El mal tiene fama de ser resistente. Y con razón. Para expulsarlo de
la Tierra Media fueron necesarias tres larguísimas películas
de El señor de los anillos. Sin embargo, la misma reputación
merece el concepto de mal; en concreto, una concepción del mal que se
veía precisamente en esas películas: la idea de que todas las
malas acciones del mundo están impulsadas por una única fuerza
oscura y cósmica. Por más teólogos que rechacen la idea,
por más incompatible que resulte con la ciencia moderna, es una concepción
que vuelve una y otra vez.

Parecía que san Agustín la eliminó del mundo hace un
milenio y medio. Esgrimió unos argumentos tan poderosos contra esta
noción de mal, y contra toda la teología maniquea en la que se
insertaba, que desapareció del lenguaje eclesiástico serio. A
partir de ese momento, el mal dejó de ser una cosa; no era más
que la ausencia del bien, como la oscuridad es la ausencia de luz. Pero luego
llegaron los protestantes, y algunos recuperaron la visión maniquea
de un combate cósmico entre las fuerzas del bien y del mal.

El filósofo Peter Singer, en su reciente libro The
President of Good and Evil: The Ethics of George W. Bush [El presidente del
bien y el mal: la ética
de G. Bush]
, sugiere que el presidente es heredero de esa corriente. Bush es
un ejemplo de lo difícil que es eliminar las nociones de mal de forma
definitiva. En vísperas de su presidencia, en una era posmoderna y de
posguerra fría, "malhechores" era un término irónico,
con tintes del mundo kitsch de los superhéroes. Sin embargo, después
del 11-S, Bush empezó a usar la palabra con total seriedad, se comprometió a "librar
del mal al mundo" y declaró que Irán, Irak y Corea del
Norte constituían un eje del mal.

"En el maniqueísmo, el
mal no es sólo la maldad absoluta; es una gran explicación única
de dicha maldad, lo que vincula diversas maldades a un solo origen"

¿Y qué tiene de malo? ¿Por qué me siento incómodo
cuando habla del mal? Porque su idea del mal es peligrosa y, en el contexto
geopolítico
actual, tentadora. Algunos conservadores desprecian los reparos de los progresistas
ante la idea del mal de Bush y dicen que son una reacción automática,
producto del relativismo moral. Pero rechazar su concepción del mal
no significa negar la idea de absolutos morales, de lo justo y lo injusto,
del bien y el mal.

En el maniqueísmo, el mal no es solamente la maldad absoluta. Es una
gran explicación única de dicha maldad, lo que vincula diversas
maldades a un solo origen. En El señor de los anillos, los diversos
ejércitos enemigos, todos horribles –orcos, espectros del anillo
y otros–, son malos, en sentido maniqueo, porque obedecen todos a un
mismo jefe; están todos bajo el mando del temible Saurón. Para
las fuerzas del bien –hobbits, elfos, Bush–, esta unidad del mal
simplifica enormemente el problema. Si todos los enemigos son marionetas de
Satán, no merece la pena hacer sutiles distinciones entre ellos. No
hace falta decidir cuáles son irredimibles y a cuáles se puede
comprar. Son todos malos de corazón, así que hay que combatirlos
en cada oportunidad, soportar las cargas que sean necesarias y seguir.

Pero ¿y si el mundo no es tan sencillo? ¿Y si algunos terroristas
aspiran a la destrucción de EE UU, mientras que otros sólo desean
un enclave nacionalista en Chechenia o Mindanao? ¿Y si tratar a todos
los terroristas igual –considerar que todos sus objetivos son igualmente
ilegítimos– les hace parecerse más, ser todos más
antiamericanos y más fanáticos? (Hay que tener en cuenta que
la fórmula del "imperio del mal" del presidente Reagan no
corría ese peligro, porque la amenaza soviética ya era monolítica).

¿O qué ocurre si resulta que Irán, Irak y Corea del Norte
son, en realidad, tres problemas diferentes? ¿Y si sus gobernantes,
por muchas maldades que hayan cometido, siguen siendo seres humanos, capaces
de reaccionar de forma racional a unos incentivos claros? Si estamos abiertos
a dicha posibilidad, podríamos aplaudir que un dictador, ante la amenaza
de invasión, permita a la ONU investigar en su país. Ahora bien,
si uno cree que ese dictador no es sólo malo, sino que es el mal, seguramente
llegará a la conclusión de que es preciso invadir su país
pase lo que pase. Con el diablo no se negocia.

Y, por supuesto, si creemos que todos los terroristas son realmente malvados,
tenderemos menos a preocuparnos por las libertades civiles de los presuntos
terroristas o por dar un tratamiento decente a los terroristas convictos en
la cárcel. Al fin y al cabo, el mal exige una política de tierra
quemada. Pero ¿y si esa política, al hacer que muchos musulmanes
se sientan perseguidos, sirve para incrementar las filas de los terroristas?

