Antes, la riqueza del petróleo sólo hacía daño a quien la tenía. Ahora, hace daño a todo el mundo.

 

La maldición de los recursos se ha globalizado. Durante años, paradójicamente, los beneficios del petróleo eran un peligro, sobre todo para quienes los poseían. Los países de Oriente Medio ricos en recursos naturales y sus vecinos exportadores de mano de obra fueron incapaces durante decenios de invertir debidamente para beneficiar a su pueblo o diversificar sus economías. Los inmensos ingresos procedentes del petróleo y las remesas de los trabajadores hacían que no se fomentaran los sectores impulsores de un crecimiento sostenido, alimentaban la corrupción y el clientelismo, inflaban los mercados regionales de valores e inmobiliario y proporcionaban unos incentivos irresistibles a los gobiernos para malgastar con un derroche y una negligencia exacerbados.

Hoy, sin embargo, la maldición de los recursos de Oriente Medio está extendiéndose al sistema financiero internacional. Una circulación sin precedentes de petrodólares está alimentando nuevas burbujas, financiando una carrera armamentística en Oriente Medio y perjudicando a la economía mundial a través de unos ciclos retroalimentados de precios especulativos del petróleo. Todos los elementos de los ciclos anteriores de expansión y derrumbe en los 70, en los 80 y en la última década siguen en su sitio.

Lo que está sucediendo es, al mismo tiempo, tranquilizadoramente conocido y aterradoramente nuevo. Los aumentos repentinos del dinero del petróleo que entra y sale de Oriente Medio –lo que se conoce como “reciclado del petrodólar”– ya han sido un problema en otras ocasiones, pero, en los últimos años, se han convertido en un elemento terriblemente desestabilizador. La Gran Recesión actual se interpreta, en general, como una historia de excesos inmobiliarios y fallos regulatorios, pero también es una lección sobre el papel cada vez más perjudicial que desempeña el petróleo en la economía mundial.

A mediados de esta década, los economistas estaban preocupados, sobre todo, por los desequilibrios mundiales entre China y Estados Unidos. Para el economista de Harvard Lawrence Summers, hoy un importante asesor de la Casa Blanca, el mundo estaba atrapado en las garras de “un desequilibrio de terror financiero”. Los investigadores de Deutsche Bank dijeron que ese desequilibrio temporal, en el que el exceso de ahorro de China financiaba el exceso de consumo de EE UU, constituía una continuación informal del sistema financiero de Bretton Woods, y que pensaban que se sostendría por unos cuantos años más.

Pero ese análisis tan optimista se olvidaba de una pieza muy importante del puzzle económico mundial: los ingresos del petróleo. Durante cinco años, entre 2003 y 2008, la salida masiva de petrodólares de Oriente Medio, unida al exceso de liquidez por los bajos tipos de interés y a la voraz ansia de asumir riesgos, alimentó las burbujas en los mercados mundiales, incluidos el sector inmobiliario, los derivados crediticios y los precios de las materias primas. Unas insostenibles burbujas en serie distorsionaron los incentivos hacia el sector financiero y los apartaron de las inversiones que más podían facilitar el crecimiento económico a largo plazo, como las infraestructuras o la I+D+i.

Es decir, los mercados financieros interconectados han globalizado la maldición de los recursos, y todos los países con economías relativamente abiertas están expuestos a los riesgos del mercado energético, incluso algunos tan distintos como Gran Bretaña, Rusia y EE UU, que cuentan con sus propias reservas de combustible. Como vimos el año pasado, el contagio financiero se retroalimenta y amplifica los aumentos de los precios del crudo causados por la demanda, lo que agudiza la ralentización de la economía real.

¿Cómo ha pasado esto? Los sistemas económicos capitalistas, como sostienen Minsky, Charles Kindleberger y otros economistas, son intrínsecamente inestables. Los periodos prolongados de crecimiento económico provocan más sed de riesgo, porque el optimismo sobre los beneficios crecientes y los menores índices de bancarrota dan a los inversores una falsa sensación de seguridad. El optimismo acaba convirtiéndose en euforia, lo que el ex presidente de la Reserva Federal estadounidense Alan Greenspan llamó “exuberancia irracional”, cuando los inversores suben los precios de los activos a base de comprar, cada vez con más capital ajeno. Mientras tanto, los lobbistas del sector financiero convencen a los parlamentos para que reduzcan las normativas prudentes y “dejen libre el poder del capitalismo del laissez-faire”. En un ejemplo de miopía, se han sembrado las semillas del desastre financiero.

