Gente camina por la calle Istiklal llena de tiendas, Estambul. Chris McGrath/Getty Images
Gente camina por la calle Istiklal llena de tiendas, Estambul. Chris McGrath/Getty Images

Las debilidades y fortalezas económicas del país euroasiático, que atraviesa un año marcado por la caída del turismo, la inseguridad y la inestabilidad política.

En el Gran Bazar de Estambul, estos días, los comerciantes se dedican, como bien dice una expresión turca, a “cazar moscas” de puro aburrimiento. Según su federación, al menos 600 tiendas —de las 3.600 con las que cuenta el tradicional y enorme complejo comercial— han cerrado en lo que va de año. No pueden pagar el alquiler por falta de clientes. Y parece que lo peor está por llegar, puesto que la asociación de profesionales calcula que en total de 1.000 a 1.500 cerrarán en un plazo no muy lejano.

Seis siglos de existencia dan para recordar tiempos mejores. Llegarán, sin duda, pero este año el panorama en todo caso es devastador y se debe sobre todo a una razón: el desplome del turismo. Según datos oficiales del Instituto estadístico turco (Türkstat) de finales de octubre, también en el cuarto tercio de año la industria del turismo no levantaba cabeza y descendía un 32,7% respecto a 2015 (ya en el segundo tercio: 35%).

Vendedores del Gran Bazar esperan clientes. Chris McGrath/Getty Images
Vendedores del Gran Bazar esperan clientes. Chris McGrath/Getty Images

Precisamente Estambul, una de las ciudades más visitadas del mundo, ha sido escenario de al menos dos atentados suicidas que tenían como objetivo a turistas extranjeros. Y por si el clima de incertidumbre no fuera suficiente, a finales de octubre el Departamento de Estado de EE UU ordenó a los miembros de las familias de empleados del Consulado General estadounidense en Estambul salir de la ciudad por razones de seguridad. Y, asimismo, se daba a conocer un audio presuntamente del líder de Daesh, Abu Bakr al Baghdadi, en el que apremiaría a sus combatientes a atacar a Turquía.

Y la situación precaria no solo tiene que ver con Estambul, sino que se extiende a todo el país. Para muestra, varios botones: en Antalya, la tradicional meca turística del sur de Turquía, se perdieron en los primeros nueve meses más de cuatro millones y medio de llegadas foráneas respecto a las de 2015, lo que convierte la presente temporada en “la peor de la historia”. Así las cosas, no extraña que en lo que va de año en una ciudad tan bella como Mardin, en el sureste, 16 hoteles hayan tenido que cerrar dejando en paro a unas seiscientas personas. A ello se une la situación agravada en el sureste del país y el hecho de que Ankara se encuentre presente en la guerra contra Daesh tanto en Irak como en Siria, países vecinos.

En este sentido, evidentes éxitos de las fuerzas de seguridad como el reciente hallazgo e incautación de 157 toneladas de nitrato de amonio tienen el doble filo de subrayar el grado de la amenaza terrorista en el país.

 

El talón de Aquiles

“Si el sector turístico no hubiera vivido este tipo de shock, el crecimiento de la economía turca hubiera sobrepasado el 4% en vez de llegar (tan solo) al 3%.”Así de claro lo ha expresado el ministro de Economía, Mehmet Simsek, cuando se refería hace poco a las turbulencias vividas este año.

Efectivamente, antes del fallido golpe de Estado del 15 de julio, la mayor parte de las predicciones económicas independientes habían fijado un 4% de aumento como previsión razonable, es decir, a pesar del actual desplome en el sector  turístico, la economía turca en su conjunto sigue creciendo a buen ritmo para los estándares internacionales. Esto se debe en primer lugar a que en su conjunto no depende tanto del turismo (supone alrededor del 4,5%) como la española (un 11%).  Sí en cambio de la construcción (5,9%) y el mercado inmobiliario (5%).