Ilustración sobre la guerra contra el mal

Abandonar una metafísica tan contraproducente no significa caer en
el relativismo, ni siquiera tiene por qué equivaler a abandonar el concepto
de mal. Se pueden atribuir las malas acciones a una sola fuente –y, por
tanto, creer en una especie de mal absoluto– sin adoptar el maniqueísmo
en el que parece inspirarse Bush. Se puede creer que, en algún lugar
de la naturaleza humana, existe una mala semilla que constituye la base de
muchas de las cosas terribles que hace la gente. Un cristiano puede pensar
que dicha semilla es el pecado original. O puede concebirse en términos
laicos; por ejemplo, como un egoísmo fundamental, capaz de distorsionar
nuestra perspectiva moral e inclinarnos a tolerar, e incluso agradecer, el
sufrimiento de quienes amenazan nuestros intereses.

Esta idea de mal como algo presente en todos nosotros engendra una perspectiva
muy distinta a la que parece guiar a Bush. Puede llevar a preguntarse: si todos
nacimos con esa semilla de maldad, ¿por qué da más fruto
en unos que en otros? Y esa pregunta puede hacer que analicemos a los malhechores
en sus entornos de origen y podamos distinguir entre las causas del terrorismo
en un lugar y otro.

También podría ser que nos lleve a un estimulante examen de
conciencia. Que nos haga estar atentos para ver si nuestra base moral puede
estar distorsionada por nuestras prioridades personales, políticas o
ideológicas. Por ejemplo, a alguien que inició una guerra en
la que murieron más de 10.000 personas, quizá le asalten dudas
sobre su sensatez o sus motivos, en vez de permanecer sumido en la convicción
de que, como servidor escogido de Dios, está libre de culpa.

En resumen, con esta concepción del mal, el mundo no parece un fragmento
de El señor de los anillos, en el que todos los malos responden ante
la misma autoridad y, para más señas, son espantosamente feos.
Es un mundo más ambiguo, en el que el mal acecha dentro de cada persona
y la política inteligente tiene la sutileza correspondiente. Es más,
en las propias películas de El señor de los anillos se ven huellas
de esta concepción. De ahí el insidioso anillo, que puede llenar
a todos los que lo contemplan con el deseo desesperado de poseerlo, un deseo
que, incontrolado, conduce a la corrupción total. El mensaje parece
ser que, gracias a la fragilidad humana, cualquiera puede albergar el mal:
hobbits, elfos e incluso, de vez en cuando, un estadounidense.

La guerra contra el mal. Robert Wright

El mal tiene fama de ser resistente. Y con razón. Para expulsarlo de
la Tierra Media fueron necesarias tres larguísimas películas
de El señor de los anillos. Sin embargo, la misma reputación
merece el concepto de mal; en concreto, una concepción del mal que se
veía precisamente en esas películas: la idea de que todas las
malas acciones del mundo están impulsadas por una única fuerza
oscura y cósmica. Por más teólogos que rechacen la idea,
por más incompatible que resulte con la ciencia moderna, es una concepción
que vuelve una y otra vez.

Parecía que san Agustín la eliminó del mundo hace un
milenio y medio. Esgrimió unos argumentos tan poderosos contra esta
noción de mal, y contra toda la teología maniquea en la que se
insertaba, que desapareció del lenguaje eclesiástico serio. A
partir de ese momento, el mal dejó de ser una cosa; no era más
que la ausencia del bien, como la oscuridad es la ausencia de luz. Pero luego
llegaron los protestantes, y algunos recuperaron la visión maniquea
de un combate cósmico entre las fuerzas del bien y del mal.

El filósofo Peter Singer, en su reciente libro The
President of Good and Evil: The Ethics of George W. Bush [El presidente del
bien y el mal: la ética
de G. Bush]
, sugiere que el presidente es heredero de esa corriente. Bush es
un ejemplo de lo difícil que es eliminar las nociones de mal de forma
definitiva. En vísperas de su presidencia, en una era posmoderna y de
posguerra fría, "malhechores" era un término irónico,
con tintes del mundo kitsch de los superhéroes. Sin embargo, después
del 11-S, Bush empezó a usar la palabra con total seriedad, se comprometió a "librar
del mal al mundo" y declaró que Irán, Irak y Corea del
Norte constituían un eje del mal.

"En el maniqueísmo, el
mal no es sólo la maldad absoluta; es una gran explicación única
de dicha maldad, lo que vincula diversas maldades a un solo origen"

¿Y qué tiene de malo? ¿Por qué me siento incómodo
cuando habla del mal? Porque su idea del mal es peligrosa y, en el contexto
geopolítico
actual, tentadora. Algunos conservadores desprecian los reparos de los progresistas
ante la idea del mal de Bush y dicen que son una reacción automática,
producto del relativismo moral. Pero rechazar su concepción del mal
no significa negar la idea de absolutos morales, de lo justo y lo injusto,
del bien y el mal.

