El Ejército tailandés dio un golpe de Estado prometiendo terminar con la crisis política y reinstaurar la democracia. Las promesas parecen más lejos que nunca de verse cumplidas.
Hace un año, el general tailandés Prayuth Chan-ocha incumplió una promesa. Tras meses de bloqueo político en el país, con protestas en las calles y un gobierno prácticamente desmantelado en los tribunales, el 22 de mayo de 2014 el general entró en la sala de reuniones donde había dado cita a los principales grupos opositores y les comunicó su decisión: “Voy a tener que tomar el poder”. Durante meses, el entonces Jefe de las Fuerzas Armadas del país había reiterado en numerosas ocasiones que no lo haría.

Prayuth lideró el decimosegundo golpe de Estado exitoso del Ejército tailandés desde 1932, cuando otro golpe depuso a la monarquía absoluta e inauguró la inestable democracia del país asiático, que ha vivido secuestrada durante décadas por los intereses de los militares, la monarquía y las clases altas del país. Tras incumplir su primera promesa, Prayuth hizo otra: solventar la crisis política en la que lleva inmersa el país desde hace diez años y “devolverle la felicidad” al llamado, de forma manida, País de las Sonrisas.
Tailandia lleva décadas resquebrajándose en una profunda brecha social que estalló en 2006, cuando el entonces primer ministro, Thaksin Shinawatra, fue depuesto en un golpe de Estado muy similar al de hace un año. La dimensión de la brecha es doble: económica, en uno de los países con mayor desigualdad económica del mundo, y geográfica, con una fuerte división entre el noreste y norte, donde hay una mayor presencia de los llamados camisas rojas, seguidores de Thaksin, y la zona centro, con la capital, Bangkok incluida, junto a algunas zonas del sur del país, bastiones de los pro-monárquicos camisas amarillas. Thaksin, un multimillonario hecho a sí mismo que no tenía lazos familiares con la aristocracia tradicional tailandesa, supo aprovechar esta fractura para llegar al poder en 2001 y convertirse en el único primer ministro de la historia de Tailandia en ser reelegido. También la aprovechó, sin embargo, para desafiar las estructuras del país y el poder de la oligarquía, que reaccionaron con el golpe de Estado de septiembre de 2006.
La brecha siguió abriéndose tras la caída del Primer Ministro y mientras los sucesivos gobiernos afines a Thaksin eran depuestos en los tribunales, las calles se llenaban de forma intermitente de masas rojas o amarillas. Algo que no ha vuelto a verse tras el golpe del año pasado, cuando la Junta comenzó una política de arrestos de disidentes que ha alcanzado a unas 700 personas, según la organización Human Rights Watch. “Ha habido algo de reconciliación entre las élites y se han visto esfuerzos de diálogo entre camisas rojas y amarillas. Pero no ha llegado a la mayoría de la población”, asegura Kan Yuenyong, analista político del Siam Intelligence Unit . ...
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