Un verdadero cambio de paradigma hacia un mundo más sostenible precisa de una reflexión más profunda.

 

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El concepto de “Sostenibilidad” nos viene invadiendo desde hace ya tiempo, aunque aún existe mucho desconcierto sobre su interpretación, su alcance y aplicación. Si realizamos un análisis cuantitativo de las noticias que nos llegan por prensa, radio, televisión o Internet, no cabe duda que este término está poco a poco invadiendo el discurso periodístico. Ello no deja de ser reflejo de la realidad que vivimos, ya que la sociedad se está cuestionando cuán sostenibles son algunas pautas y comportamientos de nuestro entorno.

En este contexto, no es extraño leer titulares como "Las políticas sostenibles crean empleo, son la solución a la crisis" que nos obligan a los lectores a dedicar un buen tiempo a tratar de comprender a cuál de todas las “sostenibilidades” se debía estar refiriendo el autor de esta aseveración. Bien podría estar hablando de que para salir de las crisis es preciso que las políticas, en general, sean duraderas en el tiempo, que no se improvise y sean consistentes; bien podría estar haciéndose referencia a que debieran ser políticas efectivas y autosuficientes, cuyos resultados garanticen su continuidad; o bien que las políticas que fomentan la sostenibilidad económica (¿o será la medioambiental?) realmente son la solución a la crisis.

Así las cosas, si no somos ni tan siquiera capaces de ponernos de acuerdo sobre cuál es el concepto de sostenibilidad que estamos barajando, ¿cómo va a ser posible establecer eficaces políticas de implantación?  ¿Cómo definiremos una mejor forma de comportarnos –todos– que haga este mundo más vivible durante más tiempo para sus habitantes, si es a eso a lo que nos referimos? Difícil lo tenemos, por sonar optimistas.

Y que conste que la confusión no está presente sólo en los medios de comunicación, sino en todos los agentes sociales. En el ámbito empresarial, como ya pasara anteriormente con el concepto de la Responsabilidad Social Corporativa, se ha puesto de moda mencionar la sostenibilidad en las comunicaciones, los discursos de sus líderes y en sus planteamientos estratégicos. Hasta los Informes de RSC o de RSE están cediendo terreno ante el avance de las Memorias de Sostenibilidad –si bien su estructura y contenido no varían lo más mínimo por el cambio de denominación–. Nada malo habría en este relevo si, efectivamente, esta tendencia respondiera a una asunción completa de la responsabilidad de la empresa por las consecuencias de sus decisiones; a una introspección que le llevara a modificar sus actuaciones para no hipotecar el futuro de las generaciones venideras.

Que la vida de nuestros sucesores tenga una calidad óptima va a depender, sin duda, de  la herencia que les dejemos. Una responsabilidad de la que hasta la fecha parece que no todo el mundo es consciente o, si lo es, no quiere darse cuenta y actuar en consecuencia. Buena parte de quienes más podrían influir en un cambio de actitud, políticos y empresas, incorporan la sostenibilidad en sus agendas con un enfoque puramente ecológico, centrado en el cuidado de nuestros recursos naturales y del medioambiente. Un esfuerzo nada desdeñable, a la vista del largo camino que aún nos falta para poder reponer todo el daño ambiental causado en los últimos decenios y que ya pocos se atreven a cuestionar. Sin embargo, la sostenibilidad requiere una reflexión más profunda. No llegaremos a un cambio de paradigma que nos ponga en la senda de la sostenibilidad de nuestro mundo –en todas sus acepciones, no sólo referido a nuestro querido planeta– hasta que la aproximación a este concepto se haga desde la triple cuenta de resultados (TBL, por las siglas en inglés de la Triple Bottom Line).

Permítanme dudar del fruto de estrategias, políticas y procedimientos a diseñar e impulsar desde instituciones, empresas y organizaciones, que pretendan implementarse sin haber cohesionado aún la idea que ha de servir de motor a estos planteamientos. Empeñarse en actuar sin antes tener claro sobre qué, por qué o para qué, puede conducir, como a menudo sucede, en un cómo completamente inútil.

El cambio de actitud debiera anclarse en un serio compromiso por facilitar al género humano el disfrute de un progreso en el largo plazo que vaya más allá del desarrollo económico, incluyendo, además, la dimensión social y la medioambiental. Para hacer dicho progreso realmente “sostenible”, debiéramos desplegar nuevas fórmulas polivalentes que conlleven propuestas equilibradas para la vida de las personas. Al fin y al cabo, estamos hablando de hacer más habitable el mundo para las personas, donde el medioambiente es su marco vital de referencia, necesario para garantizar el hábitat que permita la supervivencia de esta y otras especies; sabiendo que lo económico condiciona taxativamente las relaciones precisamente entre los seres humanos, y entre éstos y su entorno.

A la sostenibilidad, así en sustantivo y no como adjetivo, todavía le falta trayectoria en nuestro vocabulario, de hecho, no fue hasta la última edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en vigor desde  julio de 2010, que la palabra “sostenibilidad” fue incluida formalmente en nuestra lengua. Pero lo que es todavía más importante es que este concepto se instale, definitivamente, en nuestra forma de pensar y, sobre todo, de proceder.

Todo un reto para los profesionales que ya se están preparando para dirigir las organizaciones de hoy, conscientes de cómo sus decisiones condicionan el mañana. Ellos deberán ser completamente conscientes y responsables para desarrollar sus capacidades de manera que puedan ponerlas al servicio, por fin y de una vez por todas, de un mundo más sostenible.