Es fácil culpar de la violencia en Irak y de las dificultades de la guerra contra el terrorismo a un círculo de neocons, un presidente torpe y un Ejército que no da más de sí. Los ciudadanos de EE UU también son responsables. Exigen más a su Gobierno, pero se sacrifican menos que nunca. Es una manera poco realista, incluso letal, de librar un conflicto global.

A muchos estadounidenses les gusta contarse un cuento muy simple sobre la reciente política exterior de EE UU. Según esa historia, una poderosa camarilla de asesores políticos y sus compañeros de viaje de los think tanks de Washington, que estaban decididos a cambiar el papel internacional de la superpotencia antes del 11-S, llevaron al país por el camino equivocado. Se les conocía como neoconservadores: gente que creía que el mundo era peligroso, que Estados Unidos debería usar su fuerza con firmeza para proteger sus intereses y que la política estadounidense había consistido, durante demasiado tiempo, en un exceso de diplomacia, remilgos y medidas vacilantes. Tras los atentados, este grupo endosó la mal planeada guerra global contra el terrorismo y su sangriento elemento central: el conflicto de Irak.

GUERRACOMPRAS

Este relato resulta perturbador. Significa que un pequeño grupo de cargos de la Administración, con ideas ajenas a la política normal, consiguió secuestrar la diplomacia del Gobierno y eludió los controles de la Constitución. Pero también es una interpretación de los hechos perversamente tranquilizadora: ofrece la posibilidad de rectificar el rumbo. Si el fallo sólo es culpa de unos pocos personajes, entonces se les puede sustituir y recomponer las políticas. Pero, por desgracia, este relato tan cómodo es ficticio, y está transmitiendo una visión equivocada de la historia muy peligrosa. La gran masa del público estadounidense está implicada en el diseño y ejecución de la guerra contra el terrorismo mucho más de lo que resulta cómodo admitir. En seis años, con una invasión de Afganistán, una ola de atentados con ántrax y una ocupación de Irak, los ciudadanos no se han apartado de una filosofía que demanda mucho del Ejecutivo, pero pide poco a los votantes. Y no hay razones para pensar que ese reparto de responsabilidades
vaya a cambiar tras el próximo ataque.

Desde, al menos, la elección de Ronald Reagan en 1980, el paisaje político estadounidense ha estado dominado por el neoliberalismo. Miembros destacados del Partido Demócrata también han abrazado este credo. A fin de cuentas, fue el ex presidente Bill Clinton quien prometió en 1996 que “la era de los gobiernos grandes se había acabado”, que la Administración federal iba a adelgazar y que el Ejecutivo iba a implantar un programa de equilibrio fiscal, contención normativa y liberalización del comercio.

Esta filosofía se sustenta en el escepticismo acerca del papel del Gobierno central y la efectividad de los grandes proyectos públicos. Los dirigentes aprendieron a mantenerse alejados de medidas que amenazasen el statu quo y plantearan grandes exigencias al sistema político. La Administración Clinton se caracterizó durante sus últimos años por su entusiasmo por las micropolíticas, iniciativas que podían ligarse con temas importantes, pero que no implicaban grandes costes. Este rechazo a realizar sacrificios a escala nacional contribuyó al actual despropósito de Irak. La guerra contra el terrorismo no es sólo un proyecto neoconservador, sino también neoliberal.

Puede parecer descabellado sugerir que el Gobierno siguió una estrategia al estilo Clinton de adaptación a la realidad neoliberal. Después de todo, asesores de Bush airearon su intención de eliminar las limitaciones al poder ejecutivo. Además, las políticas del presidente de EE UU han tenido consecuencias catastróficas: sólo en Irak ha habido decenas de miles de muertos y más de un millón de desplazados. ¿Cómo es posible llamar a esto pequeñas políticas?

La clave de los planes de invasión era que sus promotores la creían factible con un gasto mínimo de recursos. Iba a ser un paseo, predijo el influyente asesor del Pentágono Kenneth Adelman en 2002. El coste de la reconstrucción sería despreciable. El entonces secretario de Defensa, Paul Wolfowitz, incluso sugirió que podría financiarse con los ingresos del petróleo iraquí. Hubo críticos, dentro y fuera del Gobierno, que advirtieron que estas previsiones eran demasiado optimistas. Pero el Ejecutivo no estaba solo. Muchos estadounidenses creían que el Ejército de EE UU era capaz de desplegar su poder con una eficacia devastadora. Así que no era muy difícil suponer que la ocupación de un país de 27 millones de habitantes, situado a 10.000 kilómetros, se podría ejecutar sin perturbar la vida diaria de los estadounidenses.

