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Angela Merkel dejando el edificio del Bundestag, Berlín. MICHAEL KAPPELER/AFP/Getty Images

La Unión Europea necesita prepararse para una Alemania más débil y retraída. Este contexto puede abocar al bloque a un estancamiento, pero también podría ofrecer oportunidades.

Alemania, el principal sostén de la UE empieza a mostrar signos de fatiga de materiales. En lo político y en lo económico. De la marcha de Angela Merkel a las grietas de su modelo productivo, pasando por la crisis de los partidos tradicionales y el auge de la ultraderecha, el fuerte envejecimiento de su población y las consecuencias de la guerra comercial entre Estados Unidos y China. En el contexto geopolítico más adverso en décadas para Europa, este ensimismamiento alemán puede abocar a una fase de de estancamiento del proyecto comunitario. Incluso a un retroceso en el proceso de integración. O abrir una ventana de oportunidad.

El hasta hace unos años todopoderoso ministro alemán de Finanzas Wolfgang Schäuble no dudaba en repetir, en lo más convulso de la crisis de la deuda, que Berlín era, para la UE, un “ancla de estabilidad” en lo político y una “locomotora del crecimiento” en lo económico. La historia del bloque y, especialmente, los últimos años le avalaban. La influencia de Alemania era evidente en la política y en la economía comunitarias. Fue entonces cuando Volker Kauder, portavoz del grupo conservador en el Bundestag (el Parlamento) y afín a la Canciller, aseguró ufano “en Europa se habla alemán”.

La huella de Berlín es evidente en la actual UE. La imposición de la austeridad como receta única para salir de la crisis de la deuda, con todas sus consecuencias, es uno de los efectos más llamativos de estos años, pero no el único. Ursula von der Leyen, alemana, conservadora y próxima a Merkel, acaba de ser nombrada próxima presidenta de la Comisión Europea, tras más de 50 años sin un alemán al frente en Bruselas. Y la estructuración del fondo de rescate permanente, el MEDE, con el alemán Klaus Regling a los mandos, y la tímida e incompleta configuración de la unión bancaria, llevan el sello inequívoco de Berlín.

No obstante, no todo ha sido imposición. Un “semihegemón”, como califica a Alemania Hans Kundnani, del centro de estudios Chatham House, no puede modelar el bloque exclusivamente a su gusto. Berlín ha encajado varios reveses en estos años, como la puesta en marcha de una política monetaria expansiva por parte del Banco Central Europeo, que no se adecua ni a su ética protestante ni a sus necesidades económicas, o la imposibilidad de lograr un sistema de asilo común a raíz de la crisis de los refugiados. El sur y el este, respectivamente, se han rebelado contra la capital más fuerte. Pero puede que en breve puedan echarla en falta.

En un horizonte no tan lejano están empezándose a acumular una serie de nubarrones de carácter político y económico que todo induce a pensar que van a llevar a Alemania a mirarse más a sí misma, desatendiendo en parte las necesidades del bloque. Si Merkel ha podido dedicar gran parte de sus esfuerzos a la UE, especialmente entre 2008 y 2017, su sucesora o sucesor puede que carezca del liderazgo interno, del respaldo político y del músculo financiero para guiar, aunar y hacer valer su voz en la Unión de la próxima década.

 

Sin sucesores para Merkel

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La ministra de Defensa, Annegret Kramp-Karrenbauer, con la Canciller alemana, Angela Merkel,Berlín, julio 2019. Michele Tantussi/Getty Images

En primer lugar están los factores políticos. La era Merkel está tocando a su fin. Tras cuatro legislaturas al frente de Alemania, la Canciller ya ha anunciado que no se presentará a la reelección en 2021. La incertidumbre está abonada en su partido, la Unión Cristianodemócrata (CDU), y en el país. Su delfín, la nueva presidenta de los conservadores, Annegret Kramp-Karrenbauer, conocida como AKK, no termina de afianzarse ni dentro de la formación ni entre el electorado. Algunos miembros del partido ponen en duda que ella vaya a ser su candidata a la Cancillería (pues es tradicional en la CDU que ambos liderazgos estén en una mano) y las encuestas de popularidad no la dejan en buen lugar. Friedrich Merz, que perdió las primarias conservadoras, mantiene ciertos apoyos y no ha cerrado la puerta a un nuevo intento. De ahí que Merkel haya tomado la decisión — no exenta de riesgo— de aupar a Annegret Kramp-Karrenbauer al Ministerio de Defensa, para darle más visibilidad y espacio con el fin de demostrar sus capacidades ejecutivas.

