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Un manifestación de organización sindicales en Lyon, Francia. JEFF PACHOUD/AFP/Getty Images

El pasado reciente no ha mostrado la cara más social de Europa. La principal responsable de esta situación es la crisis vivida en la UE durante los últimos años, que supone la mayor amenaza para el modelo social europeo en toda la historia de la integración del continente. Se han impuesto drásticos programas de reformas en los Estados miembros, obligando a los países a aplicar duras políticas de austeridad y a desregular sus mercados laborales y sistemas de negociación colectiva, lo cual ha tenido especial impacto en los países donde estaba presente la llamada “troika”. Por ello, cuando la recuperación económica ha llegado a todos los países no ha sido suficiente para eliminar las diferencias que aún persisten en algunos ámbitos, sobre todo en empleo.

El Informe Conjunto sobre Empleo de 2018, aprobado el 15 de marzo 2018 por el Consejo EPSCO, pone de manifiesto claras divergencias. Las tasas de desempleo en España o Grecia siguen siendo considerablemente altas (16,8% y 20,7%, respectivamente) en comparación con las de la República Checa (2,8%) o Alemania (3,7%) (T3-2017); en cuanto a los índices de ocupación, los de Alemania (79,1%) y Suecia (81,8%) contrastan con la situación de Grecia o Italia (58,1% y 62,6%, respectivamente) (T3- 2017). “En muchos Estados miembros, queda un largo camino para que las tasas de empleo se recuperen de la crisis y especialmente para que se consigan los objetivos nacionales de Europa 2020”, recalca el informe.

Las reformas que se han llevado a cabo durante la crisis han afectado a todos los miembros de la zona euro: la arquitectura reformada de políticas económicas y fiscales provocan desequilibrio social, y los nuevos procedimientos, respaldados por sanciones, están dirigidos unilateralmente a la consolidación presupuestaria y al incremento de la competitividad. No se ha corregido la “asimetría constitucional” existente entre una integración económica muy avanzada promovida por el mercado y una integración social que logre equilibrarlo. El principal problema no es solo que la UE apenas haya logrado avances en materia social, sino también que las políticas europeas han entorpecido de por sí el progreso en materia social.

Es imperativo resolver esta ecuación. La dimensión social es crucial para el buen funcionamiento del mercado único y la unión monetaria. Más allá de estas “necesidades funcionales”, se trata de que la UE se esfuerce por promover la cohesión y la convergencia. En estos tiempos de auge del populismo y el euroescepticismo, es esencial volver a dar legitimidad al proyecto europeo.

 

Mito y política simbólica

El expresidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, sabía que nadie podría “enamorarse del mercado único” y en 1989 puso la política social en la agenda europea. Desde entonces, el apoyo hacia la UE de los sindicatos y partidos progresistas se ha basado en la esperanza de que una mayor integración europea trajera consigo una Europa más social. Sin embargo, hasta ahora estas esperanzas se han visto frustradas. La Europa social es un mito que debemos desenmascarar con urgencia. No existe una política social europea como tal: la política social sigue siendo competencia exclusiva de los Estados miembros. La UE puede introducir unos parámetros mínimos (por ejemplo, la Directiva de 2003 sobre el tiempo de trabajo) o coordinar políticas dentro de una estrategia común (por ejemplo, la Estrategia Europea de Empleo de 1997); cubre las áreas de libre circulación de trabajadores, lucha contra la discriminación y género y derechos laborales. Pero la Europa social que se ha ido construyendo con los años tiene una estructura mucho más complicada y difusa, con una gran cantidad de actores involucrados, lo que la hace muy difícil de evaluar.

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Protesta por los recortes de presupuestos públicos en Madrid, España. DOMINIQUE FAGET/AFP/Getty Images

La Comisión Europea decidió abordar los problemas sociales más importantes y persistentes en muchos países de la UE a finales de 2017. El 17 de noviembre de 2017, a partir de una propuesta de la Comisión, los jefes de Estado y de Gobierno proclamaron y firmaron el Pilar Europeo de Derechos Sociales en la cumbre social de Gotemburgo. Este documento establece un total de 20 principios generales relacionados con las áreas de bienestar y empleo, entre los que se encuentran la “igualdad de oportunidades y acceso al mercado laboral”, “condiciones laborales justas” y “protección e inclusión social”. El texto se limita principalmente a recoger el actual acervo social de la UE, aunque en algunos aspectos va más allá, como por ejemplo al establecer el derecho a prestaciones para las rentas mínimas y el derecho a un salario mínimo.

