Un hombre afgano pasea en bicicleta cerca de un edificio en ruinas a causa de la guerra. Shah Marai/AFP/Getty Images
Un hombre afgano pasea en bicicleta cerca de un edificio en ruinas a causa de la guerra. Shah Marai/AFP/Getty Images

Siglos de invasiones han dejado a Afganistán lleno de heridas, un lugar que fue en su día un modelo de ilustración en la región.

Butcher and Bolt, Two Hundred Years

David Loyn

Windmill Books, 2009

Lost Enlightenment, Central Asia’s Golden Age from the Arab

Frederick Starr

Princeton University press, 2013

The King

Kader Abdolah

Canongate Books, Edimburgo, 2014

Llegaban, masacraban y se largaban. Los invasores, ya fuera en el siglo XIX (los británicos), el XX (los rusos) o XXI (los estadounidenses y sus aliados de la OTAN) han tratado siempre a Afganistán como un premio estratégico. Llegaban al país con la vista puesta en sus propios objetivos, políticos y materiales. Con cada oleada, se repiten las mismas preguntas sobre los motivos de su fracaso, pero cada nuevo invasor parece no aprender nunca de la guerra anterior. Por supuesto, la intervención extranjera en Afganistán es un hecho muy antiguo: el rey Ciro el persa seis siglos antes de Cristo, luego Alejandro Magno y, siete siglos después de Cristo, los primeros ejércitos musulmanes.

Lo que atraía a la mayoría de estos invasores, antiguos y modernos, era la situación de Afganistán en Asia;  el país tenía pocos atractivos, pero el hecho de que estuviera en el centro significaba que cualquier imperio con sede en Irán, India o Asia Central tuviera la tentación de poseer franjas de él pata servir de protección. Afganistán es difícil de controlar, y no tiene límites geográficos que dividan unas zonas y otras, y ese el motivo de que tantos extranjeros, a la hora de la verdad, hayan salido derrotados. Estados Unidos y sus aliados, en especial Gran Bretaña -que debería haber tenido en cuenta sus experiencias- sufren hoy la misma suerte que los monarcas persas hace 26 siglos.

David Loyn es un destacado periodista de la BBC que entró en Kabul con los talibanes en noviembre de 1996 y ha informado sin descanso sobre ese país salvaje, inhóspito y de una belleza asombrosa. En un relato claro y fresco, que mezcla la historia con los sucesos de los últimos 36 años, desde que la Unión Soviética invadió Afganistán, el autor comienza con la expresión desdeñosa que solían utilizar los soldados británicos de la época victoriana a las tribus afganas: los “masacraban” y luego “se largaban”. Su libro ofrece una saludable panorámica de la barbarie común a todas las intervenciones extranjeras desde 1842, cuando una expedición británica culminó en un desastre de tal magnitud que fue la pesadilla de Londres durante decenios. Los dirigentes británicos estaban convencidos de su propia superioridad, tanto militar como moral, y un siglo y medio después hicieron gala de la misma arrogancia y falta de interés por la historia, esta vez compartidas con los responsables de EE UU y la OTAN.

En esta ocasión, la guerra tiene diferencias fundamentales con conflictos anteriores. Ya no es un problema afgano. Los talibanes, con quienes el gobierno ...