No sólo el bloque conservador genera interrogantes en Alemania. El otro gran partido tradicional, el partido Socialdemócrata (SPD), se ha precipitado a una enorme crisis programática y de liderazgos desde que a principios de 2018 decidió volver a reeditar la gran coalición con los cristianodemócratas. Es la tercera vez en las últimas cuatro legislaturas que se recurre a esta alianza contra natura, a esta fórmula hasta entonces excepcional. La erosión socialdemócrata es evidente: han caído hasta cuarta posición en los sondeos de intención de voto (entre el 12% y el 15% de los apoyos en los últimos muestreos, frente al 20,5% que obtuvieron en las generales de septiembre de 2017). Además, cuentan ahora mismo con una dirección interina, después de que su presidenta, Andrea Nahles, dimitiese por las presiones internas. El SPD se mira con miedo en el espejo de sus hermanos socialistas en Grecia y Francia, y se redoblan las voces que exigen romper la gran coalición y buscar elecciones anticipadas.

Los Verdes y el ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) son los dos partidos que han adelantado al SPD en las encuestas. Los primeros han logrado el sorpasso a los socialdemócratas tirando de ecologismo, feminismo y moderación en lo económico (los sondeos les otorgan ahora entre el 23% y el 26%, frente al 8,9% de las generales). Los segundos, montados en un discurso antiinmigración, islamófobo y, cada vez con menos caretas, nacionalista (en las elecciones lograron un 12,6 % y las últimas encuestas los mantienen en ese entorno).

El auge de ambos partidos ha propiciado un reequilibrio de fuerzas inédito a escala nacional, con seis partidos entre el 8% y el 30%. Este fraccionamiento, unido al cordón sanitario a la ultraderecha, está dificultando ya la conformación de gobiernos estables y forzando coaliciones más allá de los bloques tradicionales (con las consiguientes repercusiones en términos de coherencia programática y desencanto del electorado). No es probable que la situación mejore en un futuro próximo. El cambio en la dirección de la CDU, con una AKK no consolidada y algo más escorada a la derecha que Merkel, podría debilitar a los conservadores y dificultar aún más la gobernabilidad. Además, tampoco se entrevé que ninguna otra formación pueda robarle a los cristianodemócratas el liderazgo en intención de voto.

En este marco, es fácil entender que la incertidumbre se haya disparado con los tres episodios de temblores que ha sufrido Merkel en las últimas semanas (sobre los que ella ha dado pocas explicaciones más allá de afirmar que se encuentra “bien” y plena de facultades). Las dudas en torno a su salud llegan en un momento en el que su figura es en gran medida el principal soporte del sistema en Alemania, un pilar para el que no hay un reemplazo fiable que pueda aportar confianza, previsibilidad y solidez en un país que idolatra estos conceptos. Ni dentro de su propio partido ni en la oposición.

 

La locomotora pierde impulso

Luego están los factores económicos. La locomotora europea está dando signos de agotamiento. Tras nueve años consecutivos de crecimiento, el Gobierno alemán prevé que el PIB avance este año apenas un 0,6%, ocho décimas porcentuales menos que en 2018, cuando ya se registró la menor tasa de crecimiento desde 2014. Los principales centros de estudios económicos y el Bundesbank (banco central alemán) ven además toda una miríada de elementos de riesgo. Algunos posiblemente coyunturales —aunque fuera del alcance de Berlín—, como las tensiones comerciales, y otros de índole estructural y mucho más complejos de atacar, como el cambio demográfico, la falta de personal cualificado y el reto de la digitalización.