En el maniqueísmo, el mal no es solamente la maldad absoluta. Es una
gran explicación única de dicha maldad, lo que vincula diversas
maldades a un solo origen. En El señor de los anillos, los diversos
ejércitos enemigos, todos horribles –orcos, espectros del anillo
y otros–, son malos, en sentido maniqueo, porque obedecen todos a un
mismo jefe; están todos bajo el mando del temible Saurón. Para
las fuerzas del bien –hobbits, elfos, Bush–, esta unidad del mal
simplifica enormemente el problema. Si todos los enemigos son marionetas de
Satán, no merece la pena hacer sutiles distinciones entre ellos. No
hace falta decidir cuáles son irredimibles y a cuáles se puede
comprar. Son todos malos de corazón, así que hay que combatirlos
en cada oportunidad, soportar las cargas que sean necesarias y seguir.

Pero ¿y si el mundo no es tan sencillo? ¿Y si algunos terroristas
aspiran a la destrucción de EE UU, mientras que otros sólo desean
un enclave nacionalista en Chechenia o Mindanao? ¿Y si tratar a todos
los terroristas igual –considerar que todos sus objetivos son igualmente
ilegítimos– les hace parecerse más, ser todos más
antiamericanos y más fanáticos? (Hay que tener en cuenta que
la fórmula del "imperio del mal" del presidente Reagan no
corría ese peligro, porque la amenaza soviética ya era monolítica).

¿O qué ocurre si resulta que Irán, Irak y Corea del Norte
son, en realidad, tres problemas diferentes? ¿Y si sus gobernantes,
por muchas maldades que hayan cometido, siguen siendo seres humanos, capaces
de reaccionar de forma racional a unos incentivos claros? Si estamos abiertos
a dicha posibilidad, podríamos aplaudir que un dictador, ante la amenaza
de invasión, permita a la ONU investigar en su país. Ahora bien,
si uno cree que ese dictador no es sólo malo, sino que es el mal, seguramente
llegará a la conclusión de que es preciso invadir su país
pase lo que pase. Con el diablo no se negocia.

Y, por supuesto, si creemos que todos los terroristas son realmente malvados,
tenderemos menos a preocuparnos por las libertades civiles de los presuntos
terroristas o por dar un tratamiento decente a los terroristas convictos en
la cárcel. Al fin y al cabo, el mal exige una política de tierra
quemada. Pero ¿y si esa política, al hacer que muchos musulmanes
se sientan perseguidos, sirve para incrementar las filas de los terroristas?

Ilustración sobre la guerra contra el mal

Abandonar una metafísica tan contraproducente no significa caer en
el relativismo, ni siquiera tiene por qué equivaler a abandonar el concepto
de mal. Se pueden atribuir las malas acciones a una sola fuente –y, por
tanto, creer en una especie de mal absoluto– sin adoptar el maniqueísmo
en el que parece inspirarse Bush. Se puede creer que, en algún lugar
de la naturaleza humana, existe una mala semilla que constituye la base de
muchas de las cosas terribles que hace la gente. Un cristiano puede pensar
que dicha semilla es el pecado original. O puede concebirse en términos
laicos; por ejemplo, como un egoísmo fundamental, capaz de distorsionar
nuestra perspectiva moral e inclinarnos a tolerar, e incluso agradecer, el
sufrimiento de quienes amenazan nuestros intereses.

Esta idea de mal como algo presente en todos nosotros engendra una perspectiva
muy distinta a la que parece guiar a Bush. Puede llevar a preguntarse: si todos
nacimos con esa semilla de maldad, ¿por qué da más fruto
en unos que en otros? Y esa pregunta puede hacer que analicemos a los malhechores
en sus entornos de origen y podamos distinguir entre las causas del terrorismo
en un lugar y otro.

También podría ser que nos lleve a un estimulante examen de
conciencia. Que nos haga estar atentos para ver si nuestra base moral puede
estar distorsionada por nuestras prioridades personales, políticas o
ideológicas. Por ejemplo, a alguien que inició una guerra en
la que murieron más de 10.000 personas, quizá le asalten dudas
sobre su sensatez o sus motivos, en vez de permanecer sumido en la convicción
de que, como servidor escogido de Dios, está libre de culpa.

En resumen, con esta concepción del mal, el mundo no parece un fragmento
de El señor de los anillos, en el que todos los malos responden ante
la misma autoridad y, para más señas, son espantosamente feos.
Es un mundo más ambiguo, en el que el mal acecha dentro de cada persona
y la política inteligente tiene la sutileza correspondiente. Es más,
en las propias películas de El señor de los anillos se ven huellas
de esta concepción. De ahí el insidioso anillo, que puede llenar
a todos los que lo contemplan con el deseo desesperado de poseerlo, un deseo
que, incontrolado, conduce a la corrupción total. El mensaje parece
ser que, gracias a la fragilidad humana, cualquiera puede albergar el mal:
hobbits, elfos e incluso, de vez en cuando, un estadounidense.

Robert Wright, autor de Non Zero:
The Logic of Human Destiny (Pantheon Books, Nueva York, 2000) y The Moral
Animal: The New Science of Evolutionary Psychology (Pantheon Books, N. York,
1994), es profesor visitante en el Centro de Valores Humanos de la Universidad
de Princeton y profesor de la cátedra Seymour Milstein en la Fundación
Nueva América.