
Algunas de las iniciativas que están surgiendo en el mundo de la responsabilidad social corporativa como respuesta al cambio climático están perpetuando un modelo de políticas forestales que está mostrándose fallido y que termina derivando en incendios.
Los megaincendios forestales son cada vez más recurrente a escala global. Todos los veranos este tipo de fenómeno, definido como conflagraciones que queman una superficie de 10.000 hectáreas como mínimo, recorren la Europa mediterránea, grandes extensiones de Suramérica y Norteamérica, levantando a su paso encendidas discusiones sobre si están provocados por el cambio climático o por una mala gestión de los bosques.
Un caso paradigmático de esta polémica ocurrió en 2020 entre el entones presidente estadounidense, Donald Trump, y el gobernador de California, Gavin Newsom, con el primero culpando al segundo de ser el responsable de la ola de incendios por su supuesta mala gestión del territorio y Newsom trasladando esta culpa a Trump por su negacionismo y falta de acción frente al desafío climático. Como para bien o para mal, Estados Unidos sigue sirviendo como referencia política nivel global, los líderes de otros países han copiado estos planteamientos, tal como pudo observarse este año en España, donde tras una ola de megaincendios, las administraciones central y autonómica repitieron este mismo debate, pero con los papeles intercambiados.
El modelo actual, a examen
Muchas de las políticas forestales estatales que ha han llevándose cabo durante décadas en los países desarrollados en nombre de la protección del medio ambiente, y que pretenden ser modelos para el mundo, han acabado contribuyendo a agravar el problema del cambio climático a través de la creación de paisajes forestales propensos a los megaincendios.
Los que diseñaron estas políticas en el pasado, obviamente, no podían haber predicho que sus bienintencionadas actuaciones evolucionarían así, pero nosotros, los herederos de su legado, y diseñadores de futuras políticas de mitigación del cambio climático, estamos obligados a aprender de sus errores para no repetirlos. En este caso con las llamadas “soluciones basadas en la naturaleza al cambio climático”.
Las soluciones basadas en la naturaleza al cambio climático se definen como la utilización estratégica de “procesos o sistemas naturales para la mitigación del cambio climático”. La ONG WWF, basándose en datos de la ONU, estima que un 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero de origen humano de aquí a 2050 podrían ser mitigadas desplegando estas soluciones, que consisten, en gran medida, en lograr que grandes corporaciones financien, por medio de sus iniciativas de responsabilidad social corporativa, proyectos de este tipo (por ejemplo, la plantación de árboles) con el fin de compensar las huellas de carbón generadas por sus modelos de negocio.
Si revisamos la idea de “soluciones basadas en la naturaleza al cambio climático”, vemos que uno de los principales valores añadidos del concepto se halla en el marco cultural que el mismo pretende generar. ¿Quién en su sano juicio no optaría por una “solución natural” a cualquier tipo de problema ecológico y, por lo tanto, al cambio climático? Lo “natural” y “ecológico” hoy en día evocan todo tipo de psicologías y pensamientos positivos gracias al poderío mediático de un movimiento ecologista cuyas 10 principales ONG en Estados Unidos manejan un presupuesto anual por encima de los 500 millones de dólares. A esta visión contribuyen también los políticos que han encontrado en lo ecológico una causa que transciende a las ideologías tradicionales. El Presidente chino, Xi Jinping, dijo que quiere liderar el mundo hacia una nueva “civilización ecológica”. La visión suena desde luego prometedora y logra distraernos momentáneamente de los múltiples problemas medioambientales generados por el actual modelo chino de desarrollo económico que no difiere mucho del occidental.
Más allá de su indiscutible atractivo cultural, ¿en qué consisten en la práctica estas milagrosas “soluciones naturales” al cambio climático? Cuando uno examina el tema al detalle parece quedar claro que éstas parecen mayormente basarse, por un lado, en la conservación de sumideros de carbón naturales ya existentes tales como los arrecifes de coral, los manglares, los humedales, los bosques y, especialmente, en ampliar algunos de estos sumideros terrestres a través de la plantación masiva de árboles, que es como estas actuaciones resultarían más visibles para la población y, por lo tanto, políticamente más relevantes. Es, en concreto, sobre la cuestión de la plantación de árboles en la que deberíamos centrarnos, puesto que la mayor parte de los teóricos fondos que generen las grandes corporaciones a través de programas de responsabilidad social corporativa van destinados a este tipo de iniciativas.
La idea de plantar árboles masivamente como estrategia de mitigación de emisiones de gases de efecto invernadero surge a principios del siglo XXI, del ya un poco obsoleto Informe Stern sobre la economía del cambio climático. Este documento recoge ideas de policy networks ligados al mundo de la banca de inversiones de aquella época, proponiendo una estrategia más que económica —en el sentido científico de la palabra— de ingeniería financiera para enfrentarse al reto climático.
