Por qué Estados Unidos se equivoca al temer la divisa china.  Informe especial de FP: EL FUTURO DEL DINERO

La divisa china, el renminbi (RMB), lleva varios años siendo un tema muy discutido. Hace poco, varios miembros del Congreso de Estados Unidos sugirieron la posibilidad de vincular la legislación china sobre divisas a las próximas votaciones sobre los acuerdos de libre comercio con Corea del Sur, Colombia y Panamá. Sin ir tan lejos, el líder de la mayoría Demócrata en el Senado, Harry Reid, y el senador Charles Schumer han prometido una votación sobre el asunto en algún momento de este año.

El origen del conflicto, para Estados Unidos –y otros países— está en las quejas de que China mantiene el valor del RMB artificialmente bajo para impulsar las exportaciones y el superávit comercial a expensas de sus socios comerciales. Los últimos datos oficiales muestran que el déficit comercial bilateral entre Washington y Pekín aumentó casi un 12% en la primera mitad de 2011, alimentando los esfuerzos estadounidenses para impulsar la creación de puestos de trabajo nacionales mediante la autorización de aranceles a las importaciones y otras restricciones a países que manipulan sus monedas.

AFP/Getty Images

Aunque el Tesoro estadounidense no ha llegado nunca a calificar al gigante asiático de “manipulador de divisas” en sus informes semestrales al Congreso, sí ha presionado sin cesar a dicho país para que permita que el RMB se revalorice a más velocidad y deje que fluctúe de forma más libre, con arreglo a  las fuerzas del mercado. El Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y numerosos economistas también son partidarios de una política de revalorizaciones más rápidas y tipos de cambio más flexibles, dentro de un programa más amplio para reequilibrar la economía china y alejarla de su tradicional dependencia de las exportaciones y las inversiones para acercarla a un modelo de crecimiento más basado en el consumo. En parte como respuesta a estas presiones, pero sobre todo por preocupaciones internas, Pekín ha dejado que el RMB suba alrededor del 25% frente al dólar estadounidense desde mediados de 2005. Pero la velocidad de revalorización sigue siendo demasiado lenta para EE UU y otros Estados de Europa y Latinoamérica, cuyos sectores de fabricación sufren cada vez más competencia de los artículos fabricados en China a bajo coste.

Las discusiones internacionales sobre el RMB son siempre tensas porque China y sus socios comerciales tienen ideas totalmente distintas sobre la función de los tipos de cambio. Estados Unidos y otras economías avanzadas, así como el FMI, consideran que un tipo de cambio es solo un precio. Por consiguiente, piensan que la intervención constante de Pekín para mantener su tipo de cambio muy por debajo del nivel fijado por el mercado, es una distorsión que impide que los mercados internacionales funcionen todo lo bien que deberían. Esa irregularidad del precio afecta también a la propia economía china porque estimula las grandes inversiones en fabricación para la exportación y pone freno a la inversión en el mercado interior de consumo. Por eso, que el gigante asiático permita una subida más rápida de su tipo de interés es algo que interesa tanto a su propia economía como a la economía internacional en su conjunto.

Las autoridades chinas tienen una opinión muy diferente. Consideran que el tipo de cambio –y los precios y mecanismos de mercado en general—son instrumentos en una estrategia ordinaria de desarrollo. El objetivo de ésta no es crear una economía de mercado, sino convertir el gigante asiático en un país moderno, rico y poderoso. Los mecanismos de mercados son simples medios, no fines. Los dirigentes chinos ven que todos los Estados que han pasado de la pobreza a la riqueza en la era industrial, sin excepción, lo han hecho basando su crecimiento en las exportaciones. Por tanto, administran el tipo de cambio para favorecer las exportaciones, igual que gestionan otros mercados y precios en su economía para cumplir objetivos de desarrollo como la creación de industrias e infraestructuras básicas. Estas políticas no son muy distintas de las que llevaron a cabo Japón, Corea del Sur y Taiwán después de la Segunda Guerra Mundial, ni de las de Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania en el siglo XIX. Como las autoridades chinas creen que la estrategia basada en las exportaciones es la única vía comprobada hacia la condición de país rico, observan con enorme suspicacia los argumentos de que una rápida revalorización de la divisa y un crecimiento de las exportaciones mucho más lento “benefician los intereses de China”. Y como Pekín –a diferencia de Tokio en los 70 y 80— es una potencia geopolítica independiente, puede perfectamente resistirse a las presiones internacionales para que cambie su política de tipos de cambio.

Una segunda cuestión que suscitan las políticas monetarias y comerciales chinas es el persistente superávit comercial existente desde 2004, que ha contribuido a las tres cuartas partes del aumento de casi 3 billones de dólares que han experimentado las reservas chinas de divisas extranjeras en los últimos ocho años. Cerca de dos tercios de esas reservas están invertidas en deuda del Tesoro de EE UU. Algunos temen que, como China se ha convertido en el banquero de Estados Unidos, pueda causar la caída del dólar y la economía estadounidense si se deshace de sus reservas. Otros sugieren que sus medidas recientes para aumentar el uso internacional del RMB a través de un paraíso fiscal en Hong Kong indican su intención de convertir su moneda en una divisa internacional de reserva que compita con el dólar y, llegado el día, lo sustituya. Todas estas preocupaciones se basan en un mal conocimiento de los mercados financieros internacionales y la economía política interna de Pekín. El país asiático no es, en ningún sentido práctico, el banquero de América; es más un inversionista que un prestamista, y su poder económico sobre Washington es muy modesto.

Y, aunque la posición dominante de China en el comercio mundial hace que sea lógico aumentar el uso del RMB para las facturas y los pagos del comercio; de implantarlo más en el comercio internacional a convertirlo en una divisa de reserva atractiva hay un gran paso. China, hoy, no cumple los requisitos básicos que se exigen a cualquier emisor de una gran moneda de reserva, y quizás nunca lo haga. Sobre todo, el renminbi no pasará seguramente nunca de ser una divisa de reserva de segunda categoría mientras los dirigentes chinos mantengan su profunda resistencia a permitir que los extranjeros desempeñen un papel importante en sus mercados financieros internos.

Las políticas monetarias de China

La política de tipos de cambio de China debe interpretarse en el contexto de dos factores políticos y económicos: primero, su estrategia general de desarrollo, que pretende construir el poder económico y político del país utilizando los mecanismos de mercado como medios para ese fin, y no como fines en sí mismos; y segundo, su posición geopolítica.

