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Un cartel durante una protesta contra la ONU en Guatemala, 2019. NOE PEREZ/AFP via Getty Images

La Comisión Internacional Contra la Impunidad marcó un capítulo en la historia del proceso democrático del país centroamericano. Ahora, su cierre definitivo deja tantos cabos sueltos como conclusiones de cara a la nueva legislatura.

El pasado enero, el presidente de Guatemala, Jimmy Morales, pretendió finalizar de manera unilateral el acuerdo con Naciones Unidas por el cual funcionaba la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). La decisión incluía la orden para los funcionarios de abandonar el país, según la ministra de Exteriores, Sandra Jovel, le informó a la ONU en Washington. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, respondió invocando el artículo 12 del acuerdo, que estipulaba que las controversias debían resolverse “por negociación entre las partes o por cualquier otro medio de solución mutuamente convenido”.

La CICIG, por su parte, confirmó que seguiría operando y, con manifestaciones a favor y en contra, Morales optó por no renovar el mandato del organismo, que iba hasta el pasado 3 de septiembre, enfrentándose por el camino a la Corte de Constitucionalidad, la oposición y el Ministerio Público (fiscalía). Finalmente, y argumentando que se estaba rompiendo el orden constitucional, el jefe del Ejecutivo les ganó el pulso a los otros poderes y a la Comisión, que investigaba a su hijo por fraude y a su hermano por fraude y blanqueo de capitales, ambos después absueltos, y que pretendió que se le retirara el aforamiento a él para llevarlo a juicio por supuesta financiación irregular de su campaña de 2015.

Con las elecciones celebradas en junio y agosto de este año, el presidente electo, Alejandro Giammattei, confirmó que no restablecería la CICIG una vez asumiera el cargo, y la Comisión terminó sus actividades con la publicación de los informes Guatemala: Un Estado capturado, donde repasa cómo tras el fin del conflicto armado facciones de los poderes político y económico, junto con miembros de las fuerzas de seguridad y grupos ilegales, se han ido adueñando de las instituciones, y El legado de la justicia en Guatemala, en el que resume lo que fueron sus labores.

Sin aparente vuelta atrás, el turno pasó a los guatemaltecos y sus servidores públicos, donde hay quienes quieren mantener el legado de la CICIG y quienes buscan el contrapeso a un organismo que destapó escándalos de corrupción en los que estuvieron involucrados algunas de las personas más poderosas del país.

 

Antecedentes y ecos

La CICIG surgió como reinvento de la Comisión de Investigación de Cuerpos Ilegales y de Aparatos Clandestinos de Seguridad (CICIACS), fundada en 2004 para desmantelar grupos armados residuales de uno de los conflictos más prolongados del siglo XX (1960-1996). Pero la CICIACS no llegó a funcionar. El Congreso no ratificó el acuerdo del Gobierno con la ONU por intereses de posibles perjudicados potenciales y porque el enfoque del postconflicto se quedaba corto frente a las necesidades de justicia en el país, por lo que se amplió el espectro al problema de la impunidad, trasfondo de la violencia reciclada del conflicto y de la corrupción creciente en los sectores público y privado.

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Un hombre con un banner pide la salida del comisionado Iván Velásquez de Guatemala. JOHAN ORDONEZ/AFP via Getty Images

De esa manera, la CICIG, con funcionarios y financiación extranjera, ayudó en la lucha contra la impunidad fortaleciendo y apoyando al Ministerio Público con capacitación, investigación y promoción de la cultura de la justicia. Al final, hubo políticos que terminaron destituidos, investigados o en la cárcel, incluyendo al expresidente Otto Pérez Molina y su vicepresidenta, Roxana Baldetti; se descubrieron alianzas irregulares entre el sector privado, campañas políticas, las Fuerzas Armadas y el crimen organizado, entre otros escándalos que indignaron, pero que también dividieron a la opinión pública. Por un lado, estaban quienes agradecían la ayuda para poner orden y, por otro, quienes desconfiaban de una institución externa con tanto poder y protagonismo mediático, sobre todo el de su último comisionado, el colombiano Iván Velásquez. Jimmy Morales llegó a declararlo persona non grata en 2017 y le prohibió la entrada al país en 2018, mismo año en que Velásquez ganó el Premio Right Livelihood, también llamado el Premio Nobel Alternativo.

