El largo y triste final de la presidencia de Nicolas Sarkozy.

 

Qué suerte tienen los políticos franceses de que el país entero pase el mes de agosto dedicado a broncearse. “¡Por fin, vacaciones!”, me decía hace poco con un suspiro un parlamentario del partido del presidente Nicolas Sarkozy. Hay que perdonar a los miembros del Gobierno galo que se sientan estresados. Los 37 ministros del gabinete no saben, en su mayoría, si van a sobrevivir a la reestructuración del Gobierno anunciada por Sarkozy, la última de sus numerosas reformas de la administración. Como mínimo, tendrán que pensar a quiénes de sus 541 asesores despiden, porque el presidente ha exigido que las nóminas del Estado se reduzcan de forma inmediata en un 20%.

Ahora bien, si nos fijamos con más detalle, esta última medida de austeridad es un símbolo de los grandes fallos del gobierno de Sarkozy. El presidente ha vendido la necesidad de apretarse el cinturón como una respuesta urgente a la crisis presupuestaria que se avecina, pero no es probable que suponga una gran diferencia. Los despedidos serán, sobre todo, funcionarios con contratos garantizados, así que se limitarán a colocarlos en algún otro lugar de la administración. A los asesores con contratos privados habrá que pagarles indemnizaciones considerables, un gasto que Sarkozy podría haberse ahorrado si hubiera esperado a la remodelación ministerial, porque entonces habría sido posible rescindir los contratos con causa justificada. Claro que esperar habría anulado el verdadero objetivo de la medida: la propaganda.

Un gran anuncio, seguido de un mínimo efecto: ésa es la experiencia de Francia con su presidente actual. Las reformas verdaderamente acertadas de Sarkozy están ya olvidadas: una mayor autonomía administrativa para las universidades, más capacidad de supervisión de los auditores del Gobierno y la modificación de las normas relativas a los sindicatos. Los franceses tampoco están dispuestos a reconocer a Sarkozy el mérito de otros esfuerzos de reforma -los intentos de liberalizar la economía, modernizar el sistema de justicia penal y abordar la crisis de los guetos urbanos- que han fracasado.

 

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Se supone que la reforma más importante, un ajuste cuidadoso del sistema de pensiones, quedará firmada y sellada a principios de otoño, pero es difícil sentirse optimistas. Existe una resistencia fuerte a la propuesta de subir la edad de jubilación de los 60 a los 62 años, y el Gobierno ya ha prometido amplias excepciones. Recuerda a lo sucedido con la “reforma menor de las pensiones” de comienzos del mandato de Sarkozy, una medida que redujo las diferencias entre los empleados del sector privado y el sector público, que se suponía que iba a suponer un ahorro y acabó costando más dinero al Estado.

Es cierto que, en esta ocasión, las cosas son distintas. Los mercados financieros observan con escepticismo el balance francés y la reforma de las pensiones pretende enviar una señal muy necesaria de que el país es capaz de gastar de forma responsable. Además, faltan menos de dos años para las elecciones presidenciales. En Francia, donde el presidente centraliza prácticamente todo el poder, los comicios suelen acaparar mucho la atención.

Pero ningún presidente galo ha sido jamás tan impopular en el tercer año de su primer mandato; los índices de aprobación de Sarkozy se sitúan alrededor del 33%. Los franceses están cansados de los escándalos que llegan de forma constante de París. No hay una semana en la que no haya más noticias sobre funcionarios enriquecidos a costa del erario público o que cultivan lazos personales y económicos con la élite millonaria del país.

¿No había prometido Sarkozy una “república irreprochable”? Ahora no hay más que una amarga desilusión por todas partes. En un sondeo reciente, el 64% del país estaba de acuerdo en que los “principales políticos” son “mayoritariamente corruptos”. Entre los ciudadanos de rentas bajas, ese porcentaje sube al 75%. Esto último es un fracaso especialmente cruel para el presidente. Su triunfo electoral en 2007 se debió, en gran parte, a que supo arrebatar los votos de las clases populares a la derecha radical.

La crisis de confianza no es sólo resultado de los escándalos; al fin y al cabo, la pequeña corrupción es una tradición política en Francia. Se trata de una crisis más profunda de lo normal porque a Sarkozy se le han agotado las ideas. Todos los ciudadanos saben que el país necesita un cambio. Lo que pasa es que quieren que se haga a costa de otros. El egoísmo es la causa de que todos los esfuerzos liberalizadores de los últimos 30 años hayan acabado por morir.

Por eso Sarkozy hizo una promesa sin precedentes a los votantes franceses hace tres años: esta vez, todas las reformas necesarias se harían al mismo tiempo. La oferta tuvo un buen recibimiento, pero esa fe momentánea se vio muy pronto sobrepasada por las dudas. Las autoridades percibieron la angustia de la gente y las leyes se quedaron atascadas en el Parlamento o en los trámites burocráticos. Que el viento estaba en contra se vio inmediatamente después de la toma de posesión de Sarkozy, aunque fue el comienzo de la crisis financiera internacional lo que marcó de manera definitiva el fin de la alianza reformista del presidente. La campaña electoral de Sarkozy, como el nuevo laborismo de Tony Blair, había unido a personas del mundo de la empresa partidarias de la globalización, sectores de la clase política y la administración partidarios de la modernización y grandes franjas de las clases populares. Ahora, esa alianza está llena de crispación; a la menor insinuación de cambios, los distintos grupos chocan entre sí.

