España estaba de moda hasta hace poco. Era un país dinámico, creativo y competitivo que logró hacer una transición modélica, quinta economía de Europa, mayor inversor en América Latina, el lugar donde transcurrían las películas de Almodóvar y Zara era un éxito a seguir. Pero la crisis ha puesto patas arriba su imagen dentro y fuera de sus fronteras y la sociedad está en el diván. ¿Se ha acabado el ‘milagro español’ o es que nunca existió? ¿Cuál es su lugar en el mundo?

 

 

Las causas de la desubicación que vive el país están en la suma de la crisis política con la económica. La primera, derivada de la desconexión de la clase dirigente con la sociedad y que se remonta tiempo atrás, permaneció larvada gracias a un largo periodo de crecimiento. Pero, cuando en agosto de 2009 se entrelazó con la economía, la situación estalló. De forma más o menos inesperada, cristalizó la idea de que la llamada la Gran Recesión tenía en la península Ibérica perfiles propios. Aunque países como Alemania o Francia han sufrido una reducción de su capacidad productiva podrían volver a ponerla a pleno rendimiento con la recuperación, pero en España los tractores de la prosperidad (turismo, construcción, la enorme bolsa de empleo que suponen los trabajadores autónomos, el sector del automóvil) han sufrido un descarrilamiento, sin que se vislumbren nuevos sectores que tiren de esta situación. Lo más revelador es la caída progresiva de la opinión sobre la situación económica del país. En febrero se produjo un desplome de la confianza en este sentido: sólo un 2,2% juzgaba de forma positiva la actual coyuntura; un 17,0% la valoraba regular, y un abrumador 80,4% la juzgaba mala o muy mala. En fin, la desazón procedía de la desconfianza en la economía del país.

El economista Gabriel Tortella ase-gura, retomando a Friedman, que “las crisis muestran lo importante que es la presencia de uno o varios individuos excepcionales dispuestos a asumir la responsabilidad de la dirección”. ¿Qué han encontrado los españoles en este momento crucial? Una encuesta hecha en diciembre pasado sobre la contribución de los distintos agentes que podrían coadyuvar a superar este momento crítico no deja lugar a dudas. Sólo los trabajadores, lo que no deja de ser lógico, y los centros comerciales con sus correspondientes marcas de distribución merecían un cierto reconocimiento. El espacio público (Gobierno, oposición, sindicatos) obtenía un paupérrimo resultado, lindante con la irritación.

Aquí está el huevo de la serpiente de la turbación que se ha adueñado del país. De forma súbita, y, como no podía ser de otra manera, en medio de una crisis económica que alterará las reglas del sistema económico durante varias décadas (como ocurrió en 1873, 1929 y 1973), la sociedad española se encuentra con que los senderos se bifurcan. Deberá tomar uno u otro, y la decisión tendrá duraderas consecuencias.

No se trata sólo de que esta crisis esté alterando alineamientos políticos y que en un plazo de dos años se deba elegir a otro Gobierno o mantener el actual. El problema es más trascendente: definir el centro de gravedad, la dirección por la que quiere o puede discurrir el país. Lo hizo bien en la Transición, cuando dirigido por una formidable élite política trazó un camino cuyo impulso ha llegado hasta aquí. Ahora resulta más confuso quién debe definir el camino, con qué instrumentos y con qué objetivos. La turbación se ha adueñado de la opinión pública porque observa el final del impulso de la Transición, y las fuerzas que deberían liderar un nuevo esfuerzo, políticas, sociales o empresariales, emiten señales desazonantes. Estamos ante un déficit de liderazgo.

La primera fase de esta toma de conciencia de la crisis es la turbación, que tiene algo de introspección. Se recapacita ahora sobre si algunas decisiones, que en la Transición se valoraron como acertadas, no habrán llegado a la sobredosis: ¿se puede mantener económicamente un entramado de 17 comunidades autónomas que multiplican por 17 trámites, cargos, leyes, organismos y funcionarios? ¿Es razonable que las administraciones de algunas comunidades contesten en gallego o en catalán cuando un ciudadano se dirige a ellas en castellano? ¿Es serio que el debate sobre el mercado de trabajo se centre en incrementar las facilidades de despido, cuando un tercio de los ocupados son eventuales? ¿Es el sistema educativo el más adecuado para el lugar que España tiene que mantener en el mundo si quiere sostener el nivel de vida de sus ciudadanos? ¿Qué sectores tirarán de la economía en los próximos años? Éstas y otras interrogantes de este calibre merodean por las conciencias, alimentadas además por la tendencia inherente a las crisis a ver las cosas más negativas de lo que son en realidad.