La estrategia de desarrollo de China, que se fraguó de forma gradual después de que Deng Xiaoping iniciara el proceso de reforma y apertura en 1978. Se basa en un estudio minucioso de cómo se enriquecieron otros países industriales; en especial, las estrategias de modernización de sus vecinos en el este de Asia: Japón, Corea del Sur y Taiwán, tras la Segunda Guerra Mundial. Una enseñanza fundamental de ese informe es que todos los Estados ricos, en sus primeras etapas de desarrollo, utilizaron políticas que favorecían las exportaciones para fomentar la industria nacional y acelerar la adquisición de tecnologías. En épocas anteriores, cuando el uso del patrón oro hacía que fuera imposible mantener unos tipos de cambio permanentemente infravalorados, los países recurrían a las coacciones administrativas y las subidas de aranceles para lograr el mismo efecto de favorecer a los fabricantes nacionales por encima de los extranjeros. Gran Bretaña utilizaba sus colonias como mercados cautivos para sus exportaciones y les prohibía que exportasen productos manufacturados a la metrópolis. Esas políticas fueron elementos fundamentales que contribuyeron al ascenso británico hasta convertirse en la principal potencia industrial de finales del siglo XVIII y el XIX. El resentimiento contra esos métodos fue una de las causas de la Revolución Americana. Después de alcanzar la independencia, Estados Unidos estimuló su desarrollo económico mediante el “sistema americano”, consistente en aranceles muy elevados (a menudo del 40% o más) durante todo el siglo XIX y principios del XX. Alemania empleó estrategias proteccionistas similares para impulsar sus industrias a finales del XIX. Ningún país defendió el libre comercio hasta ver que sus empresas tenían asegurado el liderazgo tecnológico mundial. Londres dejó de considerar necesaria esa protección a mediados del XIX, y Washington, a mediados del XX.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los tipos de cambio infravalorados pasaron a ser una herramienta importante para el fomento a la exportación, en parte porque las nuevas reglas comerciales, en virtud del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, que se transformó en la Organización Mundial de Comercio en 1995) hacían más difícil mantener un alto nivel de protección arancelaria. El testimonio de la historia económica de posguerra es bastante claro. Los países que mantuvieron tipos de cambio infravalorados y buscaron mercados para la exportación, experimentaron un crecimiento económico muy veloz y se enriquecieron. Fueron, entre otros, Alemania, Japón, Corea del Sur y Taiwán. Los que emplearon otros mecanismos para impedir las importaciones y animaron a sus empresas industriales a satisfacer en exclusiva la demanda interior –la llamada “industrialización para la sustitución de las importaciones”, ISI, que solía incluir un tipo de cambio sobrevalorado-, en algunos casos, crecieron con rapidez durante 10 años o más. Pero no pudieron sostener ese crecimiento porque la estrategia de ISI no incluye ningún mecanismo para mantenerse al día de los avances tecnológicos en el mundo. Casi todos los países con ISI, entre ellos gran parte de Latinoamérica y todo el bloque comunista, sufrieron varias crisis económicas y cayeron en largos periodos de estancamiento.

En los 80, China trató de acelerar el crecimiento pasando de una economía planificada a una más orientada al mercado, y para ello fue devaluando el RMB hasta alcanzar, en total, un 80%: de 1,8% por cada dólar en 1978 a 8,7% en 1995.  Sin embargo, desde entonces, el renminbi se ha revalorizado, después de subir a un 8,3% respecto al dólar en 1997 y mantenerse en ese nivel hasta mediados de 2005, fecha en la que reanudó una subida gradual. Desde 2006, éste se ha revalorizado a un ritmo anual medio del 5% frente al billete verde hasta alcanzar su tipo actual del 6,4%, y es muy probable que esa tasa media de revalorización continúe durante varios años. Esta trayectoria muestra que el apoyo al crecimiento de las exportaciones, aunque es importante, no es la única base de la política de tipos de cambio de China. Durante la crisis financiera asiática de 1997-1998, la mayoría de los economistas estaba de acuerdo en que el RMB estaba sobrevalorado; pese a ello, Pekín mantuvo su valor estable, con la explicación de que una devaluación podría desestabilizar aún más la atribulada economía regional. Como consecuencia, el país experimentó unos cuantos años de crecimiento relativamente anémico de las exportaciones y el PIB, y una deflación persistente. Las autoridades decidieron que era un precio que merecía la pena pagar a cambio de la estabilidad económica regional.

Si no revaloriza el RMB, se puede producir una reacción proteccionista que cierre las puertas del mundo a las exportaciones chinas

A la inversa, la revalorización desde 2005 refleja la decisión de Pekín de que aferrarse a un tipo de cambio demasiado infravalorado durante demasiado tiempo desata el peligro de inflación. Es lo que ocurrió entre 2005 y 2007 en muchos países petroleros del Golfo Pérsico, que conservaron unos tipos de cambio muy bajos, nada realistas, y sufrieron una inflación anual de entre el 20 y el 40%. Los dirigentes chinos consideran que una inflación superior al 5% es peligrosamente alta. La revalorización más rápida de su divisa en los últimos años se produjo cuando la presión inflacionaria era relativamente fuerte. Un segundo motivo para pasar a una política de revalorización gradual fue la opinión de que un tipo de cambio demasiado barato beneficiaba de forma desproporcionada a los fabricantes de bienes muy rebajados, cuyo contenido tecnológico era escaso y cuyos márgenes de beneficio eran muy bajos. Aunque esos sectores daban empleo a millones de personas, no contribuían gran cosa a la modernización tecnológica del país. Una revalorización gradual de la moneda, pensaron las autoridades económicas, acabaría por obligar a los fabricantes chinos a subir en la escala de los valores y empezar a producir bienes más elaborados y rentables. Da la impresión de que esa estrategia está dando fruto: China está adquiriendo una importante cuota del mercado mundial de bienes avanzados, como equipos de producción de energía e interruptores para redes de telecomunicaciones. Al mismo tiempo, ha empezado a perderla en productos de bajo rendimiento -ropa, juguetes-, frente a países como Vietnam, Camboya, Indonesia y Bangladesh.

En resumen, la política de tipos de cambio de China se guía por el objetivo de mejorar la competitividad exportadora del país. Pero hay otros factores, como el deseo de mantener la estabilidad macroeconómica nacional y regional, alejar las presiones inflacionarias y forzar una mejora gradual de la estructura industrial. Desde el punto de vista de las autoridades chinas, todos esos objetivos indican que conviene administrar con precaución el tipo de cambio, y no dejarlo a merced de las impredecibles fuerzas del mercado. Los economistas pueden alegar que la estabilidad económica a largo plazo se consigue mejor con un tipo de cambio flexible, pero los dirigentes chinos pueden exhibir la excelente trayectoria que han permitido sus políticas: un crecimiento constante del PIB de aproximadamente el 10% anual desde finales de los 90, una inflación del 5% o menos, un aumento de las exportaciones de más del 20% anual y un incremento constante de la calidad de las exportaciones. Hasta que alguna crisis les convenza de que deben hacer ajustes en sus políticas económicas, los estrategas económicos chinos seguirán empleando la fórmula actual.