La guerra comercial entre Estados Unidos y China, el más evidente, está ya minando el rendimiento de Alemania, una economía muy dependiente de su potente sector exterior, como explicó en su informe de marzo el consejo asesor del Gobierno alemán, los llamados “cinco sabios”.  La imposición de nuevos aranceles lastra a los grandes exportadores del país, pero la mera incertidumbre disuade la inversión a todos los niveles. El brexit es otro escollo para la primera economía europea, por el intenso flujo de bienes y servicios entre ambos países. Y la creciente posibilidad de una marcha de Reino Unido de la UE sin acuerdo puede acrecentar las repercusiones negativas.

El “bache”, como se le llama ya en los medios, está empezando a tener efectos tangibles en la economía real. En las últimas semanas, varios grandes del DAX 30, de Daimler —el fabricante de Mercedes-Benz— al gigante químico BASF, han recortado sus previsiones de beneficios para el conjunto del año. Otras, como la farmacéutica Bayer, Volkswagen y Thyssenkrupp han anunciado planes de ahorro y de reducción de personal. La mayor entidad financiera alemana, el Deutsche Bank, lastrada por distintos escándalos y problemas de rentabilidad, acaba de avanzar que recortará 18.000 empleos en todo el mundo.

Luego está la cuestión, de mayor calado, del modelo productivo nacional, en jaque por la digitalización. Alemania se ha identificado desde hace décadas con la producción manufacturera, con el coche como producto icónico, y varias grandes transnacionales estrella, como Siemens y Volkswagen, y miles de pymes familiares punteras en su ámbito, la exitosa Mittelstand. Pero el salto tecnológico de las últimas décadas ha pillado a muchas con el pie cambiado. Ninguna de las 15 mayores tecnológicas del mundo es alemana. SAP, un fabricante de software, es la única empresa digital en el DAX 30. Según un estudio de la consultora CB Insights, la primera economía europea —y cuarta del mundo—  sólo cuenta con cinco unicornios (startups valoradas en más de 1.000 millones de dólares) en el ámbito digital. En comparación, Estados Unidos tiene 118 y China, 59; ambos con un énfasis especial en inteligencia artificial, ciberseguridad y fintech (las tecnológicas de servicios financieros). Otros países por delante de Alemania en esta clasificación son India, Reino Unido y Corea del Sur.

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Bolsa alemana en Fráncfort. DANIEL ROLAND/AFP/Getty Images

Las dificultades de adaptación empiezan a ser evidentes en el automóvil, el primer sector exportador del país. Los cambios de mentalidad en las nuevas generaciones, la concienciación medioambiental, la apuesta por los vehículos autónomos y eléctricos, y la llegada de nuevos competidores como Tesla y Google, están poniendo en aprietos a las principales marcas alemanas. Daimler y el grupo Volkswagen vendieron en el primer trimestre de este año menos unidades que en el mismo período de 2018, una caída del 4,1 % y del 6,7% respectivamente, según sus cuentas de resultados.

Otro elemento de preocupación es el déficit de personal cualificado, que frena el crecimiento. La primera economía europea disfruta de una tasa de desempleo en mínimos históricos, en el 4,9% este junio, y de un porcentaje de población empleada que lleva una década batiendo récords. Pero las vacantes sin cubrir también se encuentran en máximos: 1,38 millones de puestos libres en el primer trimestre de este año, según el Instituto para la Investigación del Mercado de Trabajo y el Empleo (IAB). Este centro estima además que Alemania precisa 260.000 inmigrantes cualificados al año desde ahora y hasta 2060 para cubrir sus necesidades. Faltan de ingenieros de telecomunicaciones e informáticos a enfermeros y gerocultores. Los intentos del Gobierno alemán por captar trabajadores extranjeros, ya fuesen universitarios europeos durante la crisis de la deuda o profesionales cualificados de terceros países —entre ellos, los refugiados llegados a Alemania— en los últimos años, no han tenido los resultados deseados. Esto se debe, principalmente, a las trabas burocráticas para el reconocimiento de titulaciones, los problemas con el idioma alemán y el poco atractivo de las pequeñas localidades donde se concentran muchas de estas vacantes.