Una mujer junto a una pantalla que muestra el cambio de liras turcas a euros y dólares en Estambul. Chris McGrath/Getty Images
Una mujer junto a una pantalla que muestra el cambio de liras turcas a euros y dólares en Estambul. Chris McGrath/Getty Images

El sector de la construcción es puntero a nivel mundial. Su crecimiento es exponencial aquí y no solo por la fuerte demanda interior: de1972 a marzo de 2015 firmas turcas en este ámbito llevaron a cabo 7.735 proyectos en 104 países extranjeros. En cuanto al sector inmobiliario, debido a la especial ubicación geográfica de Turquía (cerca tanto de Europa y los Balcanes, como de Asia Central y Oriente Medio) no sorprende que gran parte de la inversión extranjera directa (IED) en el país corresponda a este sector: en 2014, por ejemplo, se llegaron a vender 18.959  residencias (en 2015, 22.830) a no-turcos por un valor de 3.850 millones de euros. Además, no es ningún secreto que la “nueva Turquía” que lidera el presidente Tayyip T. Erdogan basa en gran parte su éxito en el amor al ladrillo, algo que ha supuesto un enorme aumento de viviendas (solo de 2012 a 2015 cuatro millones). En conjunto, aunque los servicios jueguen el papel primordial para su PIB (64,9%), la economía turca todavía depende en gran medida de la industria (26,5%) y agricultura (8,6%).

En todo caso, para este año el Fondo Monetario Internacional espera un aumento del PIB del 3,3% y para el siguiente 3%. Los expertos coinciden en que se necesitaría un 4% o incluso un 5% para frenar el aumento del paro y contener el galopante déficit  por cuenta corriente. Se esperaba, pero como bien expresaba el ministro de Economía, no ha podido ser. La razón principal del shock al que se refiere es el acusado descenso de turistas extranjeros, un 70% del total, que a su vez implica un bajón del flujo continúo de divisas que tanto necesita Turquía. ¿Por qué? Porque el país euroasiático mantiene como auténtico talón de Aquiles de su economía un crónico déficit por cuenta corriente (4,5 % respecto al PIB en 2015), puesto que importa bastante más de lo que exporta. Y, por lo tanto, necesita pedir prestado dinero.

Lógicamente, con la falta de dinero caliente del extranjero, las reservas locales van disminuyendo, algo que a su vez dispara el cambio de divisas extranjeras como el del euro y el dólar. Ambas en máximos históricos, y la segunda habiendo ganado desde 2013 un 40% en valor frente a la lira turca.

Esto puede ayudar a la exportación turca y de este modo a la expansión internacional de las principales multinacionales turcas —por ejemplo los electrodomésticos de Arcelik, los automóviles de Ford Otomotiv o los artefactos electrónicos de Vestel. Ahora bien, si para proteger la divisa nacional se aumentaran los tipos de interés, el desempleo —ya en máximos de un lustro (11,3%)—podría fácilmente ir a más. Si en cambio la Administración decide disminuirlos para favorecer el consumo, como desea Erdogan, enemigo declarado de los tipos de interés altos, la inflación (7,16% en octubre, bastante por encima del objetivo gubernamental del 5%) irá a más. Sobre todo el precio de los alimentos se muestra volátil.

 

Los nubarrones, el golpe y las previsiones

Retrato del Presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, octubre de 2016. Chris McGrath/Getty Images
Retrato del Presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, octubre de 2016. Chris McGrath/Getty Images

Con todo, la situación económica, en conjunto, ha empeorado sobre todo a partir del verano de 2015 con el recrudecimiento del contencioso kurdo en el sureste, amén de atentados suicidas de Daesh. Y desde entonces los nubarrones grises sobre el turismo no han cesado: si el pasado junio tres kamikazes se explotaron en el aeropuerto principal de Turquía, al mes siguiente la situación de inseguridad se agravó con un fallido golpe de Estado militar.

Ya antes incluso de la intentona, el ministerio de Economía en Ankara había hecho público que la inversión extranjera directa se había desplomado más de la mitad (54%) respecto al año anterior.

Después, a finales de julio, una de las principales agencias de calificación crediticia, Standard and Poors (S&P), decidió recalificar la nota de Turquía y su deuda a largo plazo se hundió hasta el nivel de “grado especulativo” (bono basura). No impresionado por ello, Erdogan acusó a S&P de tener motivaciones políticas y de estar de lado de los golpistas de julio.

Como lo estarían un total de 127.359 empleados públicos turcos que han sido despedidos o suspendidos desde la intentona, una cifra que por su tamaño no ayuda a calmar a los mercados. Tampoco el hecho de que sus pasaportes sean cancelados. O que actualmente 142 periodistas y otros trabajadores de los medios estén tras las rejas —más que en Rusia, China e Irán juntos.