Con la atmósfera política deteriorada por el malestar privado y las protestas públicas, Sarkozy ha aprendido a convertir las reformas en una aventura puramente retórica. Es una actitud que le está perjudicando, precisamente porque contradice de forma muy explícita la imagen que pretendía dar de sí mismo. ¿No había instaurado el culto a la acción, para demostrar su ruptura con los rancios conservadores de viejo cuño? Sarkozy no es más dictatorial que los presidentes anteriores, pero no hay duda de que es más hiperactivo. En su primer año, eso resultó estimulante. Ahora, Francia está desilusionada. La gente ve que Sarkozy corre mucho, pero sabe que corre en círculos.

Sarkozy está recurriendo ahora a otra estrategia, un instrumento tradicional de los conservadores: la represión

Los ciudadanos han llegado también a la conclusión, poco a poco, de que la política exterior de su presidente es sobre todo cuestión de teatro. Esto no es del todo verdad si se tienen en cuenta su intervención en la guerra de Georgia de 2008 y su insistencia en que Francia vuelva a participar en la cadena de mando de la OTAN. Ninguna de las dos decisiones desembocó en nada muy sustancial, pero sí demostraron una loable voluntad de asumir responsabilidades. Sin embargo, cuando falta ese liderazgo de buena fe, los gestos enérgicos se convierten en una farsa (por ejemplo: las políticas de Sarkozy sobre el cambio climático, la Unión Mediterránea y la reforma de la ONU). Sus declaraciones sobre política exterior rayan ya en la megalomanía. Durante la Presidencia francesa de la Unión Europea, dijo de sí mismo que era el “presidente europeo”; más tarde anunció que era el fundador del G-20 y el salvador del capitalismo mundial. Los franceses se preparan ya para otros pronunciamientos de este tipo el próximo invierno, cuando su país se convierta en cabeza de turno del G-8 y el G-20.

Todas esas bravuconerías causan ya poco efecto. Por eso Sarkozy está recurriendo ahora a otra estrategia, un instrumento tradicional de los conservadores: la represión.

Ya hace ocho años, como ministro del Interior, Sarkozy declaró una “guerra contra el crimen” y prometió a los residentes de las áreas urbanas una vida sin miedo, cosa que le hizo muy popular entre la población. Pero ello no quiere decir que cambiara de verdad alguna cosa.

Ahora Sarkozy está volviendo a recurrir a esa baza, tanto en política interior como exterior. El viernes, el presidente prometió tomar serias medidas contra el crimen violento y sugirió que, cuando a un ciudadano nacido en el extranjero se le condene por un crimen violento, se le revoque la nacionalidad. “La causa principal de la violencia es la indulgencia”, declaró. “Ningún complejo de viviendas protegidas, ninguna calle, ninguna escalera deben escapar al orden de la República”. El anuncio se hizo tras la decisión, el 28 de julio, de derribar 300 campamentos habitados por gitanos en todo el país.

Asimismo, el Gobierno está hablando de represalias por el asesinato de un rehén francés a manos de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), una filial regional de la red terrorista. A Francia le sería fácil utilizar a comandos veteranos en la región que tienen experiencia en este tipo de misiones, y un ataque contra el búnquer de AQMI en el norte de Mali le ganaría a Sarkozy ciertas simpatías, sobre todo entre los votantes de derechas. Pero el gesto seguramente no sería bien recibido en Madrid, porque el Ejecutivo español está intentando negociar la liberación de dos rehenes secuestrados por ese mismo grupo terrorista. Sin embargo, pese a que un ataque desautorizaría la constante petición francesa de que haya más cooperación europea en materia de terrorismo, es muy posible que el Gobierno dé prioridad a las necesidades internas más que a las devociones externas, como suele hacer en momentos de debilidad.

En otoño comenzará para Sarkozy una nueva fase de racionalización. Va a formar lo que ha llamado un “gabinete de guerra” y tal vez incluso a nombrar a un nuevo primer ministro. La era de la ouverture -la apertura a ex socialistas como el ministro de Exteriores, Bernard Kouchner- ha llegado a su fin. También se acabó el distanciamiento de la vieja élite conservadora. Probablemente Kouchner tendrá que abandonar su cargo para ser sustituido por un conservador tradicional que esté bien visto por la derecha.

El Presidente galo tiene intención de llegar a la campaña electoral con ese nuevo Gobierno, pero antes tendrá que atravesar un terreno político nuevo y peligroso. Francia va a vivir seguramente una convergencia de crisis sin precedentes: la continuación de las dificultades económicas o incluso el comienzo de una recaída en la recesión; una desmoralización aún mayor de la clase política; y más pérdidas de vidas humanas en la odiada guerra de Afganistán. Para no hablar de la posible reacción de una población irritable: las calles de Francia pueden llenarse pronto de sindicalistas en pie de guerra, agricultores rebeldes, funcionarios en huelga y jóvenes sublevados en las banlieues.

Sarkozy parece haber perdido la esperanza de superar la dura situación de su país a base de optimismo y audacia. Quizá pruebe con la represión y la racionalización. Pero es posible que la derecha reaccionaria y radical sea la que salga más beneficiada de toda esta confusión. En su última campaña, Sarkozy prometió a Francia una “ruptura”, pero ésta no era exactamente a la que se refería.

 

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