Aunque el nombre de esta iniciativa sugiera un importante avance en la política social europea, este elemento no consigue ocultar del todo su limitado impacto. Dicho de otra forma, el Pilar tiene potencial como punto de partida para iniciativas posteriores, pero es probable que no se traduzca en demasiados cambios. Esto se debe en primer lugar a su naturaleza jurídica. No pasa de ser una declaración del Consejo Europeo, el Parlamento Europeo y la Comisión Europea, que no es jurídicamente vinculante. Por lo tanto, no formará parte de ningún tratado europeo ni del derecho derivado de la UE. Además, existe muy poco margen de maniobra para implementar los principios del Pilar, lo que explica el escaso impacto que ha tenido en la práctica hasta ahora. No obstante, se espera un mayor impulso en la legislación europea siempre y cuando la Comisión y sobre todo los Estados miembros adopten los principios del Pilar.

Así, el Pilar es ante todo un ejemplo de política simbólica, al menos hasta que se tomen medidas concretas. Sin embargo, el compás de espera por una Europa social –esperanza hasta hoy yerma– no solo es producto de los temores de la Comisión, sino también, y principalmente, de causas estructurales. Las opciones existentes para diseñar una política social y un derecho laboral común a nivel europeo dejan poco espacio de actuación. Además, existen diferencias notables entre los Estados miembros en cuanto a organización, estándares y capacidad de sus sistemas sociales. Una política social europea tendría que adecuarse tanto al estado del bienestar rumano o español como al sueco o el francés, sin empeorar las condiciones sociales de países con estados del bienestar bien desarrollados.

Para complicar aún más las cosas, en los procesos europeos de toma de decisiones se necesitan amplias mayorías y, además, existen diferencias fundamentales entre los programas de los Gobiernos nacionales respecto a qué se considera una política social (europea) “adecuada”. Es comprensible que los Estados miembros quieran seguir supervisando sus responsabilidades sobre las políticas sociales y el derecho laboral. No se espera que se produzcan grandes cambios en este sentido, ni siquiera tras el Brexit, aunque históricamente han sido los británicos quienes más han contribuido a frenar las políticas sociales.

La formulación de políticas sociales ambiciosas a nivel europeo se ve dificultada por la falta de competencia jurídica y de unión política necesaria entre Estados miembros. El Pilar refleja el escaso margen de maniobra que tiene actualmente la Comisión, desde el punto de vista tanto legal como político. Sin embargo, la Comisión no podrá escapar de la crítica si en el futuro sus actuaciones no son consistentes con los principios del Pilar.

 

Un alegato para un modelo europeo de economía social de mercado

Aunque la creación de una dimensión social de la UE pueda parecer una quimera, continúa siendo un modelo útil que debe acompañarse de medidas concretas. En ese sentido no valen respuestas como la renacionalización o el mantra europeo de “más de lo mismo”. La renacionalización en nombre de la soberanía y la democracia, las recomendaciones que promueven a abandonar la zona euro o las sugerencias que apelan a la subsidiariedad y al “proteccionismo ilustrado” para reivindicar una redistribución de poder a favor del nivel nacional resultan todo menos útiles. Las consecuencias de la no integración serían considerables y los efectos secundarios difíciles de calcular; se pondría en peligro la visión europea de democracia, libertad, paz, diversidad cultural y prosperidad y, en consecuencia, también la oportunidad de mantener un modelo social alternativo al capitalismo de EE UU o de Asia. Esto cobra especial importancia si consideramos los desafíos que entraña la digitalización.

Lo que está en juego es la construcción de una unión social, no la unificación de los modelos sociales. La unión social se entiende como un entorno que favorece los sistemas nacionales de bienestar y fomenta la convergencia.