Incluso un proyecto de mayores proporciones como la guerra contra el terrorismo sigue siendo un asunto relativamente pequeño, que no plantea grandes exigencias. Es cierto que los gastos de defensa de EE UU se han incrementado de modo sustancial durante la era Bush (alrededor de un 40% entre 2001 y 2006, ajustando la inflación), pero esta subida partió de niveles muy bajos. En los cinco años posteriores al 11-S, el gasto medio en defensa respecto al PIB (3,8%) fue poco más de la mitad del que hubo durante los 50 años anteriores (6,8%). La proporción de la población adulta en servicio militar activo (cerca del 0,6%) se mantuvo en niveles mínimos que no se veían desde antes del ataque a Pearl Harbour.

La decisión de ejecutar las políticas sin perturbar la vida diaria se mantuvo incluso cuando la guerra contra el terror se desmoronaba. El aumento de tropas en Irak a partir de enero de 2007 se anunció como un incremento sustancial del compromiso, pero en términos históricos ha sido despreciable. EE UU tenía más efectivos sobre el terreno en Japón 10 años después de su rendición en 1945, o en Alemania al final de la guerra fría. Y desplegó el doble de tropas en Corea del Sur y el triple en Vietnam. Puede que en 2003 fuese razonable describir la situación en Irak como la guerra de George W. Bush. Pero desde 2007 se ha convertido en un problema de ambos partidos, un conflicto cuyo curso está determinado por las acciones de un presidente republicano y una mayoría demócrata en el Congreso. Es mucho lo que está en juego. Un fracaso continuado en el país árabe va a tener costes humanos y diplomáticos tremendos. Pero el abanico de opciones sigue limitándose de forma arbitraria a un aumento simbólico de soldados o varias formas de retirada escalonada. Ningún político se atreve a plantear un auténtico aumento de tropas que eleve la implicación de EE UU hasta el nivel que diversos mandos militares consideraban esencial antes de la invasión. Así como nadie ha propuesto en serio volver al reclutamiento obligatorio, aunque haya presiones en el Ejército.

Siga al dinero 

No sólo en Irak la preferencia por las políticas pequeñas ha condicionado la guerra contra el terrorismo. En 2005, el vicepresidente Dick Cheney afirmó que la Administración había sido “muy agresiva (…) usando los medios de que disponemos” para defender a EE UU del terrorismo. Pero no fue agresiva a la hora de imponer normas al sector privado, dueño de muchos de los objetivos más vulnerables del país. Por ejemplo, en 2002 se negó a confirmar que la Ley sobre Contaminación Atmosférica le confería autoridad para exigir seguridad en las instalaciones químicas.

El objetivo era que la economía siguiese marchando bien. “Una de las grandes finalidades de esta guerra”, dijo Bush tras el 11-S, “es restaurar la confianza en el sector aéreo”. El presidente protagonizó una campaña de la Asociación Americana de Empresas de Viajes, diseñada, según un directivo de una de ellas, para que “viajar se asocie con un deber patriótico”, que muchos ciudadanos interpretaron como una exhortación a gastar más dinero para impulsar la economía. “Lo importante, con guerra o sin ella, es que la economía crezca”, dijo en 2003 el portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer.

La guerra ha sido considerada históricamente como un gran proyecto, que requiere cambios sociales y que otras prioridades pasen a segundo plano. Los presidentes tenían la responsabilidad de recordárselo a los ciudadanos, a quienes pedían “los sacrificios que la emergencia exige”, como hizo Franklin D. Roosevelt. Bush finge continuar esta tradición cuando dice a los estadounidenses que “un periodo de guerra es un periodo de sacrificio”, pero este intento de asociar la guerra contra el terrorismo con campañas anteriores no funciona. Pedir sacrificios reales y subir los impuestos no es una buena estrategia para ganar votos. Así que cuando, en 2001, preguntaron a Bush qué deberían hacer los estadounidenses para ayudar, respondió: “Bueno, creo que los americanos corrientes no deben tener miedo a viajar… Deberían llevar a sus hijos de vacaciones. Deberían ir a los partidos… Deberían seguir dedicándose a sus cosas”.

Otro desafortunado intento de analogía fue el que realizó la nueva Agencia de Seguridad en el Transporte, que lanzó un programa para lograr mejoras “revolucionarias” en las técnicas para examinar a los pasajeros y los equipajes aéreos. Parte de este programa fue denominado Proyecto Manhattan II, un homenaje al que logró la bomba atómica. El primero fue una empresa enorme y costosa. Consumió el 1% del PIB, empleó a 130.000 personas, reclutó a científicos e ingenieros, y continuó hasta que se consiguió detonar con éxito una bomba nuclear. Sin embargo, Manhattan II sólo requirió seis millones de dólares (unos cuatro millones de euros) en sus primeros dos años, menos de una diezmilésima parte del 1% del PIB de EE UU. Al final el programa cayó víctima de la “competencia entre prioridades en un entorno de escasez presupuestaria”.

