En el contexto de un sangriento conflicto militar que dura más de medio siglo, las mujeres, los menores y los miembros de la comunidad LGTB han llevado la peor parte.

Una mujer y sus dos hijos en la provincia colombiana de Antioquía. Luis Acosta/AFP/Getty Images
Una mujer y sus dos hijos en la provincia colombiana de Antioquía. Luis Acosta/AFP/Getty Images

Durante más de medio siglo Colombia  ha vivido un contexto de conflicto armado en el que grupos paramilitares, guerrillas, fuerzas armadas y bandas de narcotraficantes han perpetrado secuestros, desplazamientos, muertes, desaparecidos, amenazas, hostigamiento a comunidades y todo tipo de crímenes contra la humanidad. Sin embargo, ha habido otra cara de esa violencia generalizada y sistemática que ha permanecido más invisibilidad: la violencia sexual contra las mujeres, niñas y niños.

Los cuerpos de las mujeres se han utilizado como un arma de guerra, como denunció un informe de Oxfam-Intermón. Aunque la estigmatización y el miedo han llevado a la mayoría de ellas a callar, poco a poco se ha ido desvelando cómo los diferentes actores armados han utilizado prácticas aberrantes, que van desde la violación hasta la obligación a prostituirse o los abortos forzados. El pico de esta violencia es probablemente el control de comunidades enteras por grupos paramilitares en la primera mitad de los años 2000, cuando en las zonas más afectadas por el conflicto, como el Cauca y los Montes de María, las mujeres fueron utilizadas como esclavas sexuales y obligadas a realizar las tareas domésticas.

“Dividieron a las familias. Si un paramilitar se interesaba por una mujer, la violaba y la obligaba a quedarse por la fuerza, o ella se iba para evitarle problemas a su marido. A muchas las han prostituido así. Y sigue pasando. Unas hablan, otras callan. Cuando salgan de prisión algunos de ellos, ¿cómo se sentirán esas mujeres cuando tengan que encontrarse frente a ellos en la calle?”, relata Pedro (nombre ficticio), vecino de una comunidad de Montes de María, un territorio muy afectado por la violencia paramilitar en la pasada década.

En una comunidad cercana, Carmen (nombre ficticio) narra su experiencia: “A las mujeres nos ha tocado la peor parte. Muchas fuimos víctimas de violencia sexual. Eso es un dolor profundo, un trauma que es físico y mental, que está muy adentro. Una siente que tuvo la culpa, que no vale nada”. Hablar es difícil: por el miedo a los victimarios, y también por el temor al rechazo y la estigmatización de la propia familia, de la comunidad; por eso, muchas optaron por marcharse a la ciudad a trabajar como empleadas domésticas. Poco a poco, algunas comienzan a hablar: “Hemos venido renaciendo con un proceso de mujeres, yo quisiera que todas pudieran, como yo, sentirse mejor, con ayuda de terapeutas, de psicológicos, con el bien que nos hace hablar”, explica Carmen. En estas comunidades destacan la labor de las organizaciones de base, pero cuestionan el papel del Estado: “No nos ha llegado un peso del presupuesto que, supuestamente, es para reparar a las víctimas”.

 

Infancias robadas

Las niñas y niños han sido y son objeto de formas de violencia no menos brutales. Un reciente informe de Oxfam y otras organizaciones denuncia que, de media, cada día 27 menores son abusados por actores armados. Sólo en 2012, se calcula que 10.800 niñas y 2.400 niños fueron víctimas de violencia sexual en el contexto del conflicto. Los departamentos de Antioquia, Valle del Cauca y Nariño registran las cifras más altas, si bien en otras regiones, como la Amazonía, se sabe que este tipo de violencia está generalizada, pero no se ha podido hacer un registro.

El subregistro y la invisibilización es un grave problema cuando hablamos de violencia contra las mujeres y menores en las zonas de conflicto. Como apunta Oxfam: “Los testimonios recabados y los relatos de las mujeres que habitan en zonas ocupadas por los distintos actores armados y víctimas del desplazamiento forzado indican que la violencia sexual es mucho más frecuente de lo que se cree, de lo que los medios de comunicación difunden y de lo que las estadísticas y los registros oficiales sugieren”.