Una de las iniciativas económicas propuestas en este informe es la plantación masiva de árboles en todo el planeta, pero, especialmente, en países en vías de desarrollo, donde esta medida podría llevarse a cabo con un bajo coste, elucubra el informe, aprovechando el éxodo rural a las ciudades, fenómeno teórico conocido como “land sparing”. Sin entrar en una crítica a fondo de los planteamientos del Informe Stern, ya realizadas por el reciente Nobel de Economía William Nordhaus, o en trabajos más recientes que reciclan la misma idea, el concepto de plantación masiva de árboles a nivel global merecería una larga y profunda revisión de la literatura científica especializada para la que no tenemos aquí espacio.
Sin embargo, hay dos aspectos relacionados que son también importantes de abordar. Primero, la consecuencia de la plantación masiva de árboles sobre el ciclo de la ecología del fuego a nivel global, que a su vez se retroalimenta con el calentamiento global. Segundo, sus implicaciones para los planes de responsabilidad social corporativa que lentamente se están pergeñando basándose en este concepto, en particular, en países desarrollados.

Tomemos el ejemplo de España. Muchos de los bosques que han ardido recientemente fueron plantados a partir de los años 50, bajo los auspicios de las distintas administraciones que constituyen el Estado español. Digo distintas administraciones, porque en esencia todas las comunidades autónomas, a pesar de las distintas orientaciones ideológicas de sus gobiernos, vienen llevando a cabo las mismas políticas forestales desde su comienzo por parte del gobierno central en 1950. Éstas pueden resumirse de la siguiente manera: plantar árboles en terrenos municipales o comunales abandonados por la población rural emigrada a las ciudades en la segunda mitad del siglo XX. En algunos casos esta emigración fue forzada por estas mismas actividades repobladoras y por las políticas territoriales actuales de la Unión Europea, ya que estas plantaciones eran incompatibles con otros usos agrarios o ganaderos más rentables preferidos por las comunidades locales. ¿Cómo se hicieron estas plantaciones de árboles? En unas localizaciones y con unas especies arbóreas de valor comercial inéditas históricamente, además de a espaldas de los intereses sociales y económicos de la población, contribuyendo sin lugar a dudas a la emigración rural a las urbes.
En definitiva, surgieron nuevos bosques muy densos en zonas donde en algunos casos no había existido históricamente ningún bosque para el que, además, las comunidades locales no han encontrado ninguna utilidad social ni económica. Además, dada la percibida urgencia de la actuación, las plantaciones se hicieron con árboles de crecimiento rápido, sobre todo coníferas autóctonas, así como alguna frondosa exótica como el eucalipto, de las que esperaba obtenerse un rédito ecológico en forma de lucha contra la erosión, protección de embalses, rendimientos económicos en forma de madera para la industria, etcétera.
En algunos casos es verdad que han surgido algunas industrias que aprovechan económicamente esta materia prima para generar empleo y actividad, pero los beneficios de estas no compensan desde el punto de vista económico, ni de lejos, lo que está costando a los contribuyentes apagar los megaincendios que estos bosques de plantación están generando, y lo que costara su agravamiento del problema de emisiones de carbón. El gasto actual en extinción de incendios forestales supera en España los 1.000 millones anuales, entre todas las administraciones, frente a las pérdidas recurrentes de la mayor empresa del sector (-190 millones de euros en 2021), solo compensadas parcialmente por los beneficios de la segunda empresa más importante del sector de 108 millones de euros en ese mismo año. Dinámicas similares se repiten en otros países del mundo donde los costes de extinción de incendios crecen año tras año, disminuyendo la escasa rentabilidad de un modelo económico y ecológico forestal cada vez más problemático.
Por lo tanto, lo que se propone a nivel global como “soluciones basadas en la naturaleza al cambio climático”, es decir, la plantación masiva de árboles a través de proyectos de responsabilidad social corporativa, no es más que una repetición de las políticas de repoblación forestal a escala mundial de las que se han estado llevando a cabo en el último siglo en España. Lo más probable es que, si se siguen los mismos métodos empleados en el pasado, estos nuevos bosques acaben igual: en llamas y generando emisiones netas de gases de efecto invernadero.
Para prevenir que este acto de irresponsabilidad social corporativa ocurra, hay que repensar el modelo por completo, desnudarlo de doctrina, vestirlo de ciencia y, lo que es más importante, imaginarlo como una iniciativa basada no en “la naturaleza”, sino en los seres humanos que van a tener que convivir durante siglos con estos bosques sumideros de carbón. Pueden plantarse árboles, claro que sí, y en alguna medida estos podrían contribuir a mitigar en parte el cambio climático, pero para que estas acciones sean efectivamente “responsables”, y no tan solo un hipervínculo publicitario en las páginas web corporativas, hace falta que las empresas que van a financiarlas se tomen el tema en serio y no utilicen estas iniciativas como maniobra de distracción para seguir con sus modelos emisores de carbón de siempre.
Aun así, y aunque esto se logre, prepárense para muchos más veranos de altas temperaturas y grandes incendios. Del cambio climático ya no nos libra ninguna “solución natural”.