Hay signos alarmantes. Los españoles saben que su futuro está en la Unión Europea, y piensan (casi todos) que debe reforzarse en el mundo de la globalización porque es la garantía de un modelo social al que se sienten muy apegados. Pero “Europa está sonámbula” (como certificó Edgar Morín en El País) y el presidente Obama sella las consecuencias del sonambulismo marginando a la UE de las decisiones de la Cumbre sobre el Clima en Copenhague y anulando su viaje a la cumbre de Madrid, mientras departe con los dirigentes de China. Aún peor: descubrimos que el peso de España en la Unión no es relevante, y que en los últimos tiempos el capital acumulado por gobiernos de uno u otro signo se ha desvanecido. ¿Qué ha sucedido?

En el pasado reciente, después de sonoras declamaciones, España ha estado ausente de las decisiones clave de nuestros socios, como se observa día a día: durante la presidencia española de turno, iniciada con pompa y circunstancia, Alemania y Francia, la vieja locomotora de la UE, han asumido el liderazgo para encauzar la crisis griega y para crear un Fondo Monetario Europeo –sea o no una idea acertada– que ponga a salvo al euro de los riesgos vividos en las semanas centrales de febrero. Madrid está ausente. Se ha encerrado desde hace años en un turbio debate sobre su ser y sus comunidades que consume cantidades ingentes de energía política y distrae de los asuntos importantes: por ejemplo, estar presentes en la cumbre de Davos de alguna manera.

El debate político español no sólo es centrífugo, es que está a contracorriente de la globalización. Los errores se pagan. La política española está desviada hacia una discusión doméstica sin trascendencia más allá de nuestras fronteras, por cierto, cada vez más diluidas. No aporta nada sustancial a la UE. En estas condiciones, contribuciones que pueden ser fundamentales, como el sistema de supervisión de las entidades financieras, quedan eclipsadas y relegadas al ámbito técnico.

Hay signos aún más inquietantes: el escaso sentido cívico de parte de las élites empresariales. Los ejemplos sobran: la obscena pensión de jubilación de algún banquero o dirigente de entidad de gestión de derechos intelectuales (¡que son organismos protegidos por el derecho público!), o que las retribuciones de los consejeros de las empresas del IBEX35 hayan crecido en este contexto. Estas cosas hacen desconfiar del compromiso de una parte de la cúpula empresarial con la sociedad. Por fortuna, hay otros muchos ejemplos muy distintos. En lo que respecta a los empresarios, la situación de la presidencia de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) revela que los interlocutores sociales, sindicatos y patronal, se han convertido en invitados de cartón piedra, sostenidos por una representatividad inercial. Si la CEOE representara un poder con incidencia sobre la realidad, la posición de su presidente, cuyo grupo empresarial está en entredicho, sería insostenible.

Las élites políticas siguen un proceso de desconexión de la sociedad iniciado hace ya muchos años. En España no hay ley de partidos, los congresos de las grandes formaciones se celebran cada cuatro años, mientras que en Gran Bretaña son anuales, o bienales en Alemania. Los procesos de elección internos o externos se realizan mediante listas cerradas y bloqueadas, cuyos candidatos han sido elegidos por las direcciones. Los órganos de control internos se reúnen cada seis meses para ratificar lo hecho por las anteriores. La sociedad se desentendió hace mucho de estos procesos degenerativos. El resultado es la deplorable serie de casos de corrupción, desmanes urbanísticos, financiaciones irregulares y arbitrariedades que esmaltan la política española, y un rudo debate político inservible para las dimensiones del reto que se alza ante el país. La democracia interna no es una demanda moral en los partidos y las organizaciones sociales cuando representa un mecanismo para la selección de los mejores. En definitiva, estos no pueden captar el impulso de la sociedad y traducirlo a discursos e iniciativas políticas porque están pensadas para otra cosa. Además, han contagiado su esclerosis al poder judicial y a las comisiones que deben velar por el buen funcionamiento de mercados clave.

