El fin del poder

Moisés Naím
448 páginas
Debate, Madrid, 2013

El ascenso de los micropoderes desafía la supremacía de los megajugadores.

Esta incertidumbre que atenaza al mundo desde principios del siglo XXI ha llegado a la esfera de lo que parecía más invulnerable: el poder. Mandar, bien sea en la política, en la economía, la empresa, la guerra, la religión o la filantropía, ya no es lo que era. Hoy es más fácil que nunca en la Historia alcanzar el poder… pero también es más fácil que nunca perderlo. Los poderosos ven su dominio amenazado en todo momento por una miríada de actores, formales e informales, organizados o espontáneos, que en otras épocas no habrían tenido ni la posibilidad de existir.Los micropoderes disputan la supremacía a los megajugadores. Todo ello abre un universo de oportunidades para muchos, pero también, claro, de desafíos.

Es la provocadora tesis de Moisés Naím en su último libro, El fin del poder, en el que hace un exhaustivo diagnóstico a esta tendencia que viene observando desde hace años, y a sus consecuencias.

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Por citar solo un par de ejemplos: el poder político en su forma más absoluta, la dictadura, está en retroceso. En 1977 había 89 países en el mundo gobernados por autócratas; en 2011 la cifra se había reducido a 22. Algo similar, salvando las distancias, ocurre en el terreno corporativo: en 1992 los máximos directivos de las mayores empresas norteamericanas tenían un 36% de posibilidades de mantener su puesto en los siguientes cinco años; en 1998 se había reducido a un 25%.

Para hacer un análisis sobre la decadencia del poder, es necesario primero entender muy bien su naturaleza y su evolución. El autor adopta como definición el concepto de poder como “la habilidad para dirigir o impedir las acciones presentes o futuras de otros grupos o individuos”, una habilidad que se ha manifestado tradicionalmente mediante el músculo –la fuerza–, el código, –el universo de valores, creencias, tradiciones, etcétera, en el que se enmarcan nuestras vidas–, el discurso –la capacidad de persuasión– y la recompensa. A partir de ahí, hace un repaso histórico e intelectual a cómo “el poder se hizo grande” a partir de finales del siglo XIX, sobre todo desde el punto de vista político y empresarial con el enorme crecimiento de las estructuras estatales y corporativas. La capacidad de los poderosos aumentó de un modo hasta entonces desconocido. Y, sin embargo, en algún momento la tendencia comenzó a cambiar.

Sin ningún afán rigorista, Naím fija ese punto de inflexión en la caída del Muro de Berlín, en 1989; un poco más tarde, el nacimiento de Internet introduciría un componente totalmente insospechado y revolucionario. Ambos hechos han facilitado el debilitamiento de las barreras que impedían o dificultaban el acceso al poder, pero no solo ellos. Son muchos los factores que han contribuido a su erosión y él los agrupa en lo que llama las revoluciones del Más, la Movilidad y la Mentalidad.

En las últimas tres décadas, el mundo ha crecido más, y más rápido. Pese a todo lo que aún queda por hacer, hay más gente, y más gente que puede disfrutar de un modo de vida más aceptable –solo en China 660 millones de personas han salido de la pobreza–; hay más gente con más educación y más gente que vive con mejor salud y durante más tiempo. Y la cuestión, según el autor, es que es más difícil regular y controlar a las personas en estas circunstancias.

Por otra parte, se ha producido en este tiempo el mayor movimiento de población de la Historia, con 214 millones de emigrantes en el planeta, muchos de los cuales están contribuyendo a acelerar el proceso de urbanización. Nunca antes tampoco se habían movido tales cantidades de productos, mercancía, dinero, información o ideas, y a tal velocidad, algo potenciado por las nuevas tecnologías.

Todo ello ha impulsado la aparición y crecimiento de una nueva clase media en países menos desarrollados, muy consciente de la prosperidad y la libertad de las que se goza en otros lugares, lo que ha provocado un cambio en las expectativas y en la conciencia de su capacidad para poder cambiar las cosas. La fragmentación de las estructuras de poder, unido a la proliferación de actores más pequeños está contribuyendo a su decadencia.

