La desigualdad aumenta y se hace fuerte en países insospechados.

Personas pasan al lado de mendigos en Berlín, Alemania. AFP/Getty Images

La desigualdad raramente es noticia, pero cada cierto tiempo un estudio aislado recuerda su existencia. El ejemplo más reciente de esas tímidas apariciones lo constituye un informe de Naciones Unidas en el que se advierte de que la brecha se abre precisamente en la parte más desigual del mundo, América Latina. No obstante, la preeminencia de esta región como bastión de la desigualdad podría verse cada vez más competida, ya que varios de los países que individualmente presentan los índices más acusados no se encuentran en ella.

A tenor de los datos que arroja el coeficiente de Gini, que se utiliza para medir esta magnitud, algunos de los Estados menos igualitarios del planeta se concentran en África. Si bien este continente, en su conjunto, amortigua los datos y se aparta de los niveles más altos de desigualdad, algunos de sus países la padecen de forma vertiginosa y sistémica. Son los hiperasimétricos, pero algunos de ellos se consideran también los Estados más pujantes del continente, a veces los mejor administrados, los espejos en los que se miran sus vecinos. Si se adoptara su modelo, África podría llegar a convertirse no solo en el continente más mísero, sino también en aquel en el que los ricos y los pobres se hallan separados por un abismo más profundo.

Existen diversos organismos que miden la desigualdad, por lo que los rankings oscilan levemente. Sin embargo, parece haber un cierto consenso sobre qué países ostentan ese triste galardón. La palma se la lleva Namibia, que, con un índice Gini del 0,74 (el 1 expresa la máxima desigualdad y el 0 la máxima igualdad), es el menos igualitario del mundo gracias al cóctel hereditario del apartheid y el colonialismo y a la postergación de un plan eficaz de redistribución de recursos. La desigualdad también es especialmente notoria en algunos milagros africanos, como Bostwana, a pesar de haber logrado más de cuarenta años consecutivos de crecimiento económico gracias a una gestión inusualmente hábil de sus reservas diamantíferas. Hoy, con un índice Gini del 0,61, muchos empiezan a dudar de la estabilidad de este país de ingresos medios retratado hasta ahora como un islote de estabilidad.

Por su parte, Haití continúa obstinadamente anclado en una desigualdad que ha existido desde siempre, y que el devastador terremoto de 2010 ha acentuado; con un índice del 0,59, la isla caribeña se afianza entre los hiperasimétricos indiscutibles. En ese club también puede encontrarse a Angola, cuya riqueza petrolera es uno de los factores que llevan su índice hasta el 0,58. Sus habitantes son víctimas de la falta de diversificación económica y de las grandes inversiones que priorizan las necesidades de la elite sobre las de la mayoría, por ejemplo, a través de un controvertido plan multimillonario para llevar al país una red de Internet de cuarta generación.

Al margen de ese palmarés, el aumento de la desigualdad en China e India es el que resultará más desequilibrante en términos globales. La propensión de las autoridades de Pekín a prevenir cualquier conato de desorden social va a verse cada vez más tensada; el gigante asiático asienta su éxito económico sobre las fallas de un coeficiente Gini ligeramente superior al 0,40, el umbral a partir del cual se considera que un Estado sufre problemas graves de desigualdad. Las cifras se están recrudeciendo a causa del éxodo masivo del campo a la ciudad, ya que los trabajadores que emigran y multiplican sus ingresos continúan registrados en sus lugares de origen, lo que acentúa la desigualdad y conduce a un encarecimiento general que hunde a quienes realmente residen en las zonas rurales. India, cuya naturaleza desigual es mucho más conocida que la china, a pesar de que su índice Gini es menor (0,36), también se enfrenta a una brecha creciente entre los más ricos y los más pobres, tanto en el ámbito rural como en el urbano.

El problema de la desigualdad tampoco es monopolio de los países pobres o de ingresos medios. Estados Unidos, con un coeficiente de 0,45, es más desigual que China. El abismo sigue acrecentándose hasta llegar a un punto en el que, según el economista Joseph Stiglitz, el país ha visto cómo su condición fundacional de tierra de las oportunidades se fragmenta en capas insalvables. El auge político del darwinismo social y la aparente pasividad de los estadounidenses ante este problema explica una parte de su persistencia, pero existen varios factores que, sigilosamente, lo están propiciando. Entre los más importantes se encuentran los contrastes del sistema educativo, según se desprende de un informe publicado este año por la OCDE, en el que recomienda mejorar la educación de los alumnos económicamente desaventajados como fórmula esencial para romper el ciclo recurrente de la desigualdad. La organización recomienda además incrementar los impuestos a los ciudadanos más ricos a modo de método corrector de este mal, aunque esa iniciativa es anatema para los mismos políticos que merodean la Casa Blanca pregonando el mencionado darwinismo.

La condición de EEE UU como país desarrollado más desigual del mundo es conocida, y la profundidad de la brecha es incomparable con la de cualquier otro Estado con una renta per cápita equivalente. Pero la sombra de una mayor desigualdad comienza a aproximarse ya a ese santuario equitativo del que se presume, con cada vez menos convicción, en el Viejo Continente. El aumento de la desigualdad en Europa, agravado por el deterioro de la situación económica, no es una dolencia exclusiva de los países meridionales que se atragantan entre recortes. Por el contrario, otro informe de la OCDE señala que Alemania es el miembro de la organización en el que más ha crecido la desigualdad. Con un coeficiente en torno al 0,27, sigue siendo marcadamente igualitario, pero el aumento de las disparidades ilustra el tipo de sociedad a la que se aproxima Europa, sobre todo porque buena parte de las medidas que darán forma al futuro del continente son propias del modelo alemán. Valga como ejemplo que la desigualdad germana se explica, en parte, por el gran aumento de empleados con ingresos ínfimos, debido a la generalización de los minijobs (minitrabajos). Este tipo de trabajos, incubados en el laboratorio alemán, son ya seriamente contemplados por países como el Reino Unido o España para flexibilizar su mercado laboral y luchar contra el desempleo.

La exportación en masa de un modelo de infratrabajos amenaza con crear una Europa más desigual a medio y largo plazo. A ello se suma la preponderancia de otros dogmas, como la austeridad sin contrapesos incentivadores del crecimiento, que podrían ir aproximando al continente a esa asimetría tan lejana que se ha complacido en subrayar en otros.