Los conservadores a menudo replicaron que la guerra contra el terrorismo había provocado una pérdida total del rigor presupuestario, lo que es una burda exageración. Por mucho que los políticos asegurasen comprometerse en una guerra total contra el terrorismo, el gasto federal creció desde el 18,5% del PIB en 2001 al 20,3% en 2006, lo cual no es nada extraordinario: la media de los 40 años previos a 2006 era el 20,6%. El dinero destinado a programas no sociales, incluyendo los del Departamento de Seguridad, se mantiene dentro de los parámetros históricos. De hecho, el mayor aumento en el coste federal anual entre 2000 y 2006 no se produjo en el gasto discrecional no destinado a defensa (un incremento de 177.000 millones de dólares), o ni siquiera en defensa (225.000 millones), sino en Seguridad Social, Medicare, Medicaid y otras formas de gasto obligatorio (461.000 millones).

A grandes rasgos, puede decirse que los presupuestos posteriores al 11-S han sido modelados por tres fuerzas bien conocidas: la disciplina fiscal, la persistente dificultad para reformar las ayudas sociales y la resistencia a los impuestos. Las bajadas de las cargas impositivas mantuvieron la popularidad de Bush tras los atentados. Un mes después de éstos, tres cuartas partes de los entrevistados por una encuesta Gallup afirmaron que querían que la primera ronda de recortes de impuestos entrase en vigor de manera inmediata. Más del 60% estaba a favor de bajadas adicionales.

Las reformas de Bush redujeron la carga impositiva hasta la media histórica. El resultado ha sido otra incoherencia manifiesta entre la retórica de la guerra contra el terrorismo y la realidad. El presidente afirmó que EE UU había emprendido una “misión histórica” tras el 11-S. Extraña crisis de seguridad, en la que el Gobierno baja los impuestos. Incluso defendió la medida alegando que estos recortes eran un elemento vital para defender a la nación, pues la economía era un objetivo de Al Qaeda y había que salvaguardarla. La reducción de la presión fiscal, dijo Bush, “garantizaría que el consumidor tuviera dinero para gastar a corto plazo”. En algunos aspectos esta política de fomento del consumo ha tenido efectos perversos. Por ejemplo, las importaciones marítimas en contenedores subieron un 64% tras el 11-S, a pesar de que los políticos se llevaban las manos a la cabeza en referencia a las deficiencias de seguridad de los puertos.

 Libertad para algunos

Así que, dado que los impuestos bajaron, se evitó realizar una campaña de reclutamiento militar y se suavizó la legislación, ¿hubo algo que supusiera mayores cargas para el grueso de la población tras el 11-S?

Está claro que los defensores de las libertades civiles piensan que los ciudadanos han pagado un precio elevado, en términos de recorte de sus derechos. También en este punto los críticos buscan analogías entre la guerra contra el terrorismo y anteriores conflictos. Acusan a Bush de pisotear las libertades en nombre de la seguridad nacional, igual que ya ocurrió durante las dos Guerras Mundiales, la guerra fría, y las revueltas internas de finales de los 60 y principios de los 70.

Sin embargo, las violaciones de los derechos de los ciudadanos tras el 11-S eran diferentes en naturaleza y gravedad a las sufridas en otras crisis. No se encarceló a la gente por traición, como ocurrió en la Primera Guerra Mundial. No hubo detenciones indefinidas, como durante la Segunda. Tampoco deportaciones ni denegaciones de pasaportes ni listas negra, como durante la caza de brujas contra el comunismo.

¿Hubo violaciones de los derechos de los ciudadanos que deban preocuparnos? Por supuesto. Pero  tuvieron un carácter más propio de este milenio. Los nuevos programas de vigilancia se implantaron en secreto y se diseñaron de modo que
no fuesen fáciles de detectar. El Gobierno estaba adaptándose a la realidad política, buscando técnicas para mantener la seguridad interior que no implicasen perturbaciones en la vida cotidiana. En cambio, los extranjeros lo pasaron bastante peor. La segunda peculiaridad de la guerra contra el terrorismo, en lo relativo a los derechos humanos, es que los efectos más desagradables se han enviado al exterior. Los daños más graves y evidentes, como secuestros, cárceles secretas, interrogatorios degradantes o denegación del habeas corpus, se han perpetrado de forma deliberada contra extranjeros.

GUERRATUMBAS

Es más, el espíritu de sacrificio ni siquiera ha permeado al propio Gobierno de Bush. El candidato elegido por el presidente para dirigir la Agencia Federal de Gestión de Emergencias dimitió 15 meses después del 11-S, y se fue a una empresa consultora que pretendía “aprovechar las oportunidades de negocio de Oriente Medio tras la conclusión de la guerra de Irak”. En 2006, dos tercios de los directivos del Departamento de Seguridad se habían marchado, a menudo para ocupar puestos mejor pagados utilizando sus influencias en favor de contratistas de esa institución. En 2007, un informe para el Consejo Asesor en Seguridad Nacional mostraba su preocupación por el posible “hundimiento de la seguridad nacional” por los continuos cambios en la cúpula directiva.

