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Átomo (Ezume Images/fotolia)

Europa debe hallar un proyecto concreto, pero fuerte que le permita abordar sus debilidades estratégicas y prepararse para un futuro de inestabilidad e incertidumbre. La clave podría estar en la fusión nuclear.   

El proceso de “dulce decadencia” que vive Europa, y del que ya avisó hace más de un lustro el ex presidente del Gobierno Felipe González, vivió un acelerón en 2015. El pasado año se agrietaron todos los pilares y promesas del sueño europeo: el euro, la libertad de movimientos, la paz y seguridad. La gravedad de los desafíos por delante, que ganarán en intensidad este año, requiere escapar de los remedios “muy escasos y muy tarde” a los que nos tienen habituados los líderes europeos y aspirar a respuestas radicales. Europa debe encontrar su llegada a la luna que le saque de su aletargamiento y desempolve la promesa fundacional de prosperidad magullada tras años de crisis multidimensional.

Hace medio siglo, en un escenario igualmente complejo, empantanado en una crisis económica y con la moral de EE UU por los suelos, perdiendo la carrera espacial y con la reciente humillación de Bahía de Cochinos sobre la mesa, el presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy clamó en mayo de 1961: “Es el momento de dar pasos más amplios, es el momento de renovar el gran empuje americano”. Para ello, presentó el programa Apolo para llegar a la luna en menos de una década que, “de muchas maneras, puede tener la llave de nuestro futuro en la tierra”.

El programa Apolo representó un “punto de inflexión” en la historia del país, concluyó el historiador Roger Launius, al establecer la preeminencia tecnológica estadounidense sobre naciones rivales. Según estimó el Congreso americano, el progreso tecnológico dobló su tasa normal de crecimiento, consiguiendo avances significativos en campos como la miniaturización electrónica, los ordenadores o los sensores remotos, que llevaron al país a liderar en ámbitos como la aeronáutica, la informática, la medicina o la electrónica. Más aún, se estimó que, por cada dólar invertido en el programa, se obtuvo un retorno de entre cinco y siete dólares a través de nuevas industrias, productos, procesos o puestos de trabajo.

El sentido de misión colectiva que trajo el programa sentó las bases del poderío americano que representan en la actualidad Apple, Google y Microsoft (las empresas con mayor capitalización bursátil del planeta), y dio forma a las aspiraciones y los sueños de toda una generación de americanos, como Jeff Bezos, el fundador de Amazon, para quienes la ciencia y la tecnología se convirtieron en su meta.

Parte del secreto del programa Apolo fue que esta “nueva frontera” enlazaba perfectamente con la narrativa americana, con su epopeya nacional: ahora los pioneros ya no avanzaban hacia los vastos territorios del Oeste. La frontera se había trasladado al único lugar por conquistar: el espacio.

¿Puede Europa hallar un proyecto concreto, pero con la suficiente envergadura que, enlazando con su propio relato, le permita abordar sus debilidades estratégicas y prepararse para un futuro de inestabilidad e incertidumbre? La respuesta es la próxima revolución energética.

La energía no solo está en el origen de la construcción europea (la CECA, EURATOM). Supone también uno de los mayores riesgos en el horizonte de Europa, tanto por el factor de la dependencia como por la huella ecológica del cambio climático.

Europa debe ser más “verde”, más independiente y más competitiva. Y todas estas metas pasan por la energía. “Si Europa no es capaz de dar una respuesta a su necesidad de ser una potencia económica-tecnológica de primer orden –no digo la primera- y no da respuesta a su desafío energético, su modelo de cohesión social simplemente será insostenible”, avisó González, quien presidió el grupo de sabios sobre el futuro de la UE.

La fusión nuclear aporta una solución como pocas a este triple desafío. Tal energía, la misma que alimenta a las estrellas, se genera a partir de la fusión de átomos ligeros de hidrógeno a temperaturas extremadamente altas.

Como recuerda la OCDE, el combustible es prácticamente inagotable (sobre todo el agua del mar) y el proceso de producción no emite casi gases de efecto invernadero. Tampoco genera los riesgos para la seguridad que rodean a la energía de fisión nuclear actual, ya que el colapso del plasma pararía la reacción de la fusión, con un impacto limitado del accidente más allá de la propia planta. La cantidad de combustible necesaria no solo es mucho menor (unos pocos gramos de tritio y deuterio), sino que los desechos radiactivos son pequeños y con una vida radioactiva más limitada que la energía nuclear actual.

Además, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de las renovables, puede generar una enorme capacidad de energía de manera constante.

Un grupo de trabajo de la Agencia Internacional de la Energía está investigando y compilando los datos en torno a los diferentes proyectos sobre fusión nuclear para poner números con los que describir esta seguridad y fiabilidad.

