La sostenibilidad requiere un compromiso político de lucha contra la pobreza y un reconocimiento moral de los intereses de las generaciones futuras.

 

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Los problemas medioambientales son el resultado, según se suele decir, del maltrato de los pobres hacia los ricos y del presente hacia el futuro. Esa es una manera de ilustrar las cuestiones que se abordarán en la cumbre de desarrollo sostenible de Naciones Unidas en Río de Janeiro. Tiene algo de caricatura, pero nos recuerda que la sostenibilidad no solo requiere un arreglo técnico, sino también un compromiso político de lucha contra la pobreza y un reconocimiento moral de los intereses de las generaciones futuras.

La comunidad internacional lleva cuarenta años batallando con estas cuestiones, desde que la primera conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente de los humanos se inaugurara en Estocolmo el 5 de junio de 1972. Ahora esta fecha, en la que se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente, recuerda el lanzamiento de la bandera verde global en su larga marcha a Río en 1992, Johannesburgo en 2002 y, ahora, a Río +20.

En el camino se han producido grandes logros —mediante la regulación, los incentivos económicos y la educación— para fomentar y consolidar tecnologías de producción más limpias y modos de consumo más inteligentes. Gracias a una prosperidad cada vez mayor y a la difusión de una concienciación social, el sentido común en el ahorro de la energía y otros recursos ha hecho grandes progresos en muchas sociedades, al igual que la demanda de infraestructuras y servicios públicos eficientes.

Sin embargo, el camino desde Estocolmo no ha sido fácil. Aunque la bandera verde ondea con fuerza en la retórica política, a menudo se ve marginada en la toma de decisiones. La actitud defensiva en temas de economía y el cortoplacismo plantean enormes obstáculos a la hora de integrar la sostenibilidad en lo ya establecido. Cuando llegan las elecciones y con ellas el momento de la verdad, la reacción instintiva de los políticos es centrarse en los temas económicos considerados fundamentales: el empleo y el acceso a las necesidades básicas. La visión a largo plazo se ve relegada a un segundo plano cuando los llamamientos se hacen en términos de “¡Es la economía, estúpido!”.

El desafío climático

Estas tensiones entre presente y futuro, entre retórica y realidad, se ponen de manifiesto con más fuerza que en ningún otro sitio en las negociaciones intergubernamentales para limitar el cambio climático provocado por el hombre hasta alcanzar una situación manejable, el tema de cabecera desde la última cumbre de Río. Las consecuencias negativas de arrojar gases de efecto invernadero a la atmósfera están más allá del marco temporal de la mayoría de los cálculos políticos. La catástrofe que se avecina es discreta, no será un gran estallido sino un deslizamiento sigiloso. Incluso este último se ve emborronado por una contracampaña de escepticismo pseudocientífico.

Además, las dinámicas de las negociaciones sobre la contribución a un bien común no dan pie a intercambios de quid pro quo tangibles, como los que impulsan la convergencia en temas como el desarme o el comercio. Para que se produzca un acuerdo efectivo y duradero sobre la salvaguarda del clima de la Tierra este tiene que darse sobre la base de intangibles compartidos: la ética, la igualdad, la responsabilidad y la voluntad política.

¿Señales de esperanza desde Río?

Río es un punto de encuentro para los líderes de los gobiernos en el camino que lleva  a Estocolmo. ¿Qué señales de esperanza pueden ofrecer éstos a los ciudadanos durante el trayecto?

En primer lugar, que los gobiernos están centrados en promover una economía real que responda ampliamente a las diversas necesidades de la gente, más que en proteger mercados abstractos.

En segundo lugar, que están integrando la sostenibilidad en sus estrategias y decisiones económicas. Sería positivo desde un punto de vista simbólico si los jefes de Estado decidieran acudir a Río acompañados de sus ministros de Economía y Finanzas, no solo de sus ministros de Medio Ambiente.

En tercer lugar, que los gobiernos no solo reconocen los costes iniciales y directos de invertir en una economía más limpia, sino también los beneficios colaterales —por ejemplo, los beneficios que combustibles más limpios aportan a la calidad del aire, y por tanto, a la salud respiratoria—.

En cuarto lugar, que los dirigentes entienden la necesidad de proporcionar marcos e incentivos para una inversión en sostenibilidad que resulte rentable. En una economía de mercado, la visión de los beneficios económicos que se pueden lograr con la innovación a largo plazo se puede convertir en uno de los motores más importantes hacia la sostenibilidad. Los ejemplos de iniciativas responsables emprendidas por empresas inteligentes existen y deberían ser subrayados. Las corporaciones con frecuencia pueden adoptar una visión más a la larga que los gobiernos, pero son estos últimos los que deben marcar el camino.

Finalmente, que los gobiernos tienen el compromiso de luchar contra la pobreza tanto en sus propios países como fuera de ellos. Cuando el medio ambiente se incluyó en la agenda global en Estocolmo, solo un líder extranjero participó: la primera ministra de India, Indira Gandhi. Ella proclamó que la pobreza es la peor forma de contaminación. Esa profunda cita todavía resuena. Debería ser reproducida de nuevo en Río en la inauguración del Estocolmo +40.

 

 

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