Esta falta de personal se debe en cierta medida a la pronunciada reducción de la natalidad en las últimas décadas. Algo que los expertos advierten que a agravarse, especialmente a partir de la próxima década, con la jubilación de la generación del baby boom nacida durante el milagro económico alemán. La Oficina Federal de Estadística (Destatis) estima que la población total va a reducirse de los actuales 82 millones a unos 76 en 2050, a pesar de de la llegada de inmigrantes. En ese período el tramo de personas con más de 60 años va repuntar 10 puntos porcentuales, hasta el 37,6 por ciento. Este fenómeno preocupa especialmente porque va a reducir sensiblemente el número de cotizantes, a la vez que dispara el volumen de pensionistas. Esto va a suponer un factor de estrés importante para las cuentas públicas que, según el freno de la deuda incluido en la Ley Fundamental, no pueden registrar un déficit superior al 0,35% del PIB. El ministro alemán de Finanzas, Olaf Scholz, ya dijo el pasado enero que, para las arcas públicas, “los años de las vacas gordas se han acabado”.

Todos estos factores políticos y económicos van a tener lugar además en unos momentos convulsos a escala internacional, con unos Estados Unidos poniendo en duda el orden establecido tras la Segunda Guerra Mundial, del libre comercio a la alianza atlántica. Washington ha pasado de ser el aliado de referencia para los europeos a un actor imprevisible que carga contra Alemania por su superávit comercial o por su gasto militar. Mientras tanto, China y Rusia, cada uno a su manera, trabajan para desestabilizar Europa al entender las relaciones internacionales como un juego de suma cero. La UE, incapaz de competir en este contexto, sufre además por las divisiones internas —acrecentadas con la irrupción de los euroescépticos— y la pérdida de peso específico que supone el brexit.

 

Un liderazgo coral

Tras este análisis, la UE sólo puede pertrecharse de la mejor forma posible para superar la previsible fase de ensimismamiento de su miembro más relevante. Y ante la imposibilidad de que otro socio se calce los zapatos de Berlín —ni siquiera Francia, pues su presidente, Emmanuel Macron, se encuentra erosionado tras las protestas de los chalecos amarillos— la única solución posible es un liderazgo coral. Que la nueva Comisión Europea, con Von der Leyen a la cabeza, se alíe con los gobiernos más dispuestos para evitar un estancamiento generalizado en el bloque. Aquí pueden entrar en juego distintas potencias de tamaño medio, en diversas constelaciones, para conformar mayorías variables y hacer avanzar la agenda comunitaria en diferentes ámbitos, conforme a sus agendas nacionales. El semanario británico The Economist hablaba recientemente de “alianzas líquidas”.

Podría ser, si se sabe aprovechar, una gran oportunidad para avanzar en la integración de la UE, un proyecto que ha perdido brillo en los últimos años por la sucesión de crisis y la falta de perspectivas, pero también por la ausencia de ambición en Berlín. La Alemania de Merkel no es precisamente una europeísta entusiasta. Se trata más bien de una fuerza renuente, de un liderazgo de un pragmatismo excesivamente cauteloso cuya aproximación a la integración pasa siempre por el filtro de los intereses políticos y económicos nacionales. Su paso a un lado podría facilitar asimismo el establecimiento de una Unión más equilibrada entre el norte y el sur, entre el este y el oeste.

Incluso podría convertirse en una oportunidad para el Gobierno de España, que en este contexto se encontraría en una posición privilegiada. Por su peso político, económico y demográfico, y por el europeísmo que atraviesa los programas de los cuatro grandes partidos nacionales. Eso daría a Madrid más peso dentro del bloque, algo que ningún Ejecutivo puede desdeñar, pese a que tenga pendientes urgentes tareas en el ámbito doméstico, de lo social a lo estructural.