¿Es real el proceso de paz entre las maras y los gobiernos de Centroamérica o los criminales lo están utilizando para reconducir sus estrategias criminales?

 

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En ningún momento la 13 o la 18 han depuesto las armas. En El Salvador o en Honduras siguen pertrechadas y es racional sospechar que la tregua les está sirviendo para obtener la información que permita reconducir sus estrategias criminales. Las pandillas más importantes de El Salvador, la MS-13 y el Barrio 18, anunciaron en marzo de 2012 el abandono temporal de las hostilidades. Una tregua que puso en suspenso, además, los atentados contra las fuerzas de seguridad. Poco tiempo después, agregaron a sus demostraciones de buena voluntad el repliegue en los colegios y escuelas, a los que acudían diariamente para reclutar miembros.

La noticia causó conmoción en la sociedad salvadoreña y tuvo un impacto internacional considerable. Al grado que, un año después, las representaciones hondureñas de la MS-13 y el Barrio 18 también pactaron su propia tregua. Ahora mismo se discute en Guatemala si éste es el ejemplo a seguir con una tasa de homicidios de 32 por cada 100.000 habitantes. El año pasado, El Salvador tenía una tasa de 72 y Honduras una de 90. Mientras que en 2012, la tasa correspondiente a Costa Rica fue de 8,9.

Guatemala, El Salvador y Honduras componen el llamado Triángulo Norte de Centroamérica, que no es otra cosa que el mapa cruento donde imperan la MS-13 y el Barrio 18. Además de atacarse entre ellos por impulsos sectarios o territoriales, su actividad abarca el robo; el asesinato por encargo; la violación en grupo; el secuestro; el tráfico de drogas, de armas y de personas; así como las extorsiones, un chantaje organizado no para proteger los negocios afectados, si no para indultar la vida de sus dueños y de sus familiares.

Es difícil saber cuántos mareros existen. El cálculo fluctúa y da la imagen de que son menos de lo que se piensa, pero a veces sugiere que son más de lo previsto. Según el Departamento de Estado de EE UU hay 85.000 pandilleros en el Triángulo Norte. Sin embargo, para la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la cantidad es menor y se concreta en 22.000 pandilleros guatemaltecos; 20.000 salvadoreños y unos 12.000 hondureños. De acuerdo a el diario de Guatemala elPeriódico, en El Salvador habría unos 12.000 miembros de la MS-13 y entre ocho y diez mil del Barrio 18; en Guatemala, el Barrio 18 sería la pandilla mayoritaria con una cifra que oscila entre los 14.000 y los 17.000 mareros, frente a los 5.000 de la MS-13 y en Honduras se contarían 7.000 salvatruchas, mientras que el Barrio 18 no tendría más de 5.000 activos.

La cantidad de miembros de la MS-13 y del Barrio 18 se multiplica al considerar las filiales que ambas tienen repartidas en EE UU y, minoritariamente, en México y en Canadá. Las maras operan con autonomía y ajustándose a su entorno, pero gracias a los códigos compartidos, prevalece la pertenencia más allá de las fronteras. A través de un complejo método de comunicación y supervisión de lo que podríamos llamar la marca, nunca se ha quebrado el nexo entre las células, como tampoco se ha roto entre los cerebros criminales recluidos de por vida y las clicas que emergen cada vez más jóvenes y alejadas del ámbito urbano.

En tres décadas, los políticos agudizaron el problema legislando medidas reactivas. Desfavorecieron la atención de sus raíces socioeconómicas y soliviantaron la emigración forzosa, condenándose a no saber cómo absorber a los miles de deportados que regresan en condiciones precarias y sindicados a una de las dos maras predominantes. Si el horizonte no fuera suficientemente sombrío, sigue sin articularse un sistema de justicia donde policías, fiscales y jueces lleven a cabo sus tareas desde una perspectiva integral. La descoordinación hincha las cárceles y agiganta la sensación ciudadana de desamparo ante los delincuentes.

Durante los Gobiernos de Francisco Flores (1999-2004) y Antonio Saca (2004-2009), en El Salvador, se pusieron en marcha estrategias esencialmente represivas, sin que se reflexionara sobre la distribución de la riqueza o la importancia de trazar cambios profundos a largo plazo. El 23 de julio de 2003, Flores lanzó el “Plan mano dura”, que llegó a aplicar a los menores de doce años las penas correspondientes a los adultos. Saca, por su parte, desplegó a finales de agosto de 2004 el “Plan súper mano dura”. Se capturaron más mareros de los que finalmente fueron sentenciados. El número de muertes, en vez de retroceder, creció de forma exponencial. La presidencia de Mauricio Funes, de izquierdas, abrazó esta criminalización de la pobreza al presentar, en junio de 2010, la Ley Antipandillas. La iniciativa vulneraba los derechos humanos y no llegó a cuajar.

En agosto de 2003, el Gobierno de Ricardo Maduro (2002-2006) aplicó el mismo enfoque en Honduras con la reforma del artículo 332 del Código Penal. La prensa calificó como Ley Antimaras a la modificación que sanciona con penas de hasta treinta años de prisión el delito de asociación ilícita. Este endurecimiento legal no hizo mella, por el contrario, las muertes violentas se dispararon.

