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Activistas protestan contra la compañía petrolera estadounidense Chevron en el centro de Quito, Ecuador, junio de 2014. AFP/Getty Images

 

¿Saldrá adelante un tratado auspiciado por Naciones Unidas que garantice el respeto a los derechos humanos por parte de las multinacionales?

Amenazas de muerte, persecución judicial de sindicalistas, vínculos con grupos paramilitares, implicación en el asesinato de 10 trabajadores, saqueo de recursos naturales y uso irracional del agua. Son las duras acusaciones que el sindicato Sinaltrainal, de la mano de Javier Correa, profirió en Ginebra contra la multinacional Coca-Cola. No era la primera vez: en 2008, el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) ya dictaminó en contra del comportamiento de la transnacional estadounidense en Colombia. Seis años después, la firma líder en refrescos no asumió ningún tipo de responsabilidad. Tampoco lo hicieron otras corporaciones cuyos impactos fueron estudiados en el TPP celebrado el 23 de junio en Ginebra: Chevron, Shell, Glencore o la española Hidralia.

El juicio popular era una de las iniciativas preparadas por la Campaña Global para Desmantelar el Poder Corporativo y Poner Fin a la Impunidad (en inglés, Global Campaign to Dismantle Corporate Power & Stop Impunity), creada en junio de 2012 con el apoyo de más de 600 movimientos sociales y redes de 95 países. Los movimientos sociales habían preparado una semana de movilizaciones para acompañar la propuesta que llevaron Ecuador y Suráfrica ante el Consejo General de Naciones Unidas: estaba en juego la elaboración de un tratado internacional que supervise el respeto de los derechos humanos por parte de las compañías multinacionales. Con 20 votos a favor, 14 en contra y 13 abstenciones, la resolución salió adelante y los Estados se comprometieron a crear un grupo intergubernamental en lo que queda de año.

No será fácil: el tratado se encontrará con la presión de Estados Unidos y Europa, que rechazaron la iniciativa, y con la fuerza del lobby transnacional. Pero es “un primer paso para cambiar la distribución de fuerzas” entre las multinacionales y los pueblos afectados por sus inversiones, recuerda el Transnational Institute (TNI), y para “desmantelar la idea de que los gobiernos deben defender a las empresas”, subraya en el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL). Frente a estos argumentos, la representante de Reino Unido afirmó que semejante tratado podría “restar valor” a los inversionistas para ir a los países del Sur. El ministro de Exteriores español, José García-Margallo, resumió así su postura: “Las corporaciones tienen derecho a imponer determinadas condiciones para instalarse”. La pregunta es si éstas pueden vulnerar los derechos humanos de los pueblos donde operan.

La campaña Stop Impunity se articula sobre la idea de que las transnacionales disfrutan de una suerte de arquitectura legal de la impunidad: el caso de Texaco-Chevron ilustra esa realidad. En el TPP de Ginebra, el líder comunitario indígena Pablo Fajardo responsabilizó a la firma estadounidense de la “contaminación sistemática de la Amazonia ecuatoriana, que ha devastado el ecosistema, ha causado cientos de muertes por cáncer y ha afectado gravemente a muchos pueblos indígenas”. La justicia ecuatoriana encontró a la empresa culpable de haber arrojado, desde 1964, más de 60.000 millones de litros de residuos tóxicos y alrededor de 650.000 barriles de crudo en plena selva amazónica. Los pueblos indígenas Tetetes y Sansahuari se extinguieron, y otras comunidades corren el mismo peligro tras ser forzados a desplazarse. La contaminación acabó con las formas de vida tradicionales, basadas en la agricultura y la ganadería. Después de veinte años de contienda legal, la justicia ecuatoriana falló que la petrolera debía pagar 9.500 millones de dólares (unos 7.000 millones de euros); sin embargo, la multinacional petrolera se negó y el Estado no tuvo cómo expropiarle, pues la empresa ya se había marchado del país. Un juez argentino sentenció que el país austral debía expropiar a la petrolera para satisfacer la deuda con Ecuador, pero la Corte Suprema argentina falló en contra de esa decisión, en las mismas fechas en que Chevron llegaba a un acuerdo con YPF para la explotación de las mayores reservas de gas del país, las de Vaca Muerta.

La Lex Mercatoria

Como afirmó el jurado del TPP en Ginebra, esas prácticas “no son casos aislados, sino parte de un patrón sistemático global creado y facilitado por un régimen político, económico y jurídico que protege a las transnacionales”: es el llamado Derecho Comercial Global, que las voces más críticas han bautizado como Lex Mercatoria. La ley de la mercancía globalizada. El economista Jeffrey Sachs lo resumió así: “[Tenemos] una cultura de impunidad basada en la expectativa bien comprobada de que los crímenes corporativos son rentables”.

