La sociedad turca se moderniza más rápido que su Gobierno.

 

AFP/Getty Images

 

Las protestas que comenzaron en el parque Gezi de Estambul hace dos semanas se han extendido por toda Turquía. Representan el choque entre una sociedad turca en plena modernización y un sistema político rígido y anticuado. Las manifestaciones han derivado en la trágica pérdida de varias vidas y están poniendo en peligro la estabilidad económica que tanto le había costado adquirir al país, con el consiguiente miedo de los inversores. Pero también tienen un lado positivo. Quizá obliguen al gobierno a pensarse dos veces su rechazo al pluralismo. Y tal vez incluso ayuden a reanimar el moribundo proceso de entrada de Turquía en la UE.

El Gobierno turco ha gastado millones de euros durante los últimos 10 años en campañas de propaganda sobre Europa, para modernizar su imagen y reducir la oposición pública a sus aspiraciones de ser miembro de la Unión. Pero los manifestantes del parque Gezi han tenido más repercusión que todos esos esfuerzos en la imagen internacional de Turquía, y en solo unas semanas. Los informativos europeos y las redes sociales han mostrado a una nueva generación de turcos que, en correcto inglés, explican cuánto valoran la democracia, las libertades individuales y la tolerancia entre personas con distintos estilos de vida. Las coloridas pancartas de la plaza Taksim han sustituido a las manidas fotografías de mezquitas, campesinos de Anatolia o grandes puentes sobre el Bósforo. De pronto, los votantes europeos pueden observar el cambio monumental que ha experimentado la sociedad turca en los dos últimos decenios, cuando hasta ahora Turquía para ellos equivalía a islamismo, terroristas kurdos y emigración de masas. Las imágenes del parque Gezi encuentran especial eco entre los jóvenes europeos, que lo ven como una versión turca de los movimientos como Occupy, los indignados españoles y los Wutbürger alemanes. Son esos jóvenes quienes votarán sobre la integración de Turquía en la UE si alguna vez se completan las negociaciones.

El efecto Twitter es un elemento nuevo en la relación entre Turquía y la UE. El patético fracaso de la prensa turca a la hora de informar de las protestas ha hecho, con razón, que la gente recurra Twitter y Facebook para obtener informaciones. Twitter no podía imaginar una campaña de marketing mejor que las diatribas de Erdogan contra “las mentiras en las redes sociales”. Y Turquía se ha convertido en trending topic en las redes dentro de la UE, con comentarios a la vez favorables a la entrada de Turquía (por su gente) y escépticos (por su Gobierno).

El dilema de la UE es cómo alentar a la sociedad turca sin premiar al Ejecutivo. La condicionalidad de las negociaciones de adhesión es un arma poco adecuada. Alemania o cualquier otro Estado miembro puede tener la tentación de obstruir el inicio del próximo capítulo de las conversaciones (sobre política regional) como forma de expresar su desprecio por la brutal reacción del Gobierno a las manifestaciones. Pero esas sanciones solo servirían para alimentar la paranoia que el partido de Erdogan está tratando de extender, hablando de presuntas conspiraciones internacionales contra Turquía. Y eso reduciría aún más la capacidad de influencia de la UE.

Por el contrario, la Unión debería aproximarse más a Turquía en este momento tan trascendental de su recorrido democrático. La UE hace bien al criticar la violencia policial y la represión de los medios de comunicación en términos inequívocos, y además debe emprender un intenso diálogo con el Gobierno turco sobre cómo incrementar el pluralismo y las libertades individuales. En las negociaciones existen capítulos que podrían guiar a Turquía en esta gran transición -por ejemplo, los capítulos 23 y 24 sobre derechos fundamentales, justicia y asuntos de interior- y que Chipre y otros países de la UE deben desbloquear.

En cierto modo, las protestas del parque Gezi son una victoria del proceso de adhesión. Erdogan llegó al poder asegurando a las clases laicas y más progresistas de Turquía que se tomaba en serio la entrada en la UE y la apertura democrática y económica que entrañaba. Durante sus primeros años en el cargo, en especial, el primer ministro reforzó considerablemente las libertades de reunión, asociación y expresión. Las protestas actuales son consecuencia de esa gran apertura del espacio político turco.

Cuando caminaba por la plaza Taksim antes de que la policía la despejara, vi la enorme variedad de opiniones políticas y causas allí representadas: fotografías del líder kurdo encarcelado Abdulá Öcalan junto a una pancarta de la Liga Anticapitalista Musulmana; ecologistas sentados en sus tiendas junto a comunistas declarados; jóvenes que tocaban música y madres cubiertas con pañuelos que paseaban cochecitos por el parque. La atmósfera era festiva y cordial, una extraordinaria exhibición de tolerancia y mutuo respeto. La mayoría de los manifestantes ha rehuido la violencia incluso ante la brutalidad policial. Las docenas de causas allí visibles representan ideologías y visiones de Turquía distintas y contrapuestas. Lo que les une es un deseo de más pluralismo y espacio para la disidencia. El hecho de que hayan surgido esas organizaciones tan pequeñas y variadas en cuanto el espacio público ha tenido una inyección de oxígeno es prueba del vigor de la sociedad civil turca.

El problema es que el anticuado liderazgo de Erdogan está cada vez más alejado de esta sociedad pluralista y moderna. Las batallas entre la policía y los manifestantes forman parte de una batalla mucho mayor entre la política del déspota ilustrado y la participación social moderna. Muchos turcos, si no la mayoría, siguen siendo partidarios de un gobierno fuerte, y el sistema educativo promueve el culto a Mustafá Kemal Ataturk, el padre de la nación.

Pero la reacción de Erdogan a las protestas ha dejado ver que aplicar este estilo paternalista de gobierno es como si se utilizaran técnicas victorianas de crianza en una familia moderna. Al principio, se negó a entablar diálogo con los hijos rebeldes hasta que dejaran de desobedecerle. Pero los ciudadanos turcos ya no se conforman con que les traten como a niños. No quieren que el primer ministro les diga que deben tomar yogur, tener tres hijos y no beber alcohol después de las 10 de la noche. Los ministros de Erdogan, que achacaron a los bancos, los especuladores, una conspiración mundial -cualquiera menos ellos- la culpa de las protestas, dejaron en evidencia lo tremendamente desconectados que están de partes importantes de su propia sociedad.

El AKP de Erdogan no es el único partido al que se le ha escapado o que ha malinterpretado la apertura social de Turquía. Los otros grandes partidos que llevan décadas dominando la política turca tampoco han tenido una gran actuación. El partido CHP, laico y de centro-izquierda–al que Erdogan ha acusado de haber organizado las protestas- estuvo ausente en Gezi. La ocupación del parque es también una expresión de la frustración provocada por la hegemonía del AKP (o más en concreto de Erdogan) en la política turca, no solo durante los últimos 15 años, sino en un futuro próximo. Es el grito de los numerosos grupos sociales que se sienten privados de sus derechos por la “tiranía de la mayoría” que propugna el AKP.

El problema fundamental es que el AKP teme el pluralismo. Equipara las críticas al Gobierno con la traición al Estado turco, por lo que deben ser castigadas.

Existe una posibilidad de que estas protestas ayuden a Turquía a empezar a aceptar su diversidad. Si las protestas continúan extendiéndose, Erdogan y su partido estarán obligados a aceptar que la expresión de opiniones y creencias que les desagradan forma parte de cualquier democracia moderna. Los europeos deben facilitar este proceso, no rechazar a Turquía en este momento crucial.

 

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