Manifestantes en Burdeos (Jean-Pierre Muller/AFP/Getty Images)
Manifestantes en Burdeos (Jean-Pierre Muller/AFP/Getty Images)

La Unión Europea encara un nuevo ciclo institucional, económico y demográfico.

Si por algo se ha caracterizado la Unión Europea en los últimos años es por el logro de salvar su moneda y haber pagado un alto precio por ello. El difícil reto que la crisis ha supuesto se ha resuelto retorciendo las esencias democráticas de Europa y priorizando el riesgo sistémico que representaba la crisis bancaria por encima de otros, como el alarmante desempleo juvenil. El resultado es también conocido: un récord histórico en el rechazo ciudadano hacia la UE y una crecida también sin precedentes en el voto de los partidos populistas antieuropeos. Pero conviene tener presente de donde partimos para comprender las dificultades a las que se enfrenta Europa en estos próximos cinco años.

Una reunión en Cannes en octubre de 2011, en los márgenes del G20, ejemplifica bien los desatinos, presiones y amenazas que han caracterizado la forma en que Europa ha dado respuesta a sus múltiples crisis. Grecia estaba al borde del abismo y contagiaba ya a Italia. El entonces primer ministro griego, Yorgos Papandreu, anunció la convocatoria de un referéndum sobre las condiciones del rescate. Acto seguido, fue convocado en Cannes con urgencia, donde le esperaban Sarkozy, Merkel, Barroso y Van Rompuy para hacerle cambiar de idea. Y así lo hicieron cuando le indicaron que si quería hacer un referéndum lo podría hacer sobre si continuar o no en el euro. Era una forma, claro, de evitar la consulta popular. Tras la tensa reunión, Barroso, el ahora presidente saliente de la Comisión, reunido con algunos asesores en su suite del hotel Majestic Barrière, decidió el que sería el nombre del próximo primer ministro griego, Lucas Papademos[1].

La anécdota resume bien los principales males que han caracterizado la forma en que Europa ha hecho frente a sus múltiples crisis: se ha desplazado el método comunitario a favor de otros equilibrios de poder al margen de las instituciones de la UE, de forma que se han borrado los tradicionales pesos y contrapesos en la toma de decisiones, que evitan, por ejemplo, que el más poderoso (Alemania) imponga de manera abusiva sus condiciones al resto. Por otro lado, los improvisados mecanismos intergubernamentales también han demostrado ser poco eficaces a la hora de resolver los problemas (Grecia representaba un reto menor dado su pequeño PIB en relación a la eurozona; sin embargo terminó convirtiéndose en riesgo sistémico: Grecia amenazó la existencia del euro, sin el cual, muchos aventuraron el final de la UE).

La pregunta está ahora sobre la mesa: ¿Puede la nueva Europa de Juncker dejar atrás la Unión que decidía primeros ministros en los hoteles, recuperar la ilusión por Europa y superar la crisis que todavía estrangula las economías europeas? No conviene perder de vista que  los tres elementos están interconectados.

La idea de que Juncker patrocine algo nuevo es, en apariencia, algo difícil. El veterano ex primer ministro luxemburgués lleva décadas dedicado a la política europea y, sobre todo, está marcado por haber presidido el Eurogrupo en los momentos más críticos para la eurozona. Sin embargo, parece ser consciente de los riesgos que amenazan a Europa si ésta no cambia. Ya en 2013 parecía ser consciente de ello cuando dijo: “El que crea que la pregunta de la guerra y la paz no se presentará más puede equivocarse violentamente. Los demonios no se han ido, solo están durmiendo".

Algunas de sus propuestas de regeneración de la democracia europea van en la buena dirección. La sustitución de la Troika por otro organismo que además tenga en cuenta el impacto social de sus recetas y que sea fiscalizable por el Parlamento Europeo es una buena noticia, por cierto extraída de un informe del propio Parlamento de 2014. También es positiva su propuesta de reforzar el registro de lobbies para hacerlo obligatorio y mejorar la transparencia.

El todavía candidato Juncker afirmaba el pasado mayo: “Con estas elecciones se acaban los tiempos en que los dirigentes nacionales cierran tratos entre bastidores sobre quien ocupa los altos cargos”. En efecto, hace falta más transparencia en la toma de decisiones, pero no sólo en relación a la designación de puestos. El Parlamento Europeo, la más transparente de las instituciones europeas, debe ganar visibilidad y peso.

La pregunta de fondo es: ¿Puede Juncker consolidar el Parlamento Europeo como centro de gravedad de la democracia europea? La semilla lleva décadas puesta desde la elección directa del Parlamento en 1979 pero ahora ha empezado a brotar un tallo gracias a la vinculación directa entre las elecciones europeas y la presidencia de la Comisión. Juncker es el primer presidente que goza de esta reforzada legitimidad (elección sometida a la aprobación por el Parlamento Europeo y propuesto por el partido ganador de las elecciones como candidato antes de la campaña) y dependerá de él, de su éxito, que este precedente de reforzamiento democrático se consolide.

Por otro lado, no conviene perder de vista que una mayor atención sobre el Parlamento evidenciará una de sus mayores debilidades: la triple sede que mantiene entre Bruselas, Luxemburgo y Estrasburgo. El despilfarro -cuesta 180 millones de euros anuales- que supone el desplazamiento a la región de Alsacia (Francia) cada mes no está justificado, a pesar del simbolismo de ser el territorio de Europa que mejor representa la paz entre antiguos enemigos.

La recuperación del crecimiento económico y terminar con una lacra del desempleo, que afecta con especial crudeza a los jóvenes del sur de Europa, es el reto más urgente de esta nueva Europa. Debe quedar desterrada la austeridad que, sin un plan de inversión paralelo y con unos plazos socialmente muy costosos, ha llenado de desesperanza a millones de ciudadanos que siguen sin ver la luz. Las reformas necesarias deben ir acompañadas de estímulos que eviten el ahogo de la economía. Y debe ser la Comisión Europea, llamada a recuperar su centralidad en la toma de decisiones, quien marque este camino.

Como apunta Karel Lannoo, del think tank CEPS, para abordar el desempleo se requiere como mínimo un plan de inversión público-privado de 300.000 millones de euros, tomando los recursos del presupuesto comunitario y del Banco Europeo de Inversiones. La agenda digital y la consecución de un mercado único en este ámbito contribuirá también a la recuperación económica y la creación de empleo. La unión energética, dada la espiral de tensión con el gran vecino ruso, ha pasado de ser una buena idea a un proyecto inaplazable.

Pero todo ello no bastará para que Europa espante los demonios de su pasado y permanezca unida. Hay un reto más abstracto y más difícil de resolver. El reciente derribo del avión de Malaysia Airlines en territorio ucraniano, con la muerte de cientos de europeos abordo, la mayoría holandeses, nos ha recordado que seguimos sin comportarnos como pueblo europeo. Apenas ha habido consternación ni luto más allá de las fronteras de los Países Bajos. El reto consiste en que los europeos seamos conscientes de lo que nos une, sin renunciar a nuestras identidades locales o nacionales. Lo resumió bien Bono, el cantante de U2, en un original discurso sobre Europa: "Reformar tratados o aprobar directivas es importante, pero no nos define… Las emociones nos definen… Europa, un pensamiento, debe transformarse en un sentimiento. Estaríamos mejor si nuestra unión no fuera sólo económica, sino afectiva…". Queda mucho trabajo por delante.