Tras conseguir consolidar el modelo de paz, la principal misión de Europa es sacar adelante el modelo social. Tanto a nivel nacional como europeo, la democracia social busca una reorientación conceptual. En el marco de los desafíos actuales, esto significaría plasmar los valores sociales y democráticos fundamentales en nuevas políticas. La regulación del capitalismo europeo globalizado abre una nueva oportunidad: si antes la socialdemocracia ayudaba a contener la economía de mercado en el contexto nacional, en la actualidad se enfrenta al desafío de desarrollar un nuevo marco legislativo para un capital globalizado. La europeización de las políticas solo tiene sentido si verdaderamente se aplican para limitar el impacto del mercado y no, como ha ocurrido hasta ahora, de marco político e institucional para la globalización económica en nombre del mercado único y de las políticas de competencia.

Alemania, el mayor país de la UE, podría haber propuesto un modelo mucho más alentador, un capitalismo regulado en una economía social de mercado, en lugar de introducir una regla de oro presupuestaria. El término “economía social de mercado” fue acuñado por el profesor de economía alemán Alfred Müller Armack, quien lo concibió como una fórmula que podía combinar el principio de libertad de mercado con el de equilibrio social. En el contexto internacional, este sistema económico se denomina a veces “capitalismo renano”. Por supuesto, este concepto puede dar pie a diferentes interpretaciones, promoviendo un “mercado más libre” o “más gobierno”, justicia social y sindicatos dinámicos con espíritu socialdemócrata y  respaldados por las políticas adecuadas. Por lo que respecta a la Ley Fundamental de Alemania, se ajusta al principio constitucional del estado social (Artículo 20.1 de la Ley Fundamental) o el “estado social gobernado por el estado de derecho” (Artículo 28 de la Ley Fundamental).

A pesar de las diferencias existentes entre los sistemas de estado del bienestar, existen algunos denominadores comunes que favorecen la ampliación al nivel europeo de la economía social de mercado con rasgos sociales y democráticos. Según el Tratado de Lisboa de 2009 (artículo 3), el objetivo de la UE es establecer una “economía social de mercado competitiva”. Sin embargo, pese a toda su diversidad, las sociedades europeas comparten una serie de características estructurales a nivel económico y social que reflejan las bases de una economía social de mercado: un Estado capaz de intervenir de manera eficiente, un sistema social sólido, sindicatos activos y competentes con ambiciones en materia de política social y respaldados por una legislación basada en el concepto de Wirtschaftsdemokratie o democracia económica, un consenso sobre el mantenimiento de la cohesión social y una visión a largo plazo de la gestión empresarial. Estos componentes fundamentales pueden ser desarrollados en mayor profundidad.

Incluso en Alemania existen diferentes interpretaciones sobre la dirección que debe tomar una economía social de mercado competitiva respecto a la política social. El conflicto entre el capitalismo social y una reorientación hacia políticas sociales progresistas se acentúa dependiendo del bando político.

 

Aplicar los cuatro pilares de la política reguladora

Proteger los logros nacionales y fomentar la convergencia económica. Hay que reestructurar la política social y económica de la UE de manera que respete y proteja los derechos sociales existentes, como la seguridad social nacional y los sistemas de negociación colectiva. Esto afecta en particular a la zona euro. Es poco probable que se produzca dicha reestructuración a partir de meras recomendaciones no vinculantes sobre los derechos sociales individuales.

Los estados del bienestar y los sistemas de negociación colectiva seguirán siendo un elemento relevante, si no el más importante, en la construcción de una Europa social. No obstante, sin las normas europeas que marquen la línea roja en la carrera hacia el abismo del capitalismo liberal, hay pocas esperanzas de lograr una Europa social. En última instancia, se necesita una inteligente combinación de más Europa en algunos ámbitos y menos Europa en otros. La integración europea debe estar estructurada de tal manera que se fomente la convergencia económica y social de los Estados miembros.

Las políticas económicas y fiscales europeas deben centrarse más en el crecimiento. Se necesita una política que permita a los Estados miembros invertir más, en lugar de someterlos a un control presupuestario excesivamente estricto. En este sentido, sería conveniente lograr una mayor financiación comunitaria para inversiones específicas en infraestructuras, educación y energía.

