Flotilla de barcos con las banderas de China y Hong Kong. Laurent Fievet/AFP/Getty Images

Estados Unidos echó a España del Caribe, pero China tiene más difícil dominar sus mares.

Para su emergencia como superpotencia, Estados Unidos tuvo primero que dominar su mar interior, el Gran Caribe, y expulsar de allí a España, último país europeo con significativos territorios en la zona. Algo más de un siglo después, en su ascenso como gran potencia, China intenta ahora hacer lo mismo en sus mares interiores, pero está encontrando obstáculos que no tuvo el gigante americano. Los vecinos de China están menos dispuestos a asumir un tipo de hegemonía que los países centroamericanos y caribeños debieron aceptar sin remedio. Además, EE UU difícilmente acatará una versión asiática de la Doctrina Monroe, la formulación por la que Washington excluyó a las potencias extra americanas de ejercer influencia en el hemisferio occidental.

Esencialmente, China sigue los pasos estratégicos que dio Estados Unidos. La primera condición para la proyección de poder es garantizarse la seguridad de las propias fronteras y tener el control sobre las rutas de acceso al país. Cuando a mediados del siglo XIX EE UU completó su expansión continental en el centro de Norteamérica, pasó a tener 8.000 kilómetros de costa repartidos entre el Atlántico y el Pacífico (la anexión de Alaska y Hawái doblaría luego la cifra). Para asegurar la defensa de sus costas se volcó a la construcción de una gran armada, cuya misión pronto sería el control del Gran Caribe (suma del Caribe y del Golfo de México). El entonces secretario de la Navy, Benjamin F. Tracy, aseguró que la expansión de la flota era meramente defensiva. “Not conquest, but defense”, argumentó, utilizando la misma justificación que hoy está en boca de las autoridades chinas. Pocos años después Estados Unidos declaró la guerra a España para expulsarla de su mediterráneo, en una demostración de capacidades que se extendió también al Pacífico, con la toma de Filipinas y Guam. Eran los tiempos en los que el estratega estadounidense Alfred T. Mahan desarrollaba sus máximas sobre la preeminencia de las potencias marítimas.

China ha sido tradicionalmente una potencia terrestre, con muy poco interés por alta mar. Pero para reencarnar el Imperio del Centro hoy debe proyectar poder de modo muy directo también sobre la primera cadena de islas que delimitan al este los mares oriental y meridional de China. Especialmente estratégico es este último, por donde le llegan a la gran potencia asiática buena parte de sus suministros. Poder garantizar directamente el libre acceso por el estrecho de Malaca y disponer de bases militares en medio de ese Mar del Sur de China son pilares fundamentales del interés nacional chino. Tal como EE UU hizo todo lo posible por tutelar la construcción y administración del canal de Panamá, y disponer de bases militares en Cuba y Puerto Rico, en medio del Caribe.

 

Un pie en el centro del Caribe

La Doctrina Monroe fue formulada por el presidente estadounidense James Monroe en su discurso sobre el estado de la Unión de 1823. Se habían sucedido las independencias de las repúblicas hispanas y Washington llamaba a que las potencias europeas no aprovecharan la ocasión para controlar esos territorios. Era una formulación de “América para los americanos”, pero en principio no iba contra las realidades coloniales que seguían dándose.

Una España claramente debilitada internacionalmente no era en ese momento un especial estorbo para Estados Unidos. De hecho, inicialmente Washington pensó en la República Dominicana como cabeza de puente desde la que controlar el Caribe, planeando una base en la bahía de Samaná. Pero los estudios militares daban mayor valor estratégico a Cuba y Puerto Rico. Mahan señaló en 1897 que el verdadero interés estadounidense era contar con bases en esas dos islas, una para supervisar el Paso de los Vientos, por el que iban a transcurrir las rutas desde la costa este estadounidense al Canal de Panamá, y otra para proteger rutas al istmo panameño desde Europa. Ese es el origen de la base de Guantánamo y de las de Culebra y Vieques (el valor de estas dos islas puertorriqueñas quedaría relativizado cuando EE UU adquirió parte de las adyacentes Islas Vírgenes). Ese interés estratégico es el que persiguió Washington con su guerra de 1898 contra España.

A partir de ahí, Theodore Rossevelt desarrolló un espíritu de tutelaje sobre la región, basado en un supuesto sentido de responsabilidad de EE UU hacia sus vecinos. “Me parece inevitable que tarde o temprano Estados Unidos deberá asumir una actitud de protección y regulación en relación a todos esos pequeños estados en la vecindad del Caribe”, dijo en 1904, en lo que ha sido conocido como el corolario de Roosevelt a la Doctrina Monroe. Completado el dominio sobre su gran mar interior y el istmo panameño, Roosevelt lanzó en 1907 la Gran Flota Blanca: 16 buques de guerra que dieron la vuelta al mundo, en una demostración no solo del poder naval estadounidense, sino del status de potencia mundial que este le confería. Pocos años después, la Primera Guerra Mundial ratificaba el carácter de superpotencia de EE UU.

 

Xi Jinping, el ‘Roosevelt’ chino

El Presidente chino, Xi Jinping, con soldados de la Armada china de fondo durante una ceremonia, Pekín. Feng Li/Getty Images

Aceptando que los paralelismos históricos son siempre imperfectos, podría decirse que el actual presidente chino, Xi Jinping, es el Theodore Roosevelt chino. Tanto por su decidido empuje al intento de control de los mares interiores, que deben llevar a la consolidación de la hegemonía regional china, como por su notable impulso a la fuerza naval, que debe confirmar el ascenso de China a superpotencia mundial.