En periodos de expansión, como vimos en los años anteriores a 1973 y de nuevo a partir de 2002, el aumento de la demanda de petróleo refuerza a los productores, que obtienen enormes beneficios disminuyendo de forma intencionada lo que invierten en capacidad de producción. Los precios del crudo siguen subiendo y llenan sus arcas con una repentina entrada de capital que no pueden absorber por sí solos. Los petrodólares salen y buscan rentabilidad en unos mercados financieros ya inflados, con lo que alimentan las burbujas hasta niveles peligrosos.

Cuando el ciclo económico cambia, la euforia empieza a desvanecerse. Los inversores evalúan los riesgos financieros con más precisión. Suben los tipos de interés, lo cual alimenta la caída. La exuberancia irracional que había amplificado la expansión se convierte en todo lo contrario y acelera la caída. La demanda de petróleo se derrumba y los precios del crudo se vienen abajo. La circulación de petrodólares se detiene, con los consiguientes efectos en los mercados financieros y en el crecimiento de la economía real. Entonces, la reducción de la liquidez y el crédito impide que los exportadores de oro negro inviertan lo suficiente en aumentar su capacidad productiva durante la recesión; así que la historia, al final, se repite cada vez de manera más radical que la anterior.

El componente geopolítico de este megaciclo también es pernicioso. Cuando los países productores de petróleo amasan unas reservas financieras sustanciales, suelen asignar muchos menos gastos e inversiones a la capacidad de producción y más a las áreas que benefician a las clases dirigentes. En Oriente Medio, se han dedicado partes importantes de los ingresos del petróleo a compras de armas, que protegen a la clase dirigente de amenazas externas y de posibles desafíos internos, de forma indirecta, al apaciguar a jefes militares que podrían representar una amenaza, y directa, porque aplastan la oposición mediante un gran gasto en seguridad interior (en Oriente Medio y el norte de África, el personal militar constituye nada menos que el 3% de la población activa, y el porcentaje del PIB destinado al gasto militar es también muy elevado; un ejemplo es Arabia Saudí, con un 9%).

Las economías avanzadas importadoras de petróleo, como Francia y EE UU, que venden armas para reciclar petrodólares, no pueden negar su complicidad en este juego. No sólo alimentan los arsenales de los ejércitos nacionales, sino también los de las milicias locales e incluso los de organizaciones terroristas. El histórico apoyo de Irán a Hezbolá, por ejemplo, está bien documentado. El tráfico de armas aumenta los riesgos geopolíticos y, una vez más, incrementa los precios del petróleo en la medida en que crecen los temores a que un conflicto militar o un atentado perturben el suministro. Dicho a las claras, un poco de terrorismo es bueno para los exportadores de petróleo.

¿Será posible que animales
políticos como los del Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos sobre
inmunidad?

Y la relación entre el petróleo y el terrorismo no se detiene ahí. En la medida en que los exportadores imitan la conducta consumista de las economías avanzadas en periodos de expansión, los jóvenes desarrollan expectativas muy poco realistas, basadas en el sentimiento de que tienen derecho a la riqueza del petróleo. Esas expectativas frustradas, y no la pobreza en sí, son lo que les empuja hacia ideologías radicales y militantes. Por ejemplo, en Arabia Saudí, la renta per cápita real a principios de los 80 era superior a la de EE UU. Los saudíes estaban acostumbrados a tener vivienda gratis, ingresos garantizados y electricidad y gasolina subvencionadas, hasta que la bajada de los precios del crudo provocó recortes presupuestarios a mediados de los 90. Al fin y al cabo, los secuestradores del 11 de septiembre de 2001 eran, en general, hombres de clase media con carrera. No hay duda de que estaban bajo la influencia de los argumentos de Osama Bin Laden, que, en los años 90, despotricaba contra “el mayor robo de la historia” y decía que el precio real del petróleo a finales de 1979 debería haber persistido durante los 20 años siguientes.

Por supuesto, el gasto militar, la distribución de las rentas del petróleo a sectores privilegiados de la sociedad y la cultura consumista resultante ayudan poco a garantizar el desarrollo económico a largo plazo. ¿Cómo podemos escapar a la maldición mundial del petróleo? Es fundamental diversificar y desarrollar las economías de Oriente Medio con el fin de crear oportunidades de empleo y absorber las ocasionales entradas y salidas de petrodólares. Además, los exportadores de crudo deberían tener un pensamiento más estratégico, invertir en capacidad de producción de petróleo durante las recesiones y acumular reservas cuando los precios están bajos, para venderlas cuando suban.