En los últimos años, la socialdemocracia europea y alemana se ha caracterizado por insistir en que se tenía que lanzar una “ofensiva inversora” exhaustiva para Europa. La recesión dio argumentos a favor de la dimensión europea de este empeño, en términos de política económica. El apoyo político a esta idea creció en Alemania con la perspectiva de cumplir también con los requisitos en materia de inversiones estructurales que necesitaba el país. Aunque en ocasiones la inversión aumentara gracias al amplio apoyo que recibió la idea de una campaña europea de inversión, esto no redundó en una campaña de inversión macroeconómica. Mientras tanto la situación económica ha mejorado notablemente en el conjunto de la zona euro, lo que explica que hayan perdido fuerza los argumentos económicos en pro de la inversión. Además, según el principio de subsidiariedad, podría considerarse que el aumento de la inversión en los Estados miembros es una competencia nacional y no comunitaria. Para aprovechar el momento político de los últimos años a favor de una campaña europea de inversión y evitar los obstáculos que se le oponen, sería conveniente centrarla en los bienes públicos europeos.

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Clases de tecnología en un colegio de Alemania. Sean Gallup/Getty Images

Hay que tener en cuenta los bienes públicos europeos. La calidad de vida de los ciudadanos depende en gran medida de los bienes públicos o colectivos. La calidad de vida en nuestras ciudades, pueblos y aldeas viene determinada por el estado de las vías y plazas públicas, los edificios públicos, las escuelas e instituciones culturales. La calidad del medio ambiente depende de la limpieza del aire y del agua, la conservación de los espacios naturales, la biodiversidad y la riqueza de recursos. La calidad social de nuestra sociedad viene determinada por nuestra capacidad de enfrentarnos con humanidad a situaciones difíciles de solucionar sin ayuda: enfermedades, desempleo, vejez, dependencia. La calidad cultural de nuestra sociedad depende de los servicios de instrucción pública, las instituciones culturales y la participación democrática. En este sentido, las diferencias entre regiones están aumentando en todos los Estados miembros.

Es preciso centrarse mucho más que en el pasado en la financiación europea y en la organización de esos bienes públicos fundamentales. Hay que tener en cuenta que esto también tendría un efecto considerable sobre el próximo ejercicio presupuestario en Europa.

En algunos de los Estados miembros (“más ricos”) la idea de poner en marcha una unión de transferencias a corto plazo se ve de forma negativa, lo que explica que su repercusión política haya sido, de momento, muy limitada. Otro gallo cantaría si un presupuesto europeo ampliado se utilizase para crear un verdadero valor añadido para toda la UE, y por lo tanto también para Alemania. Si todo el mundo contribuyese de manera justa a dichos bienes públicos europeos, ¿tan negativo sería que algunos Estados miembros se beneficiasen más que otros en algunos aspectos? ¿Que los Estados de Europa del este, que miran de reojo a Rusia, se beneficiasen más de una política de seguridad? ¿O que los Estados del sur de Europa tuviesen más ventajas en materia de convergencia económica a través de una exitosa iniciativa de inversión? ¿O que un verdadero régimen de refugiados a nivel europeo ofreciese más ventajas a Suecia y Alemania? La financiación europea de bienes públicos demostraría a la inmensa mayoría de los votantes –incluso a los de los países más ricos–, así como a los socios negociadores de la Unión, que nuestros propios intereses crean nuestras propias necesidades.

Es necesario regular el sector financiero e impulsar por fin medidas preventivas. La crisis financiera, económica y de deuda soberana de 2008 acabó con la creencia de que los mercados financieros podían autorregularse, y salieron a la luz los principales puntos débiles del sistema financiero mundial. El gran tamaño y la profunda integración de los mercados financieros impidieron limitar los daños a una zona o a un sector en particular. Muchas empresas quebraron, las economías entraron en recesión y el desempleo aumentó.

Los Estados y los interlocutores sociales lograron frenar el deterioro poniendo en marcha exhaustivos planes de rescate. En Alemania, dentro del marco del diálogo social y en colaboración con el Estado, se logró estabilizar el mercado laboral. Se reavivó la esperanza de que la era de los mercados neoliberales estaba tocando a su fin.