Lo normal es que las presiones internacionales para acelerar la revalorización del RMB no tengan demasiado efecto, porque otros países disponen de pocas armas. En los 70, Estados Unidos pudo presionar a Alemania y Japón para que revalorizasen sus monedas porque los dos países dependían de su ayuda militar. (Además, Washington pudo organizar una devaluación del dólar saliéndose del patrón oro en 1971.) La posición de dependencia de Japón le obligó a aceptar el Acuerdo del Plaza de 1985, que hizo que en los dos años siguientes se duplicara el valor del yen. China es geopolíticamente independiente y, por tanto, no tiene incentivos para ceder a las presiones de EE UU sobre el tipo de cambio, ni mucho menos de Europa ni otros países como Brasil. La única amenaza creíble es que, si no revaloriza el RMB, pueda producirse una reacción proteccionista que cierre las puertas del mundo a las exportaciones chinas. Pero esa amenaza, hasta el momento, está hueca: ni siquiera después de tres años de la peor recesión mundial desde la Gran Depresión, ha aparecido aún ningún signo de proteccionismo comercial estadounidense ni europeo.

Hay otras consideraciones que refuerzan aún más la decisión china de no ceder a las presiones extranjeras sobre los tipos de cambio. Una es la experiencia de Japón tras el Acuerdo del Plaza. La opinión más generalizada en China es que la drástica revalorización del yen a finales de los 80 contribuyó de manera crucial a la burbuja de precios cuya caída, en los 90, instaló a la economía más rompedora del mundo en dos décadas de estancamiento económico. Las autoridades chinas tienen muy claro que no piensan repetir el error japonés. Un empeño que quedó reforzado por la crisis financiera mundial de 2008, que en Pekín desacreditó la idea –que los dirigentes chinos ya contemplaban con suspicacia— de que unos mercados financieros poco regulados y la libertad de circulación del capital y los tipos de cambio eran la mejor manera de administrar una economía moderna. La rápida recuperación y el firme crecimiento del gigante asiático después de la crisis justifican seguramente su estrategia de administrar el tipo de cambio, controlar los flujos de capitales y controlar con firmeza las fuerzas del mercado.

La internacionalización del RMB

A pesar de esta confianza general en sus políticas de tipos de cambio y otros aspectos económicos, a las autoridades chinas les preocupa un problema causado por la estrategia de crecimiento basado en las exportaciones: la acumulación de vastas reservas de divisas extranjeras, en su mayoría en activos en dólares que producen muy poco, sobre todo bonos y pagarés del Tesoro estadounidense. Durante un tiempo, la acumulación de reservas extranjeras se consideró positiva. Sin embargo, después de la crisis financiera de 2008, se han hecho patentes los peligros de disponer de grandes cantidades de dólares: un grave deterioro de la economía de EE UU que produjera una brusca caída del valor del billete verde podría reducir enormemente el valor de esas reservas. Además, se ha demostrado que el uso generalizado del dólar para financiar el comercio mundial tiene riesgos ocultos: cuando los mercados crediticios de Estados Unidos se paralizaron a finales de 2008, la financiación del comercio se evaporó y los países exportadores como China resultaron especialmente afectados. La idea de que una dependencia excesiva del dólar presentaba riesgos económicos, llevó a las autoridades chinas a emprender grandes esfuerzos para internacionalizar el RMB a partir de 2009, mediante la creación de un mercado libre de restricciones fiscales para la divisa en Hong Kong.

Antes de examinar la importancia de la internacionalización del RMB, conviene abordar algunos equívocos sobre las enormes reservas e inversiones de China en bonos del Tesoro de Estados Unidos. Como el banco central chino es el mayor poseedor extranjero de deuda del Gobierno estadounidense, se suele decir que éste es el banquero de América y que, si quisiera, podría debilitar su economía vendiendo todas sus reservas, lo cual provocaría el derrumbe del dólar y, tal vez, de la economía del país. Son unos temores equivocados. En primer lugar, a Pekín no le interesa, en absoluto, provocar el caos en la economía mundial con una oleada de pérdida de confianza en el billete verde. Dado que es un gran país exportador, sería una de las principales víctimas de dicho caos. Segundo, si China vende bonos del Tesoro estadounidense, tendría que encontrar algún otro activo extranjero seguro que comprar, para sustituir los dólares que vendiera. La realidad es que no existe ningún otro activo con la dimensión suficiente para salirse del dólar. El gigante asiático acumula reservas extranjeras a un ritmo anual de unos 400.000 millones de dólares; no existe ninguna combinación de mercados en el mundo capaz de absorber unas cantidades tan grandes como del Tesoro. Es cierto que China está tratando de diversificar sus reservas con otras divisas, pero, a finales de 2010, seguía teniendo el 65% de esas reservas en dólares, muy por encima del promedio de otros países (60%). Entre 2008 y 2010, mientras los periódicos se llenaban de noticias de que se estaba “deshaciéndo de los dólares”, en realidad duplicó sus reservas de valores del Tesoro estadounidense, hasta alcanzar los 1.300 billones de dólares.

El otro factor fundamental es que Pekín no es el banquero de América y que su poder económico, en realidad, es modesto. No posee más que el 8% de las reservas pendientes de deuda del Tesoro estadounidense; el 69% lo poseen ciudadanos e instituciones de EE UU. Si se mide por la participación en deuda del tesoro, el banquero de Estados Unidos es él mismo, no China. Y el total de activos financieros estadounidenses que posee gigante asiático –deuda federal, municipal y corporativa, valores, y otros títulos similares— no representa más que el 1%.

Los bancos comerciales chinos no prestan prácticamente nada a las empresas y los consumidores estadounidenses. La financiación a la que recurren estos procede, sobre todo, de los propios bancos de EE UU y, en segundo lugar, de los europeos. Es más apropiado decir que China es un depositante en “el Banco de Estados Unidos”: sus reservas de bonos del Tesoro son valores líquidos, muy seguros, que pueden redimirse en cualquier momento, como los depósitos bancarios. No sólo no tiene secuestrado a Washington sino que es rehén de éste, porque tiene pocas posibilidades de trasladar esos depósitos a otro lugar. No hay otro banco en el mundo que sea tan grande.

Precisamente esa dependencia es la que ha impulsado a Pekín a empezar a promover el RMB como divisa internacional. Al conseguir que más empresas facturen y liquiden sus importaciones y exportaciones en renminbi, puede ir reduciendo poco a poco su necesidad de poner los ingresos por exportaciones en el “Banco de Estados Unidos”. Pero, también en este caso, los titulares que indican que la internacionalización del RMB es el preludio de la inminente desaparición del sistema monetario internacional actual, basado en el dólar, son prematuros.