En esta guerra contra el terrorismo, algunos han pagado un precio elevado. Hasta hoy, más de 4.000 soldados americanos han muerto en Irak y Afganistán, y más de 13.000 sufrieron heridas tan graves que no pudieron reincorporarse al servicio. Desde marzo de 2003 han muerto al menos 70.000 iraquíes. Los inmigrantes en EE UU se quejan de la vigilancia y los abusos. Estos perjuicios son graves, pero se concentran sobre grupos muy concretos.

De hecho, estos daños se ven agravados porque el Gobierno quiere evitar medidas que distribuyan los costes. “Luchamos contra el enemigo en el exterior”, dijeron en la Casa Blanca en 2005, “para así no tener que luchar con ellos aquí”. Este modo de proceder se ha presentado como una cuestión de seguridad nacional, una forma sensata de defensa. Pero también es una buena política interna. “Luchar con ellos aquí” significaría mayores impuestos, una administración mayor, normativa más dura, desafíos más abiertos a las libertades civiles y más obstáculos al comercio. El Gobierno de Bush no quiso eso, porque entendió, correctamente, que la mayoría de la población tampoco lo desearía.

Esta decisión política ha tenido consecuencias muy dañinas para el país. EE UU no ha sido capaz de adoptar medidas que habrían aumentado su seguridad nacional. Se ha dado de bruces en conflictos lejanos, que se han echado a perder por una mala planificación y unos objetivos imprecisos. Su posición de garante de los derechos humanos se ha visto muy erosionada. Ha quedado indefenso frente a las acusaciones de hipocresía, por usar la retórica del sacrificio para encubrir, como siempre, una política comercial.

Mientras tanto, los estadounidenses siguen tan comprometidos con los principios de disciplina fiscal, impuestos bajos, legislación suave y libre comercio como lo estaban el día 10 de septiembre de 2001. Siguen recelando de un gobierno grande y de la Administración federal. En 2006 una encuesta Gallup de opinión mostró que una amplia mayoría de los ciudadanos, de todas las inclinaciones políticas, pensaban que un “gobierno grande” suponía la mayor amenaza para el país en el futuro, por delante tanto de “empresas grandes” como de “sindicatos grandes”.

¿La guerra contra el terror fue diseñada y organizada por un pequeño grupo de neocons? Quizá. Pero también fue una respuesta a una crisis que asumió los límites de lo políticamente aceptable en los Estados Unidos de hoy. En muchos aspectos, la guerra contra el terrorismo no es su guerra, sino la guerra de la población. Los deseos y preferencias de los ciudadanos han tenido en ella la misma influencia que cualquier doctrina sobre política exterior.

Así que los estadounidenses pueden seguir creyéndose su mito favorito. Pero la próxima vez que sufran un revés en la guerra o sean víctimas de un ataque, nadie debería esperar que la respuesta del país difiera mucho de la guerra que lanzó el Gobierno Bush hace seis años. Los ciudadanos pueden intentar responsabilizar de sus problemas a unos pocos neocons con poder, pero deberían asumir parte de la culpa.

¿Algo más?
En su próximo libro, The Collapse of Fortress Bush: The Crisis of Authority in American Government (New York University Press, Nueva York, 2008), Alasdair Roberts analiza cómo los fallos de la Administración Bush fueron consecuencia no sólo de un liderazgo ineficaz sino también de un conflicto más profundo en el seno de la sociedad estadounidense. En ‘¿Quién gana en Irak?’ (FP edición española, abril/mayo, 2007), pensadores, periodistas y expertos reflexionan sobre quién está sacando provecho de las desventuras de EE UU.

Varios libros recientes analizan cómo el neoliberalismo impregna la vida política estadounidense. En Brief History of Neoliberalism (Oxford University Press, Nueva York, 2005), David Harvey ofrece una perpectiva general de este pensamiento y sus orígenes. Michael Thompson (ed.) reúne una serie de ensayos sobre las raíces intelectuales y el significado del conservadurismo contemporáneo en EE UU en Confronting the New Conservatism: The Rise of the Right in America (New York University Press, Nueva York, 2007). Trapped in the War on Terror (University of Pennsylvania Press, Filadelfia, EE UU, 2006), de Ian Lustick, analiza cómo la preferencia de los estadounidenses por los gobiernos pequeños ha frustrado su lucha contra el extremismo global. El programa de televisión Frontline analiza la polémica de cómo la guerra contra el terrorismo está tratando las libertades civiles en ‘Spying on the Home Front’ (15 de mayo de 2007), disponible en la web de la PBS (www.pbs.org).