En lo que respecta a Guatemala, el Congreso de la República rechazó cuatro proyectos de Ley Antimaras, todos a imitación de los modelos salvadoreño y hondureño. A pesar de ser la excepción en esta materia, el presidente Álvaro Colom (2008-2012) promovió sin éxito una normativa conjunta para el Triángulo Norte.

Con estos antecedentes, la tregua que pactaron en El Salvador la MS-13 y el Barrio 18 y su réplica en Honduras es un hecho insólito. Impulsada por el Gobierno de Funes, cuenta con el auxilio de la Iglesia Católica y el respaldo de la Organización de Estados Americanos (OEA). El experimento, que pasa por ser una novedosa lucha contra el crimen, delata varias incoherencias.

En noviembre de 2011, el recién nombrado ministro de Justicia y Seguridad Pública de El Salvador, David Munguía Payés, se comprometió a rebajar el número de homicidios nada menos que en un 30%, promesa que cumplió sobradamente al celebrarse el primer aniversario de la tregua. Entonces, según las estadísticas oficiales, las muertes violentas descendieron un 50%. De los 14 homicidios diarios se pasó a 6 y de la sensatez al triunfalismo. En cuanto a Honduras, aún es temprano para valorar sus frutos. Por lo pronto, la OEA asumió la responsabilidad de lo que denomina “verificación” del “proceso de pacificación”, identificando la representatividad de dos Ejércitos que se plantean una solución negociada a la guerra, con la mentalidad y el comportamiento delictivo de dos pandillas que, enfrascadas en una pelea por el territorio, oprimen a los ciudadanos.

Preocupa la facilidad con que se han sacado de contexto las reglas de la paz. Incongruente para un país como El Salvador, que vivió una guerra civil entre 1980 y 1992. Por otra parte, la aquiescencia del Gobierno otorga un peligroso reconocimiento político de la beligerancia de la MS-13 y del Barrio 18, proveyéndoles de rudimentos pseudoideológicos que justifican la brutalidad que les es inherente. No resulta admisible que se les dé el mismo tratamiento que tuvieron los ex combatientes y se recreen sus acciones como meros reflejos de la insolidaridad social.

Lo que en el fondo se ha pactado no es la suspensión transitoria de la violencia, más bien ha sido la legitimación de su poder. En ningún momento la 13 o la 18 han depuesto las armas. En El Salvador o en Honduras siguen pertrechadas y es racional sospechar que la tregua les está sirviendo para obtener la información que permita reconducir sus estrategias criminales.

¿A cambio de qué los mareros pactaron entre sí y con el Gobierno? La respuesta pone en evidencia la inconsistencia de este nuevo escenario. El proceso de paz salvadoreño fue conocido por la opinión pública después de que El Faro, un periódico digital de El Salvador, denunciara las irregularidades detectadas en las cárceles del país y que tenían como protagonistas a unos treinta reos que purgaban su condena en un penal de máxima seguridad, pero que, repentinamente, fueron trasladados a prisiones menos severas. Además del procedimiento sigiloso de las autoridades, alarma la exasperación con que éstas y los delincuentes acallaron las voces críticas tachándolas de enemigas de la paz.

El Gobierno de El Salvador consintió una de las pretensiones de los mareros: sacar a sus líderes del aislamiento en el que, gracias a su extrema peligrosidad, se encontraban para dificultar el flujo de instrucciones. Ante esta situación, la sociedad teme que su seguridad ya no esté en manos del Estado, sino que dependa de la palabra dada por los criminales. A muchos salvadoreños y hondureños les ofende que los asesinos en serie sean el centro de atención mediática y que se expresen libremente cuando han sido condenados por crímenes graves.

En noviembre de 2012, El Salvador ejecutó otra fase del plan, que aún no parece viable en Honduras: la instalación de los “municipios santuario”, un nombre que remite a los lugares donde cualquier prófugo se vuelve intocable. Sobre el papel, cualquiera de los 262 municipios puede beneficiarse de esa calidad siempre que la MS-13 y el Barrio 18 decidan no agredirse. En contraposición, el Gobierno se comprometió a no realizar operativos policiales. Fueron los mareros, según su preferencia, los que se repartieron municipios con la connivencia de las autoridades. ¿Si no es para delinquir por qué una pandilla querría hacerse con una zona específica?

El Gobierno de Guatemala no parece desconfiar de la paz que ofrece la OEA en nombre de los delincuentes. Ni le incomoda que a sus espaldas los mediadores salvadoreños y los representantes del organismo internacional mantengan conversaciones con la MS-13 y el Barrio 18 locales. Es posible que ni siquiera establezca un compás de espera para evaluar si la baja intensidad homicida atribuida a la tregua en El Salvador y en Honduras es sostenible y si encierra efectos adversos. A fin de cuentas, se trata de estadísticas que podrían convertirse en votos, aunque esos votos sean sólo los de los mareros a quienes les han puesto las cosas más fáciles en la cárcel y en la calle.

 

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