China no sólo no tiene secuestrado a Washington sino que es rehén de éste

La razón más sencilla es que el RMB parte de tan abajo que necesitará muchos años para convertirse en una de las grandes divisas mundiales. En 2010, según el Banco de Pagos Internacionales, éste figuró en menos del 1% de las transacciones mundiales en divisas extranjeras, por debajo del zloty polaco; el dólar estuvo en el 85% y el euro en el 40%. No cabe duda de que el uso del renminbi aumentará a toda velocidad. Desde que Pekín empezó a fomentar su utilización en pagos comerciales (a través de Hong Kong) en 2009, las transacciones en RMB se han disparado: hoy se factura en dicha moneda alrededor del 10% de las importaciones chinas. La cifra para las exportaciones es inferior, cosa que tiene sentido. Fuera de China, a quienes envían sus productos a dicho país les parece bien que les paguen en renminbi porque tienen la esperanza razonable de que el valor de la divisa aumente con el tiempo. Pero a los exportadores chinos que desean que les paguen en RMB les cuesta encontrar compradores con suficiente dinero en esa moneda para pagar sus envíos. No obstante, a medio plazo, las empresas extranjeras que compran y venden bienes de Pekín se acostumbrarán a recibir y hacer pagos en RMB, igual que lo hicieron a cobrar y pagar en yenes japoneses en los 70 y 80.

Como China ya es el mayor exportador mundial y probablemente adelantará a Estados Unidos  como mayor importador de aquí a tres o cuatro años, es muy natural que el RMB se convierta en una moneda importante para las transacciones comerciales. Pero de ahí a ser una gran divisa de reserva hay un gran salto, y la perspectiva de que se convierta en una divisa equiparable al euro –ni mucho menos de que sustituya al dólar como principal moneda de reserva del mundo— es remota. El motivo es sencillo. Para conseguirlo hay que tener unos activos seguros, líquidos y de bajo riesgo para que los compren los inversores extranjeros; éstos deben comercializarse en mercados que sean transparentes, abiertos a los inversores extranjeros y a salvo de manipulaciones. Los bancos centrales que poseen dólares y euros pueden comprar con facilidad grandes cantidades de títulos del Tesoro estadounidense y bonos soberanos en euros; los inversores extranjeros que poseen RMB no tienen más opción que meter su dinero en depósitos bancarios. El mercado de bonos chino está prohibido a los extranjeros, y el recién creado mercado de bonos en RMB de Hong Kong (el llamado “Dim Sum”) es muy pequeño y consiste, sobre todo, en emisiones de bonos basura que hacen los promotores inmobiliarios del país.

Es razonable suponer que el mercado de bonos en RMB de Hong Kong va a tener un rápido crecimiento. Pero la evolución de ese mercado y la concesión a los extranjeros de acceso al mercado de bonos del Gobierno chino están aún muy limitados por factores políticos. Las autoridades chinas, que no se fían de los mercados a la hora de fijar el tipo de cambio de su divisa, tampoco confían en ellos para fijar el tipo de interés para los préstamos que pide el Ejecutivo. Durante los últimos 10 años, Pekín ha retirado prácticamente todos los préstamos solicitados en el extranjero; más del 95% de la deuda china sale al mercado interior, donde los principales compradores son bancos de propiedad estatal que se ven obligados a aceptar el tipo de interés que dicte el Estado. No existe ninguna razón para creer que, a corto plazo, la Administración china vaya a renunciar al privilegio de fijar los tipos de interés sobre los préstamos que pide a unos comerciantes de bonos extranjeros sobre los que no tiene ningún control. Como consecuencia, es probable que pasen muchos años hasta acumular un volumen de activos en RMB a disposición de los inversores internacionales que sea lo bastante grande como para convertirlo en una divisa de reserva internacional verdaderamente importante.

En este sentido, el ejemplo de Japón es instructivo. En los 70 y 80, Tokio ocupaba en la economía mundial una posición similar a la que ocupa hoy Pekín. Había sobrepasado a Alemania para convertirse en la segunda economía del mundo, y estaba acumulando superávits comerciales y reservas de divisas extranjeras a una velocidad asombrosa. Parecía inevitable que éste se convirtiera en una potencia financiera mundial y el yen en una divisa dominante. Pero no fue así. El yen se internacionalizó: casi la mitad de las exportaciones japonesas se hacían en su moneda, las empresas del país empezaron a emitir bonos samurai en yenes para los mercados internacionales, y el yen se convirtió en una divisa de comercialización muy activa. Sin embargo, ni en sus mejores momentos superó jamás el 9% de las reservas mundiales de divisas, y esa cifra es hoy de un 3%. La razón es que el Gobierno japonés nunca estuvo dispuesto a permitir a los extranjeros un verdadero acceso a sus mercados financieros, en especial al de bonos del Estado japonés. Todavía hoy, el 95% de sus bonos está en manos de inversores nacionales, frente al 69% de los títulos del Tesoro estadounidense. China no es Japón, desde luego, y su trayectoria podría ser muy diferente. Pero el prejuicio que impode a los extranjeros tener una auténtica participación en los mercados financieros nacionales es tan fuerte o más que en el País del Sol naciente, y, mientras siga siendo así, es poco probable que el RMB sea algo más que una divisa de reserva regional.

Repercusiones en la política de Estados Unidos

Todo este análisis sugiere dos conclusiones generales que son importantes para las autoridades estadounidenses. La primera, que la política china sobre tipos de cambio está muy vinculada a sus objetivos de desarrollo a largo plazo, y Estados Unidos y otros actores externos pueden hacer muy poca cosa para influir en ella. La segunda, que la misma suspicacia respecto a las fuerzas del mercado que empuja a Pekín a llevar a cabo una política de crecimiento basado en las exportaciones, capaz de generar grandes reservas extranjeras, hace también que éste no esté dispuesto a permitir la apertura del mercado financiero necesaria para que el RMB sea un rival serio del dólar como divisa de reserva internacional. Una observación que viene al caso es que en la estrategia china parece ya firmemente asentada una revalorización media anual del 5% para el renminbi. Una apreciación de esa magnitud permite que China conserve su competitividad internacional al tiempo que logra otros dos objetivos: controlar la inflación interna de los precios al consumo y obligar a una modernización gradual de la estructura industrial del país.