Según el informe Dejen de cazar a las niñas y niños, de Oxfam, el Pacífico es una de las zonas del país donde, con mayor crudeza, tanto la guerrilla como los grupos paramilitares han ejercido abusos contra  menores, que van desde su uso como botín de guerra hasta su reclutación a través de engaños, pasando por el proxenetismo. En el municipio de Tumaco, en el Pacífico sur, se han creado redes de explotación sexual comercial que administran los grupos paramilitares. Las niñas son llevadas de una a otra vereda (pedanía), una situación que tiende a normalizarse en un contexto de enorme precariedad y vulnerabilidad socioeconómica. Se estima que, entre 2008 y 2012, 328 niños y 238 niñas fueron víctimas de abuso sexual.

 

Contra la diferencia

Junto a las mujeres y los menores, el colectivo LGTB (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) ha sido también duramente golpeado por la guerra en Colombia. Más de 1.200 personas LGBT han sido víctimas del conflicto, y de ellos, 80 han sido asesinados, según la Unidad de Víctimas. En su informe Aniquilar la diferencia, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) detalla las agresiones, torturas, asesinatos, violaciones, amenazas y diversas formas de violencia  física y simbólica contra gays, lesbianas y transexuales por parte de los diferentes actores armados: las guerrillas han perseguido y amenazado a individuos por su orientación sexual, mientras que los paramilitares −en ocasiones, según el mismo informe, con apoyo de miembros de las Fuerzas Armadas− han emprendido verdaderos procesos de “limpieza social” a través de amenazas colectivas y agresiones públicas. Como en el tristemente célebre episodio vivido en una vereda de Montes de María, donde los paramilitares obligaron a homosexuales, ante la mirada de sus vecinos, a pelear sobre un ring de boxeo, a tener sexo entre ellos y a caminar desnudos durante horas. Los paramilitares llegaron a extremos brutales que incluyen sádicas torturas, violaciones, a veces con objetos, y en ocasiones, después de todo tipo de vejaciones, la muerte.

Una de las conclusiones del CNMH es que el conflicto armado no introduce la violencia homofóbica en las comunidades, pero sí la amplifica y crea cadenas de violencia que se mantienen hasta hoy.  “Es muy parecido a lo que pasa con las mujeres: la guerra no inventa la violencia sexual, eso preexiste, pero sí la exacerba”, indicó Nancy Padra, una de las autoras del informe, en una entrevista con El Espectador. En su opinión, el actor armado impone un orden social heteronormativo como parte de un “proyecto intencionado y militar de exterminio” que va mucho más allá del prejuicio. Como en el caso de la violencia sexual contra las mujeres, la violencia contra quienes se apartan de la norma heteropatriarcal “no han sido acciones aisladas dentro del conflicto armado colombiano, sino que hacen parte de las lógicas de control y regulación de los cuerpos y la sexualidad”.

¿Qué va a pasar con la firma del acuerdo de paz? El problema de la violencia heterosexual no es tanto el actor armado como los imaginarios compartidos que legitiman esas violencias. Aunque el proceso de paz tenga éxito y las guerrillas que hoy violentan a los LGTB se desmovilicen, “el problema es que si persisten los discursos y las prácticas justificadoras ya no van a ser los guerrilleros quienes me violen, sino el vecino. Cambia el autor de la violencia,  pero ésta no desaparece”, señala Nancy Padra.

Un segundo problema tiene que ver con la efectiva desmovilización de los actores armados. Los grupos paramilitares se desmovilizaron sobre el papel en 2006, pero, según llevan años alertando expertos como Carlos Andrés Prieto, coordinador del área Dinámicas del conflicto de la Fundación Ideas para la Paz, en muchos casos esos grupos desmovilizados se rearmaron y conformaron las llamadas bandas criminales (bacrim), que siguen cometiendo abusos contra la población local, entre ellos, el reclutamiento forzado de niños y adolescentes, como asegura el informe Las Bacrim y el crimen organizado en Colombia, de Prieto.