La globalización ha estrechado los lazos entre las personas, los países y los mercados, convirtiendo las fronteras nacionales en reliquias, o eso dicen. En realidad, sólo una parte del planeta está conectada. Más del 90% de las llamadas telefónicas, del tráfico en la Red y de las inversiones son locales. Y lo que es más sorprendente: el porcentaje puede aumentar.

Las ideas se extenderán más deprisa, traspasando las fronteras. Los países

pobres tendrán acceso inmediato a la información que hace tiempo estaba restringida

al mundo industrializado y que se difundía al resto del planeta, si acaso, de

manera lenta. Enormes capas del electorado de cada país se enterarán de cosas

antes reservadas a unos cuantos burócratas. Las empresas pequeñas ofrecerán

servicios que hasta ahora sólo podían prestar los gigantes. En todos estos sentidos,

la revolución de las comunicaciones es profundamente democrática y liberadora

y establece un equilibrio entre grande y pequeño, rico y pobre. Parece cernirse

sobre nosotros el futuro que predecía en La muerte de la distancia la

economista y periodista británica Frances Cairncross, decana del Exeter College

de Oxford. Da la sensación de que el mundo ya no lo forman un puñado de países

aislados, separados por elevadas barreras arancelarias, precarias redes de comunicación

y sospechas mutuas. De creer a los más destacados defensores de la globalización,

el mundo está cada vez más conectado e informado y es más plano.

 

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La idea resulta atractiva. Y si nos guiamos por

lo que se publica, la globalización es más que una

poderosa transformación económica y política;

constituye una floreciente industria. Según el catálogo

de la Biblioteca del Congreso de EE UU, en los

90 se publicaron en todo el planeta unos 500 libros

sobre el asunto. Entre 2000 y 2004, vieron la luz

más de 4.000. De hecho, en el periodo comprendido

entre mediados de los 90 y 2003, los títulos

se duplicaban cada 18 meses.

 

En medio de este maremágnum, varias obras han logrado atraer una gran atención.

Hace poco, en una entrevista en televisión, empezaron preguntándome por qué

seguía pensando que el mundo era redondo. El periodista se refería a la tesis

de La Tierra es plana, el libro de mayor éxito del columnista de The

New York Times Thomas Friedman. El autor sostiene que 10 fuerzas –la mayoría

de las cuales facilitan la conexión y la colaboración a distancia– están “aplanando”

la Tierra y equilibrando de un modo insólito las reglas de juego de la competitividad

global.

Todo esto suena bastante convincente. Pero la tesis del neoliberal Friedman

es sólo la última de varias visiones exageradas, como la del fin de la Historia,

del neocon arrepentido Francis Fukuyama, y la del gurú del marketing

estadounidense Theodore Levitt, que sostenía que la globalización conduciría

a la convergencia de gustos. Algunos de estos dramáticos autores consideran

la globalización como algo positivo, una huida de las desavenencias tribales

que han dividido a los humanos, o una oportunidad para vender lo ...