En términos generales, estas tendencias son favorables para Estados Unidos. Concretamente, ejercer una presión muy marcada sobre China para que acelere el ritmo de revalorización del RMB tiene escasas ventajas, porque Estados Unidos no posee ningún arma a la que recurrir. Aunque la infravaloración persistente del renminbi planteará crecientes dificultades a los fabricantes estadounidenses de artículos de gama alta, a medida que los chinos sean cada vez más competitivos en esos sectores, la revalorización constante de la moneda aumentará la capacidad de adquisición del consumidor asiático y la dimensión total del mercado de consumo chino. Por consiguiente, la política de EE UU debería consistir en quitar importancia al tipo de interés, un aspecto en el que tiene pocas posibilidades de éxito, y centrarse por el contrario en mantener las presiones sobre Pekín para que mantenga y amplíe el acceso de las empresas estadounidenses al mercado interior chino, una entrada que en principio está garantizada en virtud de las condiciones de incorporación del gigante asiático a la Organización Mundial de Comercio.Aunque el Tesoro estadounidense no ha llegado nunca a calificar al gigante asiático de “manipulador de divisas” en sus informes semestrales al Congreso, sí ha presionado sin cesar a dicho país para que permita que el RMB se revalorice a más velocidad y deje que fluctúe de forma más libre, con arreglo a  las fuerzas del mercado. El Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y numerosos economistas también son partidarios de una política de revalorizaciones más rápidas y tipos de cambio más flexibles, dentro de un programa más amplio para reequilibrar la economía china y alejarla de su tradicional dependencia de las exportaciones y las inversiones para acercarla a un modelo de crecimiento más basado en el consumo. En parte como respuesta a estas presiones, pero sobre todo por preocupaciones internas, Pekín ha dejado que el RMB suba alrededor del 25% frente al dólar estadounidense desde mediados de 2005. Pero la velocidad de revalorización sigue siendo demasiado lenta para EE UU y otros Estados de Europa y Latinoamérica, cuyos sectores de fabricación sufren cada vez más competencia de los artículos fabricados en China a bajo coste.

Las discusiones internacionales sobre el RMB son siempre tensas porque China y sus socios comerciales tienen ideas totalmente distintas sobre la función de los tipos de cambio. Estados Unidos y otras economías avanzadas, así como el FMI, consideran que un tipo de cambio es solo un precio. Por consiguiente, piensan que la intervención constante de Pekín para mantener su tipo de cambio muy por debajo del nivel fijado por el mercado, es una distorsión que impide que los mercados internacionales funcionen todo lo bien que deberían. Esa irregularidad del precio afecta también a la propia economía china porque estimula las grandes inversiones en fabricación para la exportación y pone freno a la inversión en el mercado interior de consumo. Por eso, que el gigante asiático permita una subida más rápida de su tipo de interés es algo que interesa tanto a su propia economía como a la economía internacional en su conjunto.

Las autoridades chinas tienen una opinión muy diferente. Consideran que el tipo de cambio –y los precios y mecanismos de mercado en general—son instrumentos en una estrategia ordinaria de desarrollo. El objetivo de ésta no es crear una economía de mercado, sino convertir el gigante asiático en un país moderno, rico y poderoso. Los mecanismos de mercados son simples medios, no fines. Los dirigentes chinos ven que todos los Estados que han pasado de la pobreza a la riqueza en la era industrial, sin excepción, lo han hecho basando su crecimiento en las exportaciones. Por tanto, administran el tipo de cambio para favorecer las exportaciones, igual que gestionan otros mercados y precios en su economía para cumplir objetivos de desarrollo como la creación de industrias e infraestructuras básicas. Estas políticas no son muy distintas de las que llevaron a cabo Japón, Corea del Sur y Taiwán después de la Segunda Guerra Mundial, ni de las de Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania en el siglo XIX. Como las autoridades chinas creen que la estrategia basada en las exportaciones es la única vía comprobada hacia la condición de país rico, observan con enorme suspicacia los argumentos de que una rápida revalorización de la divisa y un crecimiento de las exportaciones mucho más lento “benefician los intereses de China”. Y como Pekín –a diferencia de Tokio en los 70 y 80— es una potencia geopolítica independiente, puede perfectamente resistirse a las presiones internacionales para que cambie su política de tipos de cambio.

Una segunda cuestión que suscitan las políticas monetarias y comerciales chinas es el persistente superávit comercial existente desde 2004, que ha contribuido a las tres cuartas partes del aumento de casi 3 billones de dólares que han experimentado las reservas chinas de divisas extranjeras en los últimos ocho años. Cerca de dos tercios de esas reservas están invertidas en deuda del Tesoro de EE UU. Algunos temen que, como China se ha convertido en el banquero de Estados Unidos, pueda causar la caída del dólar y la economía estadounidense si se deshace de sus reservas. Otros sugieren que sus medidas recientes para aumentar el uso internacional del RMB a través de un paraíso fiscal en Hong Kong indican su intención de convertir su moneda en una divisa internacional de reserva que compita con el dólar y, llegado el día, lo sustituya. Todas estas preocupaciones se basan en un mal conocimiento de los mercados financieros internacionales y la economía política interna de Pekín. El país asiático no es, en ningún sentido práctico, el banquero de América; es más un inversionista que un prestamista, y su poder económico sobre Washington es muy modesto.

Y, aunque la posición dominante de China en el comercio mundial hace que sea lógico aumentar el uso del RMB para las facturas y los pagos del comercio; de implantarlo más en el comercio internacional a convertirlo en una divisa de reserva atractiva hay un gran paso. China, hoy, no cumple los requisitos básicos que se exigen a cualquier emisor de una gran moneda de reserva, y quizás nunca lo haga. Sobre todo, el renminbi no pasará seguramente nunca de ser una divisa de reserva de segunda categoría mientras los dirigentes chinos mantengan su profunda resistencia a permitir que los extranjeros desempeñen un papel importante en sus mercados financieros internos.

Las políticas monetarias de China

La política de tipos de cambio de China debe interpretarse en el contexto de dos factores políticos y económicos: primero, su estrategia general de desarrollo, que pretende construir el poder económico y político del país utilizando los mecanismos de mercado como medios para ese fin, y no como fines en sí mismos; y segundo, su posición geopolítica.