Pero la fusión nuclear es también una aspiración difícil. Tanto, que para algunos como Anthony Giddens, es algo parecido a la búsqueda del “santo grial”. La razón de este escepticismo también responde a los torpes esfuerzos de los europeos para conseguirla. La UE trabaja, junto con las principales potencias mundiales (China, India, Japón, Corea, Rusia y EE UU), en el reactor termonuclear experimental internacional (ITER, por sus siglas en inglés).

ITER pretende probar la viabilidad de la fusión nuclear y abrir el camino para los posteriores modelos comerciales una vez concluya su construcción en 2020. Pero ITER se ha convertido en “una torre de Babel en la que nada funciona”, describe Georg Zachmann, investigador del laboratorio de ideas Bruegel. “Es el proyecto peor gestionado de la UE”, sentencia.

Como sucedió en su día con el programa Apolo, las barreras científicas y tecnológicas ya no son un obstáculo insalvable. No obstante, la estructura de gestión desafía el avance de un programa conocido por sus sobrecostes y retrasos.

Un informe de Ernst & Young en 2013 para Parlamento Europeo concluyó que la barroca estructura de ITER hincha los presupuestos y retrasa los plazos. La consultora, además, cuestionó la habilidad de la Unión para financiar un proyecto de tal amplitud temporal y con tantos riesgos. “Aún se está aprendiendo a colaborar”, justifica un portavoz de ITER, que reconoce que los gastos se han disparado por encima del 67%.

La fusión nuclear, además, tiene poderosos enemigos en las energías verdes y en el ‘petróleo barato’ actual, que desincentivan el gasto del dinero de los contribuyentes en aventuras científicas.

“Más allá de las serias dudas sobre la gestión de ITER, existe la realidad indudable de que la fusión nuclear son castillos en el aire”, dijo el pasado año el eurodiputado de los verdes Igor Soltes. Incluso si este proyecto produjera algunos resultados a medio plazo, “todavía estaríamos a décadas de conseguir la aplicación comercial”, opinó.

Sin embargo, como probó el programa Apolo, cuando se encaran desafíos descomunales, la solución pasa no por aparcar, sino por acelerar las respuestas más radicales.

Incluso en el caso de que se doblara hasta los 13.000 millones la contribución de la UE a ITER (unos 6.600 millones de euros), aun representaría un 0,00022% del presupuesto europeo hasta 2020 (casi un billón de euros). Más aún, este coste empequeñece si se compara con los más de 280.000 millones de euros que gastará la Unión en la política agrícola común entre 2015-2020, o con los dos billones de euros que se calcula que gasta Europa en la factura energética al año.

Las necesidades no son presupuestarias, sino políticas. ITER requiere un impulso al más alto nivel que, al mismo tiempo, ordene y encauce su gestión. Y aquí la UE también puede aprender poderosas lecciones de la llegada a la luna.

Como en el caso de ITER, los responsables de la NASA confiaron en un modelo descentralizado para llevar a cabo el proyecto, en el que la carga recae en investigadores, ingenieros y técnicos externos: un 90% del presupuesto.

La NASA creó una poderosa y omnipotente autoridad que colocó bajo un general del Ejército del Aire (Samuel C. Phillips). Resultó un elemento tan crítico en el éxito de Apolo que la revista Science ya avisó en 1968, antes de aterrizar sobre nuestro satélite, que el resultado “más valioso de todos puede que sea humano y no tecnológico: el mejor conocimiento sobre cómo planificar, coordinar y monitorizar multitud y variedad de actividades de las organizaciones requeridas para logar grandes proyectos sociales”.

James Webb, máximo responsable de la NASA por aquel entonces, ya advirtió en aquel periodo previo a la irrupción de Internet y la revolución digital que “nuestra sociedad ha alcanzado un punto donde su progreso e incluso su supervivencia dependen de la habilidad para organizar lo complicado y para hacer lo extraordinario”.

El comisario europeo de Innovación, el portugués Carlos Moedas, es uno de los convencidos de la necesidad de recorrer este camino (ITER, en latín), dado que se espera que la demanda de energía se dispare durante este siglo. “Para la mitad de este siglo, la energía de fusión podría ser la solución a nuestra búsqueda global de una nueva fuente de energía”, señaló. “Estoy firmemente convencido que, cooperando estrechamente con nuestros socios internacionales, podemos convertir en realidad el sueño de una energía que es limpia, segura, asequible y abierta al planeta”, añadió.

Puede resultar naif esperar altura de miras de unos líderes europeos con pocas ganas para “hacer lo extraordinario”, mientras los ciudadanos atienden descreídos a cómo esta Europa achuchada por todos sus flancos da un paso adelante y dos atrás. Pero, sin soluciones radicales, como la propia UE fue en su origen, no habrá proyecto comunitario que salvar en unos cuantos años.

La revolución de las energías verdes “puede ser nuestra llegada a la luna”, dijo el pasado año el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz. Probar la viabilidad de la fusión nuclear en una década puede ser la oportunidad para tomar los mandos de un futuro plagado de nubarrones.