En 12 años, el trabajo de la CICIG resultó en más de 1.540 personas sindicadas y más de 660 procesadas, unas 70 estructuras criminales investigadas y una docena desarticuladas, más de 120 casos de gran envergadura juzgados y más de 100 condenas, y repercutió en la vida política nacional y regional. Por ejemplo, en 2016 surgió la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), por un acuerdo con la Organización de Estados Americanos (OEA); mientras, en El Salvador, el presidente Nayib Bukele ha prometido la creación de una CICIES, y en México hay sectores ligados a la protección de derechos humanos que han pedido la fundación de comisiones similares.

 

Las elecciones y un futuro incierto

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Un hombre lee un periódico que lleva en portada la victoria electoral de Alejandro Giammattei, Ciudad de Guatemala, agosto 2019. JOHAN ORDONEZ/AFP via Getty Images

Con la disputa viva entre el presidente Jimmy Morales, junto con sus partidarios, y la CICIG y sus defensores, el pasado 16 de junio se celebraron elecciones generales en Guatemala, que incluían presidenciales, legislativas y municipales. En estos comicios hubo más de una veintena de candidatos por diferentes partidos, en muchos casos recientemente fundados como plataformas para la elección de turno, como ha sido tradición en las últimas dos décadas en Guatemala. La transición a los gobiernos civiles a mediados de los 80 y el fin del conflicto en 1996 no solo dieron paso a un pluralismo político mayor, sino también a que parte de las élites políticas, económicas y militares buscaran el poder adaptándose al nuevo contexto de una larga historia de patrimonialismo, que es justo lo que la CICIG concluye sobre la captura del Estado y por lo cual la reciente diversidad de candidatos no reflejó mayor perspectiva de cambio político en el país.

Por ejemplo, la lista incluyó a personajes finalmente inhabilitados por las altas cortes como Mario Estrada, capturado en Miami acusado de haberle solicitado financiación al cartel de Sinaloa a cambio de apoyo para transportar droga desde Guatemala hacia Estados Unidos; Zury Ríos, quien tenía el impedimento de ser hija del expresidente de facto Efraín Ríos Montt; o Thelma Aldana, hasta entonces jefa del Ministerio Público y, por tanto, aliada institucional de la CICIG y enfrentada a sectores que habían sido investigados, cuya candidatura fue rechazada por acusaciones de malversación y fraude fiscal.

A la segunda vuelta fueron finalmente dos caras más que conocidas: la socialdemócrata Sandra Torres, exesposa del expresidente Álvaro Colom y el pasado septiembre  detenida de manera preventiva por acusaciones de financiamiento electoral no reportado y asociación ilícita, que obtuvo el 22% de los votos, y el conservador Alejandro Giammattei, exdirector de prisiones del país, denunciado por estar supuestamente involucrado en varias ejecuciones extrajudiciales que se llevaron a cabo en la cárcel más grande del país en 2006, y que se llevó un 12%. La nueva elección, el 11 de agosto, se la llevó Giammattei, que en su cuarto intento por llegar a la Presidencia logró reunir distintas fuerzas del centro y de la derecha, sumando casi dos millones de votos, el 58%.

Con miras a su mandato a partir del 14 de enero de 2020, y habiendo confirmado que no restablecería el acuerdo con la ONU sobre la CICIG, Guatemala se encuentra en un momento de incertidumbre sobre la lucha contra la corrupción y la impunidad, en el marco de los desafíos que le esperan a Giammattei, y que, según el centro especializado InSight Crime, en cuanto a seguridad encabeza la propia impunidad.