La estrategia de desarrollo de China, que se fraguó de forma gradual después de que Deng Xiaoping iniciara el proceso de reforma y apertura en 1978. Se basa en un estudio minucioso de cómo se enriquecieron otros países industriales; en especial, las estrategias de modernización de sus vecinos en el este de Asia: Japón, Corea del Sur y Taiwán, tras la Segunda Guerra Mundial. Una enseñanza fundamental de ese informe es que todos los Estados ricos, en sus primeras etapas de desarrollo, utilizaron políticas que favorecían las exportaciones para fomentar la industria nacional y acelerar la adquisición de tecnologías. En épocas anteriores, cuando el uso del patrón oro hacía que fuera imposible mantener unos tipos de cambio permanentemente infravalorados, los países recurrían a las coacciones administrativas y las subidas de aranceles para lograr el mismo efecto de favorecer a los fabricantes nacionales por encima de los extranjeros. Gran Bretaña utilizaba sus colonias como mercados cautivos para sus exportaciones y les prohibía que exportasen productos manufacturados a la metrópolis. Esas políticas fueron elementos fundamentales que contribuyeron al ascenso británico hasta convertirse en la principal potencia industrial de finales del siglo XVIII y el XIX. El resentimiento contra esos métodos fue una de las causas de la Revolución Americana. Después de alcanzar la independencia, Estados Unidos estimuló su desarrollo económico mediante el “sistema americano”, consistente en aranceles muy elevados (a menudo del 40% o más) durante todo el siglo XIX y principios del XX. Alemania empleó estrategias proteccionistas similares para impulsar sus industrias a finales del XIX. Ningún país defendió el libre comercio hasta ver que sus empresas tenían asegurado el liderazgo tecnológico mundial. Londres dejó de considerar necesaria esa protección a mediados del XIX, y Washington, a mediados del XX.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los tipos de cambio infravalorados pasaron a ser una herramienta importante para el fomento a la exportación, en parte porque las nuevas reglas comerciales, en virtud del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, que se transformó en la Organización Mundial de Comercio en 1995) hacían más difícil mantener un alto nivel de protección arancelaria. El testimonio de la historia económica de posguerra es bastante claro. Los países que mantuvieron tipos de cambio infravalorados y buscaron mercados para la exportación, experimentaron un crecimiento económico muy veloz y se enriquecieron. Fueron, entre otros, Alemania, Japón, Corea del Sur y Taiwán. Los que emplearon otros mecanismos para impedir las importaciones y animaron a sus empresas industriales a satisfacer en exclusiva la demanda interior –la llamada “industrialización para la sustitución de las importaciones”, ISI, que solía incluir un tipo de cambio sobrevalorado-, en algunos casos, crecieron con rapidez durante 10 años o más. Pero no pudieron sostener ese crecimiento porque la estrategia de ISI no incluye ningún mecanismo para mantenerse al día de los avances tecnológicos en el mundo. Casi todos los países con ISI, entre ellos gran parte de Latinoamérica y todo el bloque comunista, sufrieron varias crisis económicas y cayeron en largos periodos de estancamiento.

En los 80, China trató de acelerar el crecimiento pasando de una economía planificada a una más orientada al mercado, y para ello fue devaluando el RMB hasta alcanzar, en total, un 80%: de 1,8% por cada dólar en 1978 a 8,7% en 1995.  Sin embargo, desde entonces, el renminbi se ha revalorizado, después de subir a un 8,3% respecto al dólar en 1997 y mantenerse en ese nivel hasta mediados de 2005, fecha en la que reanudó una subida gradual. Desde 2006, éste se ha revalorizado a un ritmo anual medio del 5% frente al billete verde hasta alcanzar su tipo actual del 6,4%, y es muy probable que esa tasa media de revalorización continúe durante varios años. Esta trayectoria muestra que el apoyo al crecimiento de las exportaciones, aunque es importante, no es la única base de la política de tipos de cambio de China. Durante la crisis financiera asiática de 1997-1998, la mayoría de los economistas estaba de acuerdo en que el RMB estaba sobrevalorado; pese a ello, Pekín mantuvo su valor estable, con la explicación de que una devaluación podría desestabilizar aún más la atribulada economía regional. Como consecuencia, el país experimentó unos cuantos años de crecimiento relativamente anémico de las exportaciones y el PIB, y una deflación persistente. Las autoridades decidieron que era un precio que merecía la pena pagar a cambio de la estabilidad económica regional.

A la inversa, la revalorización desde 2005 refleja la decisión de Pekín de que aferrarse a un tipo de cambio demasiado infravalorado durante demasiado tiempo desata el peligro de inflación. Es lo que ocurrió entre 2005 y 2007 en muchos países petroleros del Golfo Pérsico, que conservaron unos tipos de cambio muy bajos, nada realistas, y sufrieron una inflación anual de entre el 20 y el 40%. Los dirigentes chinos consideran que una inflación superior al 5% es peligrosamente alta. La revalorización más rápida de su divisa en los últimos años se produjo cuando la presión inflacionaria era relativamente fuerte. Un segundo motivo para pasar a una política de revalorización gradual fue la opinión de que un tipo de cambio demasiado barato beneficiaba de forma desproporcionada a los fabricantes de bienes muy rebajados, cuyo contenido tecnológico era escaso y cuyos márgenes de beneficio eran muy bajos. Aunque esos sectores daban empleo a millones de personas, no contribuían gran cosa a la modernización tecnológica del país. Una revalorización gradual de la moneda, pensaron las autoridades económicas, acabaría por obligar a los fabricantes chinos a subir en la escala de los valores y empezar a producir bienes más elaborados y rentables. Da la impresión de que esa estrategia está dando fruto: China está adquiriendo una importante cuota del mercado mundial de bienes avanzados, como equipos de producción de energía e interruptores para redes de telecomunicaciones. Al mismo tiempo, ha empezado a perderla en productos de bajo rendimiento -ropa, juguetes-, frente a países como Vietnam, Camboya, Indonesia y Bangladesh.
En resumen, la política de tipos de cambio de China se guía por el objetivo de mejorar la competitividad exportadora del país. Pero hay otros factores, como el deseo de mantener la estabilidad macroeconómica nacional y regional, alejar las presiones inflacionarias y forzar una mejora gradual de la estructura industrial. Desde el punto de vista de las autoridades chinas, todos esos objetivos indican que conviene administrar con precaución el tipo de cambio, y no dejarlo a merced de las impredecibles fuerzas del mercado. Los economistas pueden alegar que la estabilidad económica a largo plazo se consigue mejor con un tipo de cambio flexible, pero los dirigentes chinos pueden exhibir la excelente trayectoria que han permitido sus políticas: un crecimiento constante del PIB de aproximadamente el 10% anual desde finales de los 90, una inflación del 5% o menos, un aumento de las exportaciones de más del 20% anual y un incremento constante de la calidad de las exportaciones. Hasta que alguna crisis les convenza de que deben hacer ajustes en sus políticas económicas, los estrategas económicos chinos seguirán empleando la fórmula actual.