Esa “arquitectura legal” brinda protección a las inversiones de las multinacionales, tales como los tratados de libre comercio (TLC) y los tratados bilaterales de inversión (TBI). Éstos son vinculantes y las empresas los hacen valer a través de instancias que velan por su cumplimiento, como el Sistema de Solución de Diferencias de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en el que un gobierno puede procesar a otro por poner trabas al régimen de liberalización comercial, o el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), del Banco Mundial, donde las empresas pueden demandar a los Estados por incumplimientos de contrato. Apenas un ejemplo: el CIADI se apoya para su arbitraje en los TBI y TLC, pero no en las legislaciones de los países ni mucho menos en el derecho internacional en materia de derechos humanos. Movimientos sociales de todo el globo denuncian que los pueblos no cuentan con instrumentos jurídicos para defender sus intereses, y cuando esas herramientas existen, son sistemáticamente ignoradas: es el caso del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que sobre el papel garantiza el derecho de las comunidades indígenas a ser consultadas sobre los proyectos que afectan directamente sus formas de vida.

Prácticas sistemáticas

Esa estructura de la impunidad ha posibilitado la generalización de violaciones de derechos humanos en ámbitos diversos: la persecución y represión de los disidentes con ayuda de grupos militares y paramilitares, el apoyo a regímenes dictatoriales afines, las dificultades del acceso popular a bienes básicos como el agua o la electricidad, los desplazamientos de comunidades rurales e indígenas y la destrucción de ecosistemas y formas de vida. Desde la creación del TPP en 1979, estos juicios populares han intentado visibilizar el comportamiento de las corporaciones transnacionales en los países del Sur. La convocatoria del TPP celebrada en Madrid en 2010 estudió casos como los de Telefónica en Chile y Perú, Pescanova en Nicaragua y Unión Fenosa en Colombia y Guatemala. Canal de Isabel II, Repsol, Endesa, Benetton, Santander y BBVA también estuvieron en el punto de mira.

Los testimonios recogidos por el TPP, así como numerosas investigaciones académica, apuntan a que este tipo de casos “no son excepciones, sino que es así como proceden las multinacionales sistemáticamente”, según Pedro Ramiro, coordinador de la OMAL. Ramiro argumenta que, en un contexto de competencia internacional, los directivos de las transnacionales se ven compelidos a buscar el máximo beneficio para no ser absorbidos por otras multinacionales. Y el lucro no se maximiza atendiendo a criterios ambientales, sociales o culturales.

Hacia un nuevo tratado

Esta asimetría de poder podría modificarse si sale adelante el tratado internacional que la ONU se ha comprometido a elaborar. La idea central es reconocer que las multinacionales que incumplan las normas internacionales sobre derechos humanos deberán responder civil y penalmente. Las organizaciones de la Campaña Stop Impunity recuerdan que también debe abarcar la responsabilidad respecto a proveedores y subcontratistas. Se trata de una cuestión esencial, puesto que la tercerización ha sido un mecanismo para evitar la rendición de cuentas. Así lo evidenció el TPP celebrado en Ginebra, al analizar el caso de la minera suizo-británica Glencore PLC. Las acciones denunciadas ocurrieron a través de diferentes subsidiarias en cinco países: Congo, Zambia, Perú, Colombia y Filipinas.

Los movimientos sociales y los Estados que apoyan el nuevo tratado deberán enfrentarse a la oposición de Estados Unidos, Corea del Sur, Japón y los países de la Unión Europea, que votaron en contra de la resolución. Tom Kucharz, de Ecologistas en Acción, asegura que la votación “evidencia qué países defienden al gran capital, la banca y las grandes multinacionales” frente al interés general. Kucharz añade que esos gobiernos “hicieron lo posible para bloquear el camino a instrumentos de obligado cumplimiento”. Obligatoriedad es la palabra clave, puesto que “hasta ahora, la ONU contaba con normativas no vinculantes para las prácticas de las transnacionales en terceros países”, apunta Erika González, de la OMAL. Se trataba de códigos voluntaristas, reflejados en acuerdos como el Global Compact, en la línea de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC). Al ser no vinculantes, “en la práctica estos códigos se traducían en impunidad y falta de instrumentos para llevar a esas empresas ante los tribunales”, explican Kucharz y González.

El tratado que proponen las organizaciones sociales incluye un posicionamiento claro contra la privatización de los bienes comunes y las patentes de recursos básicos y de uso común, como las semillas y las plantas medicinales, y ofrece alternativas a la lógica del gran capital, como la promoción de la agroecología y la gestión comunitaria de los bienes públicos. Está por ver si el tratado que elabore la ONU satisfará sus demandas. Mientras tanto, en todas las esquinas del planeta siguen proliferando las resistencias locales contra los efectos perversos de inversores transnacionales que sólo responden ante la ley comercial global, pero no ante la legislación de ningún Estado.