Con Xi en la presidencia, ha comenzado a surcar las aguas el primer portaviones chino y un segundo está en construcción. Aunque aún muy por detrás de Estados Unidos, que cuenta con 10 portaviones, además arropados por grupos de buques de ataque, el esfuerzo de Pekín es significativo. De acuerdo con la Estrategia militar de China publicada en 2015, el país se propone combinar su estrategia de “defensa en aguas litorales” con otra de “protección en mar abierto”. Asimismo, como hizo Roosevelt, Xi está alimentando un sentido nacionalista que sustenta el mayor carácter afirmativo internacional de su país.

Pekín se ha mostrado asertivo en el Mar del Este de China en sus disputas con Japón por las islas Senkaku, administradas con este nombre por ese país y que China reclama para sí con el nombre de Diaoyu. Mayor tensión se vive aún en el Mar del Sur de China sobre el control de los archipiélagos de las Paracel y de las Spratly, que Pekín disputa frente a Taiwan, Vietnam, Filipinas, Malasia o Brunei. La ampliación artificial de algunos arrecifes de las Spratly llevada a cabo por China, añadiendo en total 800 hectáreas de superficie terrestre, con instalaciones que facultan la presencia militar, demuestra que Pekín está dispuesto a llegar lejos con sus reivindicaciones de dominio sobre ese espacio marítimo. Detrás de ese objetivo se encuentra el interés obvio del derecho de explotación económica del mar y su subsuelo, pero los propósitos estratégicos son aún más importantes. De hecho, la estimación de riqueza en hidrocarburos (la EIA estadounidense calcula que la región cuenta con reservas no probadas de un máximo de 11.000 millones de barriles de crudo y 5 billones de metros cúbicos de gas natural) no es especialmente alta, dadas las necesidades energéticas de China; además este país ha mostrado disposición a compartir esos recursos siempre que se reconozca su soberanía territorial sobre las islas disputadas.

Lo que está en juego es la aspiración china de convertir ese mar en su particular Gran Caribe: un ámbito en el que nadie discuta su supremacía, se acepte su papel de ordenador o de policía, con presencia de bases militares, y no haya injerencia de ninguna potencia exterior, de forma que Pekín tenga el control de la circulación marítima, sin amenazas, desde el estrecho de Malaca hasta sus puertos, tal como Washington dispone sin riesgos de las comunicaciones entre los puertos de sus dos costas a través del canal de Panamá. La importancia de esa ruta del sureste asiático es de sobra conocida: por ella pasa el 20% del comercio marítimo global y un tercio del petróleo, cifras que aún son más extremas en el caso particular de China: este país importa cerca del 60% del petróleo que necesita (en 2035 podría llegar al 80%) y por Malaca pasan las tres cuartas partes de esas importaciones.

 

Bases chinas en las islas disputadas

Si Estados Unidos reivindicó, mediante la Doctrina Monroe, la no injerencia en América de potencias foráneas para asegurar así su hegemonía regional, ¿no debiera respetar ahora la aspiración de China de tener control de su vecindario? La falta de reciprocidad estadounidense solivianta especialmente en Pekín, sin que Washington se haga cargo completamente de la acusada sensación de embolsamiento que sufre China, limitada en su salida al mar por dos líneas de cadenas de islas, mayores y menores, algunas de ellas con bases militares de EE UU.

La cuestión es que Estados Unidos pudo imponer su regla en su hemisferio sin tener que pedir un repliegue voluntario de ninguna potencia. A mediados del siglo XIX España estaba profundamente debilitada, mientras que Francia y el Reino Unido habían reducido su presencia americana a pequeños enclaves coloniales. Lejos de constituir países extensos, con potencial de rivales, las repúblicas iberoamericanas nacieron disgregadas; solo Brasil tenía dimensiones continentales, pero era poco significante como realidad política, mientras que México perdió una buena parte de su territorio en la guerra de 1846-1848 contra su vecino del norte.

En su ascenso como superpotencia, China se encuentra con un entorno bien distinto, con naciones muy consolidadas y con indudable peso en la economía global. Japón puede mantenerle el pulso en muchos aspectos, como una de las potencias con mayor desarrollo y PIB mundial; Corea del Sur y Taiwan son especialmente activos en el comercio internacional; Singapur lo es también como centro financiero, y Filipinas y Vietnam, en otro estadio económico, están dispuestos en cualquier caso a presentar resistencia a un excesivo dirigismo desde Pekín. A esto se añaden otros asuntos que condicionan la hegemonía regional china, como la soberanía sobre Taiwan, el acceso a un solo océano (sin salida al Índico) y la frontera con India, un directo rival continental.

El ocaso del Reino Unido como principal superpotencia mundial y su sustitución por Estados Unidos se realizó de un modo relativamente rápido, sin excesiva superposición de intereses. Pero el surgimiento de China sucede cuando EE UU aún no propiamente declina, por lo que es normal que la fuerza militar estadounidense siga de cerca los acontecimientos en el extremo oriente, por iniciativa propia y por deseo de sus aliados asiáticos. Aun cuando esta situación seguirá generando fricciones, lo previsible es que las tendencias geopolíticas propicien con el tiempo algún tipo de acomodo: que China acepte la continuidad de cierta presencia militar de Estados Unidos, como Washington tuvo que admitir la excepcionalidad de Cuba y su alineamiento con la URSS, y que Washington reconozca una preeminencia de China en la gestión de su mar meridional, con la ubicación en medio de él de sus bases militares.