Los consumidores de petróleo también disponen de opciones a largo plazo. Las grandes economías, como las de Estados Unidos, Japón y China, pueden reducir su consumo de crudo mediante la inversión en energías alternativas, tecnologías de ahorro de combustible y transporte público. Asimismo, pueden utilizar sus reservas estratégicas de petróleo como arma contra los especuladores, tal como hizo el presidente estadounidense Bill Clinton, con éxito, en los 90. Una regulación minuciosa de los mercados de derivados del petróleo puede contribuir a acabar con la perniciosa especulación.
Ahora bien, estos remedios tecnocráticos no bastan, ni mucho menos, para abordar el problema en general. Necesitamos una coordinación internacional de alto nivel, en parte a través de plataformas como la Organización Mundial de Comercio y las cumbres del G-20. Durante los últimos 50 años, los importadores y exportadores de petróleo han buscado repetidamente la ventaja a base de tratar su mutua relación como una partida a todo o nada. Los grandes países consumidores limitan el acceso a las refinerías, la comercialización y los puntos de venta de combustible, y aleccionan a los productores sobre las virtudes de los mercados libres cuando los precios están bajos. A su vez, los productores invocan el nacionalismo y cortan el suministro cuando los precios están altos (mientras dan las mismas lecciones sobre las virtudes de los mercados libres). Sin embargo, siempre ocurre que, mientras el ciclo continúa desarrollándose, las ganancias de una u otra de las partes son pasajeras. Peor aún, la globalización se ha encargado de que los problemas económicos, geopolíticos y de seguridad en una parte del mundo se extiendan ahora rápidamente a otras, con lo que todavía tienen menos sentido las ventajas a corto plazo del interés miope.

Si no hay un cambio, la próxima fase del ciclo puede ser catastrófica. Entonces, los problemas actuales parecerán irrisorios en comparación.

 

Un agujero en el cubo

Qué distinto era todo hace 18 meses. A comienzos de 2008, los fondos soberanos de los gobiernos dotados de enormes ingresos del petróleo parecían ser los nuevos titanes de las finanzas mundiales.

Impulsados por los altos precios del crudo y las burbujas que alimentaban, compraron grandes paquetes de valores de bancos comerciales y de inversión occidentales, como cuando la Autoridad Inversora de Abu Dhabi compró por 7.500 millones de dólares (unos 5.300 millones de euros) un 4,9% de Citigroup en noviembre de 2007 o la Autoridad Inversora de Qatar decidió, en octubre de 2008, aumentar su participación en Crédit Suisse al 8,9%, con lo que se convirtió en el mayor accionista. Los 32 fondos que hemos estudiado (13 de ellos, vinculados a petroestados de Oriente Medio) hicieron en conjunto 12 gigantescas compras de acciones, por un total de 63.330 millones de dólares, entre noviembre de 2007 y febrero de 2008, y 11 de esas transacciones, por valor de 61.330 millones de dólares, fueron compras directas de acciones en instituciones financieras occidentales con problemas. Lo sorprendente es que, en general, los gobiernos e inversores europeos y norteamericanos recibieron con agrado esas compras; incluso calificaron a los fondos como unos salvadores que habían “rescatado” a los bancos de la crisis de las hipotecas basura.

Pero los buenos tiempos se acabaron, por desgracia, a principios de este año. El valor de las inversiones en bolsa de los fondos soberanos se desplomó a medida que la crisis financiera eliminaba varios billones de dólares en capitalización de mercado de las bolsas de todo el mundo, y las acciones de los bancos fueron las más perjudicadas. Al mismo tiempo, los gestores de fondos tomaron algunas decisiones desastrosas a la hora de elegir valores y limitaron sus compras a un puñado de empresas occidentales moribundas. Según nuestras investigaciones, los fondos soberanos perdieron nada menos que 66.880 millones de dólares y tuvieron unas pérdidas del 53,23% desde la fecha en la que se hicieron las inversiones hasta el 27 de marzo de 2009. Los 42.670 millones de dólares de pérdidas en las 11 inoportunas operaciones de finales de 2007 y principios de 2008 representaron dos tercios de esa cifra total.

No es sólo culpa de los gestores. Al fin y al cabo, se trata de fondos de inversión de propiedad estatal. Como sugieren nuestros datos, la mala elección de valores quizá fue consecuencia de presiones políticas que obligaron a los gestores a invertir en sectores industriales y empresas con problemas. Sea cual sea la razón, lo que está claro es que, la próxima vez que una compañía occidental necesite ser rescatada, los Abu Dhabis y Qatars de este mundo no se darán tanta prisa para acudir en su ayuda.

 

Veljko Fotak es investigador en la Fondazione Eni Enrico Mattei (FEEM). Bill Megginson es titular de la cátedra Rainbolt de Finanzas en la Universidad de Oklahoma e investigador en FEEM.