Diez años después, poco queda ya de este optimismo. Al contrario: la crisis financiera ha minado la cohesión social y ha aumentado el escepticismo hacia las élites y la economía social de mercado. Muchos Estados vieron cómo disminuía la recaudación fiscal y aumentaba el coste del estado del bienestar. El gasto público en varios países de la zona euro aumentó hasta tal extremo que corrían peligro de quiebra. Como respuesta se lanzaron planes de rescate que exigían más recortes presupuestarios. Dichos recortes provocaron graves crisis sociales, sobre todo en el sur de Europa: mientras algunas economías fuertes pudieron volver a estabilizarse rápidamente y continuar creciendo, otras no han recuperado todavía los niveles previos a la crisis. La política de tipos de interés del BCE sigue en modo crisis, favoreciendo las finanzas públicas en detrimento de los contribuyentes. Puede que todo esto solo sea la calma antes de la tormenta.

Inmediatamente después de la crisis se abrió el debate sobre la aplicación de reformas de gran alcance, entre las que se incluían mayores requisitos de capital para los bancos, la limitación de las primas de los banqueros y una mayor transparencia. Los contribuyentes no deberían tener que pagar nunca más la ambiciosa temeridad del sector financiero. Sin embargo, al mismo tiempo se estancaban las iniciativas reguladoras: por ejemplo, en 2013 se acordó implantar un impuesto europeo sobre las operaciones financieras que habría incrementado el coste de las operaciones especialmente arriesgadas, disminuyendo así su atractivo, sin imponer demasiada presión sobre la inversión productiva. Pero este proyecto de impuesto se ha ido diluyendo cada vez más.

Otra idea que no se ha puesto en práctica es la separación entre la banca de inversión especulativa y las operaciones de las entidades comerciales. Se podría haber dejado quebrar a los bancos de inversión en situación comprometida sin poner por ello en peligro los depósitos o interrumpir el flujo de liquidez. La UE lleva años hablando de una unión bancaria, pero no con el objetivo de estabilizar los mercados financieros ni de mejorar la gestión del riesgo. Al contrario, se ha convertido en un vehículo utilizado por los grandes bancos de la zona euro para hacer cargar la responsabilidad a los países y sus contribuyentes. Por lo tanto, no sirve como medida preventiva.

En definitiva, las medidas resultaron no ser más que un parche. En la actualidad, los expertos afirman que desde 2008 ha disminuido la estabilidad financiera. La regulación del sector financiero, la participación de las multinacionales, una estructura moderna y respetuosa con el medio ambiente y la armonización de los tipos impositivos deben volver a formar parte de un proyecto europeo progresista.

Además, habría que fomentar una mayor cooperación entre algunos en lugar de esperar a que ocurra entre todos. En el futuro inmediato, la UE seguirá siendo un constructo que no es ni una nación ni una federación, pero tampoco una Europa de países, sino una red de mecanismos de cooperación entrelazados y de acuerdos a múltiples niveles. La entrada de cada vez más miembros forma parte del éxito europeo y ha contribuido tanto a la convergencia económica como a la estabilidad política del continente. Frente a los desafíos arriba mencionados, las nuevas ampliaciones amenazan con incapacitar a la comunidad para asumir decisiones o tomar las riendas. Por último, desde el Tratado de Roma se han ido desarrollando formas de cooperación más estrecha, gracias a lo cual ahora la UE posee una extensa red de cooperación a varios niveles. Es posible encontrar diferentes conceptos de integración en distintos ámbitos de la política social con diversidad de miembros y fundamentos jurídicos.

 

Tres medidas concretas de política social que se pueden tomar

Estándares mínimos a nivel europeo, especialmente un salario mínimo para combatir la pobreza. Unos parámetros europeos mínimos en cuanto a desempleo, seguridad social básica, pensiones y salarios mínimos podrían contribuir a no perder de vista el objetivo de convergencia a largo plazo en materia social. De nuevo, se necesitaría una financiación comunitaria adicional para apoyar este proceso. Aunque para establecer unos estándares sociales mínimos deben superarse las dificultades estructurales inherentes a las políticas sociales europeas, es más fácil lograr esto que una unificación completa de las políticas sociales, que puede no llegar a ocurrir nunca.