Lo normal es que las presiones internacionales para acelerar la revalorización del RMB no tengan demasiado efecto, porque otros países disponen de pocas armas. En los 70, Estados Unidos pudo presionar a Alemania y Japón para que revalorizasen sus monedas porque los dos países dependían de su ayuda militar. (Además, Washington pudo organizar una devaluación del dólar saliéndose del patrón oro en 1971.) La posición de dependencia de Japón le obligó a aceptar el Acuerdo del Plaza de 1985, que hizo que en los dos años siguientes se duplicara el valor del yen. China es geopolíticamente independiente y, por tanto, no tiene incentivos para ceder a las presiones de EE UU sobre el tipo de cambio, ni mucho menos de Europa ni otros países como Brasil. La única amenaza creíble es que, si no revaloriza el RMB, pueda producirse una reacción proteccionista que cierre las puertas del mundo a las exportaciones chinas. Pero esa amenaza, hasta el momento, está hueca: ni siquiera después de tres años de la peor recesión mundial desde la Gran Depresión, ha aparecido aún ningún signo de proteccionismo comercial estadounidense ni europeo.

Hay otras consideraciones que refuerzan aún más la decisión china de no ceder a las presiones extranjeras sobre los tipos de cambio. Una es la experiencia de Japón tras el Acuerdo del Plaza. La opinión más generalizada en China es que la drástica revalorización del yen a finales de los 80 contribuyó de manera crucial a la burbuja de precios cuya caída, en los 90, instaló a la economía más rompedora del mundo en dos décadas de estancamiento económico. Las autoridades chinas tienen muy claro que no piensan repetir el error japonés. Un empeño que quedó reforzado por la crisis financiera mundial de 2008, que en Pekín desacreditó la idea –que los dirigentes chinos ya contemplaban con suspicacia— de que unos mercados financieros poco regulados y la libertad de circulación del capital y los tipos de cambio eran la mejor manera de administrar una economía moderna. La rápida recuperación y el firme crecimiento del gigante asiático después de la crisis justifican seguramente su estrategia de administrar el tipo de cambio, controlar los flujos de capitales y controlar con firmeza las fuerzas del mercado.

La internacionalización del RMB

A pesar de esta confianza general en sus políticas de tipos de cambio y otros aspectos económicos, a las autoridades chinas les preocupa un problema causado por la estrategia de crecimiento basado en las exportaciones: la acumulación de vastas reservas de divisas extranjeras, en su mayoría en activos en dólares que producen muy poco, sobre todo bonos y pagarés del Tesoro estadounidense. Durante un tiempo, la acumulación de reservas extranjeras se consideró positiva. Sin embargo, después de la crisis financiera de 2008, se han hecho patentes los peligros de disponer de grandes cantidades de dólares: un grave deterioro de la economía de EE UU que produjera una brusca caída del valor del billete verde podría reducir enormemente el valor de esas reservas. Además, se ha demostrado que el uso generalizado del dólar para financiar el comercio mundial tiene riesgos ocultos: cuando los mercados crediticios de Estados Unidos se paralizaron a finales de 2008, la financiación del comercio se evaporó y los países exportadores como China resultaron especialmente afectados. La idea de que una dependencia excesiva del dólar presentaba riesgos económicos, llevó a las autoridades chinas a emprender grandes esfuerzos para internacionalizar el RMB a partir de 2009, mediante la creación de un mercado libre de restricciones fiscales para la divisa en Hong Kong.

Antes de examinar la importancia de la internacionalización del RMB, conviene abordar algunos equívocos sobre las enormes reservas e inversiones de China en bonos del Tesoro de Estados Unidos. Como el banco central chino es el mayor poseedor extranjero de deuda del Gobierno estadounidense, se suele decir que éste es el banquero de América y que, si quisiera, podría debilitar su economía vendiendo todas sus reservas, lo cual provocaría el derrumbe del dólar y, tal vez, de la economía del país. Son unos temores equivocados. En primer lugar, a Pekín no le interesa, en absoluto, provocar el caos en la economía mundial con una oleada de pérdida de confianza en el billete verde. Dado que es un gran país exportador, sería una de las principales víctimas de dicho caos. Segundo, si China vende bonos del Tesoro estadounidense, tendría que encontrar algún otro activo extranjero seguro que comprar, para sustituir los dólares que vendiera. La realidad es que no existe ningún otro activo con la dimensión suficiente para salirse del dólar. El gigante asiático acumula reservas extranjeras a un ritmo anual de unos 400.000 millones de dólares; no existe ninguna combinación de mercados en el mundo capaz de absorber unas cantidades tan grandes como del Tesoro. Es cierto que China está tratando de diversificar sus reservas con otras divisas, pero, a finales de 2010, seguía teniendo el 65% de esas reservas en dólares, muy por encima del promedio de otros países (60%). Entre 2008 y 2010, mientras los periódicos se llenaban de noticias de que se estaba “deshaciéndo de los dólares”, en realidad duplicó sus reservas de valores del Tesoro estadounidense, hasta alcanzar los 1.300 billones de dólares.

El otro factor fundamental es que Pekín no es el banquero de América y que su poder económico, en realidad, es modesto. No posee más que el 8% de las reservas pendientes de deuda del Tesoro estadounidense; el 69% lo poseen ciudadanos e instituciones de EE UU. Si se mide por la participación en deuda del tesoro, el banquero de Estados Unidos es él mismo, no China. Y el total de activos financieros estadounidenses que posee gigante asiático –deuda federal, municipal y corporativa, valores, y otros títulos similares— no representa más que el 1%.

Los bancos comerciales chinos no prestan prácticamente nada a las empresas y los consumidores estadounidenses. La financiación a la que recurren estos procede, sobre todo, de los propios bancos de EE UU y, en segundo lugar, de los europeos. Es más apropiado decir que China es un depositante en “el Banco de Estados Unidos”: sus reservas de bonos del Tesoro son valores líquidos, muy seguros, que pueden redimirse en cualquier momento, como los depósitos bancarios. No sólo no tiene secuestrado a Washington sino que es rehén de éste, porque tiene pocas posibilidades de trasladar esos depósitos a otro lugar. No hay otro banco en el mundo que sea tan grande.

Precisamente esa dependencia es la que ha impulsado a Pekín a empezar a promover el RMB como divisa internacional. Al conseguir que más empresas facturen y liquiden sus importaciones y exportaciones en renminbi, puede ir reduciendo poco a poco su necesidad de poner los ingresos por exportaciones en el “Banco de Estados Unidos”. Pero, también en este caso, los titulares que indican que la internacionalización del RMB es el preludio de la inminente desaparición del sistema monetario internacional actual, basado en el dólar, son prematuros.