España se ha dejado llevar sin destino claro, con desidia, mecida por un
crecimiento económico facilitado por el euro. Las reformas se han aplazado y no hay claridad de ideas

Una de las características de la globalización es que está vaciando de poder la política nacional. Todos los países la padecen. Los sistemas de Italia, Gran Bretaña o Francia se encuentran en entredicho por su baja eficacia y las declinantes exigencias éticas de parte de la clase dirigente. Pero en nuestros vecinos, sólidas estructuras empresariales y, todavía, políticas mantienen la capacidad de decisión sobre los destinos de cada uno de ellos. En España, la sociedad se intranquiliza por la fragilidad de la estructura productiva, la inutilidad de los debates políticos y la sensación de que no se hace nada para adaptar el Estado a una nueva etapa y sacarlo de la crisis. Da la impresión de que la política y los interlocutores sociales estuvieran a la espera de que la recuperación internacional tirara de la economía o no, mientras la situación económica, institucional y política se deteriora.

Tales grietas estructurales explican cómo en la última década el impulso de la Transición se fue malbaratando. La segunda legislatura de José María Aznar derivó en una confrontación en diferentes temas, pero en esencia, por su apuesta en política internacional a contrapelo de dos de las claves más arraigadas en la opinión pública española: su identidad europea y su tendencia a eludir responsabilidades internacionales. Azaña señaló la neutralidad de España como una de las causas de la Guerra Civil, pero también como una querencia profunda de la sociedad, renuente a adquirir compromisos exteriores, que sigue latente.

José Luis Rodríguez Zapatero interpretó su victoria el 14 de marzo de 2004 en clave épica: una nueva concepción de España, una nueva política internacional distanciada de Estados Unidos, reformas constitucionales, nuevos estatutos de autonomía, negociación con ETA… para terminar la legislatura obviando la inminencia de la crisis. En la segunda, ha virado hacia Washington por el simple influjo de la elección de Barack Obama; su ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, dirige una eficacísima política antiterrorista contra ETA; del resultado de su política económica da cuenta la salida del Gobierno de Pedro Solbes; el Tribunal Constitucional está bloqueado en su decisión sobre el Estatuto de Cataluña, y algún miembro del CGPJ denuncia el nepotismo en la provisión de vacantes judiciales. Pero lo más desconcertante es su decisión de dar entrada en las decisiones relevantes a algunos estrambóticos personajes y partidos ajenos a la Transición. El sistema institucional del país está siendo llevado a un punto de dislocación.

España se ha dejado llevar sin destino claro, con desidia, mecida por un crecimiento económico facilitado por el euro. Las reformas se han aplazado y, cuando se hacen imprescindibles, quienes tienen que hacerse cargo de ellas no transmiten la claridad de ideas, fuerza de carácter o determinación política para llevarlas a término.

¿Es posible definir un nuevo impulso? Hay elementos positivos. La energía del país es tal que las selecciones de los principales deportes colectivos compiten por los campeonatos mundiales y europeos. Pese a una estructura económica endeble, varias empresas españolas están entre las multinacionales de referencia en varios campos relevantes. El nivel de los profesionales españoles está entre los mejores del mundo en bastantes terrenos. Se puede construir con brillantez una candidatura olímpica, aunque se pierda. Aunque hay ramas del capital social e institucional del país definitivamente secas, el país tiene capital humano y energía suficiente, que deberían traducirse en organizaciones y capital social para definir en los próximos años un rumbo cabal que encauce por décadas la alternancia entre los partidos e influir en una UE que necesitamos que funcione más que nunca.

La crisis tiene aspectos positivos. El primero: poner en valor la política como noble actividad orientada a dirigir e integrar sociedades. El segundo, que en poco tiempo se pondrá en claro si el país quiere seguir siendo una sociedad o se fragmenta. La fragmentación podrá ser territorial o social: en un arrebato de nihilismo podemos decidir enfrentarnos cada uno con nuestros medios a la globalización, emprendiendo el sabotaje consciente o inconsciente del Estado y la sociedad. Confiemos en el sentido común de la mayoría. Puede que una rápida recuperación, sin duda por impulso exterior, deje estos temas a medias, pero los plazos van venciendo. Como afirma Juan Roig, presidente de Mercadona, en un artículo publicado en Cinco Días, “hay dos elementos que se tienen que equilibrar: el nivel de vida y la productividad”.

Los senderos se bifurcan para España, y estamos en la primera fase de la decisión: la turbación ante una realidad que no habíamos visto o no queríamos ver atrapados por una fiebre consumista que, para qué negarlo, tampoco fue tan mal. Si no fuera porque ahora hay que pagar las facturas y decidir cómo seguimos. Este trance está dejando a la vista que parte de las estructuras dirigentes están dislocadas hasta lo inservible. El fantasma de una situación a la italiana cobra verosimilitud, pero el país tiene capacidad de reacción.