Un primer paso sería establecer una norma europea de salario mínimo. Este concepto ya está tipificado en 22 de los 28 Estados miembros. Finlandia, Italia, Suecia, Chipre, Dinamarca y Austria son los únicos países sin un salario mínimo establecido por ley. Esto sucede en el norte de Europa debido a que allí sigue intacto el sistema de negociación colectiva: en los Estados septentrionales, la legislación sobre el salario mínimo se ha interpretado siempre, incluso por parte de los sindicatos, como una intervención del Estado, que debilita la autonomía a la hora de negociar y en última instancia produce peores resultados. Temen que una legislación a nivel europeo unifique los salarios a la baja, ya que existen enormes diferencias entre los salarios mínimos en Europa.

Un salario mínimo obligatorio puede adaptarse automáticamente a la evolución de los precios y salarios, o ser establecido por el poder legislativo o por una comisión. Casi siempre hay dos motivaciones principales para fijar un salario mínimo. Una es proteger contra la explotación laboral a unos trabajadores que tienen un poder de negociación y representación muy limitado. En estos casos es fundamental el término “dumping salarial”. En segundo lugar, el salario mínimo se crea para ayudar a la clase trabajadora pobre; la idea es que la población económicamente activa pueda mantenerse a sí misma sin tener que depender de prestaciones o subvenciones estatales. Sin embargo, actualmente solo las leyes francesas ofrecen apoyo a la clase obrera. Deben formularse orientaciones europeas para abordar esta cuestión de forma específica, las cuales deben aplicarse en todos los países.

(Rea)seguro europeo de desempleo. Un posible remedio sería transformar la zona euro en una unión fiscal plena. Varios Estados miembros rechazan con firmeza ese camino, por miedo a que se produzcan transferencias permanentes masivas. En su lugar, la zona euro necesitará una solidaridad basada en un sistema justo de seguros en el que ningún Estado miembro se sienta indebidamente en desventaja a largo plazo. Políticamente, la forma más atractiva de seguro “de solidaridad” es, con diferencia, el seguro de desempleo, que aborda directamente las peores y más visibles consecuencias de las grandes crisis económicas y mitiga las tensiones fiscales en momentos difíciles dentro del Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

A pesar de ello, para diseñar un sistema completo y justo de seguros de desempleo para la zona euro habría que armonizar considerablemente las normas del mercado laboral y los sistemas de bienestar de los Estados participantes, lo cual no está previsto en absoluto por el momento. Por lo tanto, sería conveniente contemplar un modelo algo menos ambicioso que, aun así, ofreciese una suficiente capacidad de absorción del impacto de las crisis. Diseñar tal sistema, que funcione tanto a nivel político como económico, es precisamente lo que tenía en mente un grupo de trabajo hispano-alemán cuando propuso un “seguro de desempleo adaptado a los objetivos”: “Gracias a la teoría del seguro sabemos que normalmente un seguro ordinario durante un periodo de tiempo más amplio puede diseñarse como una mezcla de autoseguro y reaseguro. Por ejemplo, en el seguro de automóvil, una parte considerable del seguro es autoseguro. De hecho, tras un accidente, la prima del seguro aumenta, permitiendo que con el tiempo se reembolse una parte importante de las pérdidas a la aseguradora. Por otro lado, en caso de accidentes que causen daños y perjuicios graves, las pérdidas ocasionadas son absorbidas en gran medida por la comunidad de seguros”.

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Celebración del día de los trabajadores en Marsella, Francia. CHRISTOPHE SIMON/AFP/Getty Images

Esta idea básica procedente de la teoría del seguro ha sido el punto de partida de nuestra propuesta para un marco viable de seguros de desempleo en la eurozona. En circunstancias normales, los Estados miembros destinarían a un fondo común europeo de desempleo el 0,1% de su PIB anual. La mayor parte se derivaría a un tramo nacional destinado específicamente a este país, el fondo de autoseguros. El resto iría a un fondo “de reserva” para grandes crisis que se destinaría a reaseguros.