En el plano político, esta decadencia se manifiesta, por ejemplo, en el número de países: si el siglo XX comenzó siendo el de los poderosos imperios coloniales, desde 1945 la cantidad de naciones soberanas se ha cuadruplicado; como se vio anteriormente, el número de dictaduras ha disminuido al tiempo que aumentaba el de gobiernos democráticos; las mayorías políticas salidas de las elecciones son cada día más raras, obligando a los partidos a pactar y a buscar alianzas, que suponen un límite a su capacidad de tomar decisiones. Posiblemente el caso más emblemático sea el de Estados Unidos, cuyo presidente, percibido como el hombre más poderoso del mundo, se ve constantemente frenado en su mandato actual por el partido de la oposición. Incluso dentro de los partidos una minoría como la del Tea Party está condicionando hasta el extremo la política del Gobierno. Según todos los augurios, las próximas elecciones al Parlamento Europeo verán el ascenso de los partidos minoritarios, muchos antisistema, como respuesta airada de los ciudadanos ante la ineficacia de las formaciones tradicionales para resolver sus problemas.

En el terreno de la fuerza ocurre algo similar. Los grandes ejércitos han perdido su poderío a la hora de enfrentarse a las nuevas amenazas: terroristas, insurgentes, piratas, guerrillas, criminales organizados, bandas armadas, ciberataques… Las guerras supuestamente convencionales, entre países que disputan un territorio, son cada día más raras, pero en su lugar han surgido los conflictos entre un Estado y enemigos no estatales, mucho más difíciles de identificar y, en buena medida, de combatir.

Sin embargo, donde la transformación del poder parece más palpable, y al mismo tiempo genera más incertidumbre por el abismo de lo desconocido, es en el liderazgo mundial.  Asistimos al declive de Estados Unidos y al ascenso de China, pero también al surgimiento de otros aspirantes a potencias, tal vez menos poderosos, pero que están buscando su lugar en el mundo. Después de décadas de una clarísima distribución de fuerzas, inquieta la capacidad desestabilizadora de esta época de transición.

Por supuesto, también el dominio corporativo está bajo asedio. El Fortune 500 ya no está solo dominado por empresas estadounidenses. Algunas de las firmas más emblemáticas en los más diversos sectores proceden ahora de lugares hasta hace poco insospechados: Skype, de Estonia; Mittal Steel, de India; Embraer, de Brasil, o Zara, de España. La competencia ha aumentado exponencialmente y las barreras de acceso para lanzar nuevos negocios han disminuido. La tecnología, sobre todo Internet, ha tenido un papel fundamental en la transformación de la producción, la distribución y el márketing, pero también las políticas públicas que han impulsado la liberación y privatización de sectores tradicionalmente cerrados o la reducción de tarifas y el consiguiente impulso al comercio mundial. Marcas que parecían eternas, como Kodak, han desaparecido; otras se han diluido en conglomerados variados. Las empresas han sido el principal brazo armado de la globalización, pero así como se han visto favorecidas por la aparición de un mercado auténticamente mundial, también han visto aumentar los riesgos que las acechan.

Moisés Naím vuelve a demostrar que es posible presentar una idea novedosa y provocadora, basada en una reflexión profunda, con una prosa ágil, amena y atractiva; que el pensamiento no tiene por qué ser aburrido ni excluyente. Pocos autores ofrecen como él una visión tan incisiva de las tendencias globales, tan necesaria en un momento en que los líderes –sobre todo los políticos– parecen ensimismados en sus problemas nacionales.

Tras una exhaustiva descripción de las manifestaciones de la decadencia del poder en todos los ámbitos, el autor alerta de sus cinco principales riesgos: el desorden, la pérdida de conocimiento y capacidades, la banalización de los movimientos sociales, el aumento de la impaciencia y la reducción de la capacidad de atención de los ciudadanos y la alienación.

Sin embargo, no llega a plantear soluciones con la misma convicción que describe el problema y la receta se queda escasa ante la rotundidad del diagnóstico. Al final, propone, deben ser los partidos políticos –más competitivos, modernizados y reinventados, eso sí– los que impulsen la recuperación de la confianza y la búsqueda de nuevas vías de participación. Dado el creciente anquilosamiento de los partidos ante los retos actuales y el escepticismo de las sociedades democráticas ante su actuación, se hace difícil percibir la posibilidad de una autoregeneración. Ojalá.

Por último, es difícil no coincidir con su afirmación final: que estamos en medio de una ola de innovaciones políticas que transformarán el mundo tanto como lo han hecho las revoluciones tecnológicas y que la Humanidad, como lo ha hecho siempre, encontrará el modo de gobernarse a sí misma. Lo que no sabemos aún es cómo será ese modo ni cómo llegaremos a él. Tal vez sea el contenido de un próximo libro.

 

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