Es pronto todavía para saber el coste económico de la asonada —la Asociación de Bancos de Turquía (TBB) ya ha anunciado un claro retroceso del 9% para el crecimiento del crédito en el tercer cuarto debido a la intentona— pero seguro que los inversores extranjeros siguen de cerca la situación sociopolítica del país y acorde con sus estudio toman las decisiones oportunas. Una de las cosas que tienen y tendrán en cuenta mientras dure es el estado de excepción en el que se encuentra el país desde el 20 de julio. Desde entonces, Ankara gobierna por decretos y es así inmune al control judicial: la Constitución no permite ninguna enmienda contra ellos.

El siguiente paso: la incautación de las ya casi 600 empresas por parte del Gobierno ha convertido al Estado turco en dueño del mayor conglomerado de empresas en el país. Entre ellas, por ejemplo, la marca de confección Aydinli Group o la cadena de minoristas Eroglu, ambas en la lista de Fortune 500 para Turquía. Poco a poco, estas compañías están siendo primero liquidadas estatalmente y luego transferidas a compañías con buenos vínculos con el Ejecutivo que lidera el ahora todopoderoso presidente, Recep T. Erdogan.

Pero, a pesar de tan negro panorama, no olvidemos que, la agencia global de Standard & Poors ha tenido que abandonar finalmente su calificación postgolpe de “grado especulativo” (bono basura) y revisarla al alza como “estable” —debido principalmente a una “aplicación gradual de las reformas económicas”. Es decir, a causa de la resiliencia de la buena administración de los bienes. O que en Turquía sigue habiendo empresas de capital sobre todo extranjero como la europea Allianz que no están pensando en abandonar el país. ¿Por qué? Muy sencillo: porque a la hora de evaluar nuevas oportunidades y adquisiciones se impone la importancia de Turquía en el largo plazo. O también, en el corto plazo, porque, como en el caso del BBVA, la incorporación del banco turco Garanti en 2015 es la que “le ha dado más alegrías”, puesto que ha contribuido a que los beneficios este año sean mayores de lo esperado. Eso sí, este tipo de empresas extranjeras difícilmente invertirán más a corto plazo o aumentarán su presencia en el país en un clima político tan enrarecido.

Playa en la turística ciudad de Antalya al sur de Turquía. Chris McGrath/Getty Images
Playa en la turística ciudad de Antalya al sur de Turquía. Chris McGrath/Getty Images

Las campañas contra opositores del régimen de Erdogan pueden tener además un efecto local, puesto que determinarán probablemente a medio plazo una reacción negativa en las urnas si el ciudadano medio ve que su capacidad adquisitiva sigue deteriorándose. En otras palabras y para alivio de inversores extranjeros: un sistema autocrático no es sostenible a largo plazo en Turquía.

Un país tan necesitado de inversión extranjera no puede permitirse durante largo tiempo malos titulares. Porque la erosión de un Estado de Derecho supone también la perdida de garantías y seguridades para el inversor. Esto se puede observar bien en el mercado de capital privado en Turquía que ha sido frenado en gran manera debido a la sensación de aumento de inseguridad. Y tampoco en términos locales es sostenible un sistema sin controles y contrapesos.

Y esto es así porque para mantener su nivel de crecimiento, el país necesita el consumo local que está indisolublemente unido a estándares democráticos.  Las masivas purgas están provocando lo contrario en Turquía: una fuga de cerebros que amenaza la paz social. La salida de gente bien preparada y cualificada pone en un aprieto a la salud económica. Además, el consumo interno depende mucho más de cómo se percibe el país en el extranjero —empezando por los turistas—puesto que, como bien recordaba el veterano periodista Kadri Gürsel, ahora tras las rejas, Turquía “carece de la inmunidad demográfica e industrial de China o de la ventaja de Rusia en recursos naturales”.

En todo caso y a pesar de la debacle actual que nadie se llame a engaño: el potencial de la industria turística en Turquía permanecerá indudable, empezando con sus más de 8.333 kilómetros de costa que alcanza a cuatro mares diferentes. En todo caso, las previsiones para 2018 ya son de recuperación significativa, algo de vital importancia para el 8% de los turcos que dependen del turismo para subsistir y afrontan la travesía en el desierto.

Ahora, con las medidas adoptadas para frenar el hundimiento de la divisa nacional no se puede negar el hecho de que por vez primero desde 2009 la economía turca está contrayéndose. Todo indica que ya no es tiempo de primavera para la 18 potencia a nivel mundial y que el Día de la Marmota tardará en llegar.