La razón más sencilla es que el RMB parte de tan abajo que necesitará muchos años para convertirse en una de las grandes divisas mundiales. En 2010, según el Banco de Pagos Internacionales, éste figuró en menos del 1% de las transacciones mundiales en divisas extranjeras, por debajo del zloty polaco; el dólar estuvo en el 85% y el euro en el 40%. No cabe duda de que el uso del renminbi aumentará a toda velocidad. Desde que Pekín empezó a fomentar su utilización en pagos comerciales (a través de Hong Kong) en 2009, las transacciones en RMB se han disparado: hoy se factura en dicha moneda alrededor del 10% de las importaciones chinas. La cifra para las exportaciones es inferior, cosa que tiene sentido. Fuera de China, a quienes envían sus productos a dicho país les parece bien que les paguen en renminbi porque tienen la esperanza razonable de que el valor de la divisa aumente con el tiempo. Pero a los exportadores chinos que desean que les paguen en RMB les cuesta encontrar compradores con suficiente dinero en esa moneda para pagar sus envíos. No obstante, a medio plazo, las empresas extranjeras que compran y venden bienes de Pekín se acostumbrarán a recibir y hacer pagos en RMB, igual que lo hicieron a cobrar y pagar en yenes japoneses en los 70 y 80.

Como China ya es el mayor exportador mundial y probablemente adelantará a Estados Unidos  como mayor importador de aquí a tres o cuatro años, es muy natural que el RMB se convierta en una moneda importante para las transacciones comerciales. Pero de ahí a ser una gran divisa de reserva hay un gran salto, y la perspectiva de que se convierta en una divisa equiparable al euro –ni mucho menos de que sustituya al dólar como principal moneda de reserva del mundo— es remota. El motivo es sencillo. Para conseguirlo hay que tener unos activos seguros, líquidos y de bajo riesgo para que los compren los inversores extranjeros; éstos deben comercializarse en mercados que sean transparentes, abiertos a los inversores extranjeros y a salvo de manipulaciones. Los bancos centrales que poseen dólares y euros pueden comprar con facilidad grandes cantidades de títulos del Tesoro estadounidense y bonos soberanos en euros; los inversores extranjeros que poseen RMB no tienen más opción que meter su dinero en depósitos bancarios. El mercado de bonos chino está prohibido a los extranjeros, y el recién creado mercado de bonos en RMB de Hong Kong (el llamado “Dim Sum”) es muy pequeño y consiste, sobre todo, en emisiones de bonos basura que hacen los promotores inmobiliarios del país.

Es razonable suponer que el mercado de bonos en RMB de Hong Kong va a tener un rápido crecimiento. Pero la evolución de ese mercado y la concesión a los extranjeros de acceso al mercado de bonos del Gobierno chino están aún muy limitados por factores políticos. Las autoridades chinas, que no se fían de los mercados a la hora de fijar el tipo de cambio de su divisa, tampoco confían en ellos para fijar el tipo de interés para los préstamos que pide el Ejecutivo. Durante los últimos 10 años, Pekín ha retirado prácticamente todos los préstamos solicitados en el extranjero; más del 95% de la deuda china sale al mercado interior, donde los principales compradores son bancos de propiedad estatal que se ven obligados a aceptar el tipo de interés que dicte el Estado. No existe ninguna razón para creer que, a corto plazo, la Administración china vaya a renunciar al privilegio de fijar los tipos de interés sobre los préstamos que pide a unos comerciantes de bonos extranjeros sobre los que no tiene ningún control. Como consecuencia, es probable que pasen muchos años hasta acumular un volumen de activos en RMB a disposición de los inversores internacionales que sea lo bastante grande como para convertirlo en una divisa de reserva internacional verdaderamente importante.

En este sentido, el ejemplo de Japón es instructivo. En los 70 y 80, Tokio ocupaba en la economía mundial una posición similar a la que ocupa hoy Pekín. Había sobrepasado a Alemania para convertirse en la segunda economía del mundo, y estaba acumulando superávits comerciales y reservas de divisas extranjeras a una velocidad asombrosa. Parecía inevitable que éste se convirtiera en una potencia financiera mundial y el yen en una divisa dominante. Pero no fue así. El yen se internacionalizó: casi la mitad de las exportaciones japonesas se hacían en su moneda, las empresas del país empezaron a emitir bonos samurai en yenes para los mercados internacionales, y el yen se convirtió en una divisa de comercialización muy activa. Sin embargo, ni en sus mejores momentos superó jamás el 9% de las reservas mundiales de divisas, y esa cifra es hoy de un 3%. La razón es que el Gobierno japonés nunca estuvo dispuesto a permitir a los extranjeros un verdadero acceso a sus mercados financieros, en especial al de bonos del Estado japonés. Todavía hoy, el 95% de sus bonos está en manos de inversores nacionales, frente al 69% de los títulos del Tesoro estadounidense. China no es Japón, desde luego, y su trayectoria podría ser muy diferente. Pero el prejuicio que impode a los extranjeros tener una auténtica participación en los mercados financieros nacionales es tan fuerte o más que en el País del Sol naciente, y, mientras siga siendo así, es poco probable que el RMB sea algo más que una divisa de reserva regional.

Repercusiones en la política de Estados Unidos

Todo este análisis sugiere dos conclusiones generales que son importantes para las autoridades estadounidenses. La primera, que la política china sobre tipos de cambio está muy vinculada a sus objetivos de desarrollo a largo plazo, y Estados Unidos y otros actores externos pueden hacer muy poca cosa para influir en ella. La segunda, que la misma suspicacia respecto a las fuerzas del mercado que empuja a Pekín a llevar a cabo una política de crecimiento basado en las exportaciones, capaz de generar grandes reservas extranjeras, hace también que éste no esté dispuesto a permitir la apertura del mercado financiero necesaria para que el RMB sea un rival serio del dólar como divisa de reserva internacional. Una observación que viene al caso es que en la estrategia china parece ya firmemente asentada una revalorización media anual del 5% para el renminbi. Una apreciación de esa magnitud permite que China conserve su competitividad internacional al tiempo que logra otros dos objetivos: controlar la inflación interna de los precios al consumo y obligar a una modernización gradual de la estructura industrial del país.

En términos generales, estas tendencias son favorables para Estados Unidos. Concretamente, ejercer una presión muy marcada sobre China para que acelere el ritmo de revalorización del RMB tiene escasas ventajas, porque Estados Unidos no posee ningún arma a la que recurrir. Aunque la infravaloración persistente del renminbi planteará crecientes dificultades a los fabricantes estadounidenses de artículos de gama alta, a medida que los chinos sean cada vez más competitivos en esos sectores, la revalorización constante de la moneda aumentará la capacidad de adquisición del consumidor asiático y la dimensión total del mercado de consumo chino. Por consiguiente, la política de EE UU debería consistir en quitar importancia al tipo de interés, un aspecto en el que tiene pocas posibilidades de éxito, y centrarse por el contrario en mantener las presiones sobre Pekín para que mantenga y amplíe el acceso de las empresas estadounidenses al mercado interior chino, una entrada que en principio está garantizada en virtud de las condiciones de incorporación del gigante asiático a la Organización Mundial de Comercio.

 

 

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