Por un lado, el Ministerio Público aspira a mantener las capacidades adquiridas de la mano de la CICIG para continuar con los procesos abiertos y ser capaz de mantener la línea dura de investigación penal. Para ese fin, la nueva fiscal general que remplazó a Thelma Aldana, María Consuelo Porras, anunció en agosto el fortalecimiento de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI), ahora ente seccional del Ministerio. Con 82 profesionales y otras 60 personas entre analistas, investigadores y personal administrativo, la FECI pasó a encargarse desde el 4 de septiembre de los casos de alta relevancia sobre corrupción y seguridad, heredando el trabajo que venía haciendo con la CICIG, pero ya sin el músculo que esta otorgaba y representaba, y por tanto dejando el interrogante sobre su futuro desempeño, más ahora que está en el ojo público.

De igual manera, el presidente electo, que había hecho parte de su campaña en torno la lucha contra la criminalidad, afirmó que crearía una comisión para combatir la corrupción, cuyos miembros serían escogidos a su vez por un “consejo de notables” para trabajar de la mano con el Ministerio Público, pero no con la FECI. Sin embargo, Giammattei no ha dado más detalles al respecto, al margen de sostener que velará por que se mantenga la independencia del Ministerio.

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Manifestantes a favor de la CICIG, Ciudad de Guatemala. JOHAN ORDONEZ/AFP via Getty Image

Por otra parte, ha habido dos disputas de calibre institucional que han sido también señales de alarma en materia de impunidad. Una, el recorte del presupuesto por parte del Congreso a la Procuraduría de los Derechos Humanos, situación que la tiene al borde de la desaparición. Este organismo se encarga de velar por el funcionamiento de las demás instituciones y autoridades en favor del conjunto de la población, y está a la espera de la resolución judicial de un recurso que el procurador Jordán Rodas interpuso contra los encargados de asignar el presupuesto.

La otra es el surgimiento en septiembre de una nueva comisión en el legislativo, conformada por algunos congresistas abiertamente contrarios a la CICIG, y que parte de la opinión pública llama “comisión anti-CICIG” porque en principio se iba a dedicar a investigar las labores y posibles excesos del ahora organismo inexistente. No obstante, esa comisión por ahora no ha seguido adelante por un recurso que puso la fiscal general, aludiendo usurpación de funciones, y que la Corte de Constitucionalidad aceptó de manera provisional.

Entre tanto, la sociedad guatemalteca es la que finalmente sufre las trabas para combatir la impunidad que surgen desde las propias instituciones. Esa falta de operatividad no hace sino retroalimentarse con las posibilidades de que quienes cometan delitos, sobre todo de gran impacto, como son los relacionados a la corrupción y la violencia sistemáticas, sigan cometiéndolos y eviten responder ante la justicia en un país que se ubica en la posición 144 de 180 en el último Índice de Percepción de la Corrupción que publica Transparencia Internacional, superando solo a Nicaragua, Haití y Venezuela en Latinoamérica, y 114 de 163 en el Índice Global de la Paz 2019, del Institute for Economics and Peace.

Para hacer frente a estos problemas de fondo, Giammattei ya prometió una nueva comisión específica y el fortalecimiento de la Policía Nacional Civil y del Ejército, esto último para ejecutar un plan de acción junto con El Salvador contra la criminalidad, transfronteriza en casos como los de las maras y el narcotráfico. Pero, también considerando los juegos de intereses que existen detrás, las decisiones del presidente electo se contradicen al haber descartado el restablecimiento de la CICIG, una institución prácticamente única en su tipo y tan efectiva como polémica, sobre todo en los últimos seis años. Su ausencia bien puede sentar un precedente para las instituciones locales o, por el contrario, derivar en un retroceso en la lucha contra la impunidad a falta de los resultados de la nueva FECI, que, junto al conjunto de los guatemaltecos con sus renovadas demandas de justicia, son quienes tienen ahora el testigo.