierno coherente, de modo que la política siguió el ejemplo de otras influencias: las turbias logias masónicas de los colonos que regresaban y las sociedades secretas indígenas. El clientelismo y las relaciones eran más importantes que el procedimiento. Y aunque la hegemonía de aquellas familias selectas se hundió cuando Samuel Doe se hizo con el poder en 1980, tras unos disturbios por la distribución de alimentos, las viejas costumbres persistieron e incluso aumentaron. La rebelión de Taylor derrocó a Doe y, con ello, destruyó gran parte del tejido institucional que quedaba en la Administración. La presidencia de Taylor se convirtió en un modelo de cleptocracia y caudillismo. Por necesidad política, el Gobierno de transición que hubo después, justo antes del de Sirleaf, estaba compuesto por muchos de los que se habían enriquecido durante los años de Doe y Taylor. Incluso el Ejecutivo actual conserva algunas figuras siniestras del pasado.

Las consecuencias son evidentes. En los últimos meses, Sirleaf ha tenido que deshacerse de varios ministros en una oleada de escándalos. Despidió al responsable de la cartera de Justicia porque había quitado importancia a un grave caso de corrupción; suspendió a su ministro de Información por quedarse con el sueldo de unos funcionarios ficticios; y el de Interior (que además es su hermano) tuvo que dimitir hace poco por la desaparición de unos fondos de desarrollo local. Cinco ministerios, incluidos el de Finanzas y el de Minas, están siendo investigados después de que los informes del auditor general hayan subrayado la desaparición de millones de dólares de fondos públicos. Aparte de los culpables más claros, fuentes diplomáticas señalan también que se han hecho un hueco en la burocracia muchos intocables políticos, algunos de ellos pertenecientes a las familias de la aristocracia américo-liberiana.

Los defensores de Sirleaf dicen que la presidenta hace todo lo que puede para mantener la limpieza de su Gobierno, como prueban, por ejemplo, los despidos públicos y su apoyo a las auditorías que están dejando al descubierto la corrupción. “Siempre supimos que había un monstruo sentado en la oscuridad durante años, dejando heces por todas partes”, dice Augustine Ngafuan, ministro de Finanzas. “Pero cuando las auditorías han encendido la luz la gente se ha confundido y cree que el lío se ha creado ahora”.

Los críticos, sin embargo, dicen que es selectiva a la hora de abordar la corrupción. Un ejemplo muy mencionado es el del ex ministro de Obras Públicas Luseni Donzo, al que se destituyó por administrar de manera incompetente una serie de contratos públicos y a quien luego se dio un cargo como asesor presidencial. La hermana y el cuñado de Sirleaf también son asesores importantes y su hijo es el director del organismo nacional de seguridad. Fuentes del ministerio de Finanzas han declarado que el 40% del presupuesto nacional se emplea en salarios oficiales, gastos ministeriales y beneficios extras; un alto funcionario puede ganar más de 15.000 dólares al mes de sueldo. Algunas de las extravagantes mansiones que han aparecido con el nuevo auge inmobiliario de Monrovia pertenecen a personajes políticos muy bien relacionados.

Frances Johnson Morris, responsable de la agencia anticorrupción de Liberia, que ha intentado destapar numerosos casos de cuadros altos de la Administración, señala que “la percepción pública de que no se hace lo suficiente sobre la corrupción tiene algo de razón”. La falta de recursos, un mal que aqueja a la mayoría de los programas en el país, obliga a Morris a dedicar la mayor parte de su tiempo a campañas de concienciación pública.





























           
Sirleaf tiene mucho a su favor. Cuenta con el apoyo y la buena voluntad de la comunidad diplomática y de donantes, que desea verla en una segunda legislatura
           

Sirleaf, que ha prometido rematar la tarea si sale reelegida, está ampliando su base política. En 2005 obtuvo menos del 20% de los votos en la primera vuelta y derrotó a la estrella del fútbol George Weah en una segunda vuelta muy reñida. Esta vez quiere asegurarse de que las cosas no estén tan igualadas. Acaba de fusionar su Partido de la Unidad con otros dos, aunque sus detractores dicen que se ha puesto al servicio de las familias privilegiadas para sacar adelante la nueva coalición.

También la ha criticado la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que el año pasado publicó un informe en el que recomendaba que abandonara la presidencia por su apoyo a la rebelión de Taylor. Sirleaf ha pedido perdón públicamente por su relación con el dictador pero muchos liberianos siguen pensando que su pasado hace que sea parte del problema más que la salvación del país. “Mi miedo es que, si quienes inspiraron la política de este país siguen teniendo un papel activo, haya un círculo vicioso de mal gobierno, corrupción y violaciones de los derechos humanos”, dice Jerome Verdier, presidente de la comisión.

Todo esto se produce mientras Naciones Unidas, con una fuerza de paz de poco más de 8.000 cascos azules en el país, está valorando si reducir su misión o permanecer e impulsar lo que muchos observadores esperan que sea el segundo mandato de Sirleaf. Lo inquietante es que esa posible reducción coincide con las pruebas –que circulan en círculos diplomáticos– de que Liberia, como sus vecinos de África Occidental, puede convertirse en refugio del narcotráfico con la complicidad de varios miembros descontrolados de los servicios de seguridad. Se dice que las autoridades estadounidenses están vigilando de cerca la situación.

Incluso con estas preocupaciones, Sirleaf tiene mucho a su favor. Cuenta con el apoyo y la buena voluntad de la comunidad diplomática y de donantes, que desea verla en una segunda legislatura. Los liberianos confiarán en que utilice este segundo periodo para imponer la autoridad del Estado, hacer que el Gobierno trabaje para el pueblo y liberar al país de los grilletes de su pasado. Porque, a pesar de las críticas recientes contra ella, Sirleaf es seguramente la mejor presidenta que ha tenido Liberia en su historia.