Si en un Estado miembro el desempleo experimenta un incremento situado por encima de un valor de referencia establecido (por ejemplo, 0,2 puntos porcentuales), recibiría un pago neto procedente de su tramo nacional para financiar el aumento de los subsidios de desempleo. Si un país sufre una crisis económica muy grave (por ejemplo, una subida del paro en 2 puntos porcentuales), recibiría pagos adicionales procedentes del fondo de reserva en concepto de reaseguro.

Eliminando los pagos netos derivados del Pacto de Estabilidad y Crecimiento en épocas de bonanza, la restricción fiscal en la práctica sería mayor en los momentos expansivos. En cambio, en tiempos de crisis no se tendrían en cuenta los pagos netos procedentes del sistema a efectos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, con el objetivo de que dichos fondos extra mitigasen la presión fiscal de un país en recesión. De esta manera, el sistema contribuiría considerablemente a una estabilización fiscal más fiable frente a crisis asimétricas y, en cierta medida, también frente a crisis simétricas.

La medida en la que se permitiría que los distintos tramos registraran déficits para aumentar el efecto estabilizador, más allá del funcionamiento de un fondo puramente de reserva, dependerá de la credibilidad del marco institucional general. En cualquier caso, a los Estados miembros que registren déficits en sus tramos nacionales se les exigiría que aumentasen su aportación una vez recuperadas sus economías. Las simulaciones basadas en estos principios muestran un considerable potencial de estabilización económica con respecto al sistema, con unos costes netos mínimos para sus contribuyentes a lo largo del tiempo. Esta forma de seguro de desempleo consistiría tanto en una institucionalización de la política económica anticíclica como en una forma de solidaridad que facilitaría las cosas a los ciudadanos de la zona euro.

Trabajar en la era de los desafíos digitales, la Cuenta Personal de Actividad. La Cuenta Personal de Actividad se propuso como objeto de debate en el libro blanco denominado Reimaginar el Trabajo. Trabajo 4.0., elaborado por el Ministerio Federal de Trabajo y Asuntos Sociales de Alemania. Esta cuenta permitiría una política social basada en la vida laboral del ciudadano y respondería mejor a sus necesidades particulares. Se hace también referencia a experiencias similares en otros países de la UE, lo que podría convertirlo en un proyecto colectivo centrado en las políticas sociales y de trabajo.

Esta cuenta se crearía para todo el que entre en el mercado laboral. Aunque existen múltiples diferencias puntuales, sobre todo en relación con la financiación y los “derechos de cobro”, todos los enfoques comparten el objetivo de incrementar la autonomía individual, en comparación con la actual organización de las prestaciones del estado del bienestar. Mediante la transferencia de recursos públicos o el apoyo proporcionado por la acumulación de activos procedentes de sus propias contribuciones en una cuenta, el trabajador debería estar en condiciones de adaptarse según su propio criterio a las demandas cambiantes, utilizando para ello los fondos disponibles. Esto resulta un problema, sobre todo en lo que respecta a crear un colchón económico para cubrir vacíos en la vida laboral o periodos de trabajo a media jornada, un desarrollo profesional continuo o una reorientación profesional, aunque también en lo que respecta a facilitar la transición hacia la jubilación. Las cuentas podrían complementar o sustituir a otras prestaciones sociales.

Ya existen enfoques similares en cinco países europeos, cada uno de los cuales tiene una estructura diferente: la cuenta personal de actividad en Francia (Compte Personnel d’Activité o CPA), el nuevo sistema de indemnizaciones por despido en Austria (Abfertigung Neu), el plan de ahorros durante la vida activa en Países Bajos (Levensloopregeling), la cuenta individual de aprendizaje (Individual Learning Account o ILA) en el Reino Unido, y el modelo de interrupción de la vida laboral en Bélgica (Loopbaanonderbreking). Los ejemplos muestran que el principio de derecho a prestaciones transferibles y (al menos parcialmente) autónomas ya se está aplicando y se está creando, por lo tanto, un precedente de buenas prácticas para la legislación europea.

 

Este texto es un capítulo de El Estado de la Unión Europea. El Parlamento Europeo ante unas elecciones trascendentales, publicado por Fundación Alternativas y Friedrich Ebert Stiftung.